Venerables
hermanos: Salud y bendición apostólica
Recuerdo de la
declaración del dogma de la Inmaculada Concepción
El
paso del tiempo, en el transcurso de unos meses, nos llevará a aquel día
venturosísimo en el que, hace cincuenta años, Nuestro antecesor Pío IX,
pontífice de santísima memoria, ceñido con una numerosísima corona de padres
purpurados y obispos consagrados, con la autoridad del magisterio infalible,
proclamó y promulgó como cosa revelada por Dios que la bienaventurada Virgen
María estuvo inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante
de su concepción. Nadie ignora con qué espíritu, con qué muestras de alegría y
de agradecimiento públicos acogieron aquella promulgación los fieles de todo el
mundo; verdaderamente nadie recuerda una adhesión semejante tanto a la augusta
Madre de Dios como al Vicario de Jesucristo o que tuviera eco tan amplio o que
haya sido recibida con unanimidad tan absoluta.
Demostraciones de
piedad mariana
Y
ahora, Venerables Hermanos, después de transcurrido medio siglo, la renovación
del recuerdo de la Virgen Inmaculada, necesariamente hace que resuene en
nuestras almas el eco de aquella alegría santa y que se repitan aquellos
espectáculos famosos de antaño, expresiones de fe y de amor a la augusta Madre
de Dios. Nos impulsa con ardor a alentar todo esto la piedad con la que Nos,
durante toda nuestra vida, hemos tratado a la Santísima Virgen, por la gracia
extraordinaria de su protección; esperamos con toda seguridad que así será, por
el deseo de todos los católicos, que siempre están dispuestos a manifestar una
y otra vez a la gran Madre de Dios sus testimonios de amor y de honra. Además
tenemos que decir que este deseo Nuestro surge sobre todo de que, por una
especie de moción oculta, Nos parece apreciar que están a punto de cumplirse
aquellas esperanzas que impulsaron prudentemente a Nuestro antecesor Pío ya
todos los obispos del mundo a proclamar solemnemente la concepción inmaculada
de la Madre de Dios.
La Virgen nos ayuda
siempre
No
son pocos los que se quejan de que hasta el día de hoy esas esperanzas no se
han colmado y utilizan las palabras de Jeremías: Esperábamos la paz y no hubo
bien alguno: el tiempo del consuelo y he aquí el temor (1). Pero, ¿quién podría
no entrañarse de esta clase de poca fe por parte de quienes no miran por dentro
o desde la perspectiva de la verdad las obras de Dios? Pues, ¿quién sería capaz
de llevar la cuenta del número de los regalos ocultos de gracia que Dios ha
volcado durante este tiempo sobre la Iglesia, por la intervención conciliadora
de la Virgen? y si hay quienes pasan esto por alto, ¿qué decir del Concilio
Vaticano, celebrado en momento tan acertado?; ¿qué del magisterio infalible de
los Pontífices proclamado tan oportunamente, contra los errores que surjan en
el futuro?; ¿qué, en fin, de la nueva e inaudita oleada de piedad que ya desde
hace tiempo hace venir hasta el Vicario de Cristo, para hacerlo objeto de su
piedad, a toda clase de fieles desde todas las latitudes? ¿Acaso no es de
admirar la prudencia divina con que cada uno de Nuestros dos predecesores, Pío
y León, sacaron adelante con gran santidad a la Iglesia en un tiempo lleno de
tribulaciones, en un pontificado como nadie había tenido? Además, apenas Pío
había proclamado que debía creerse con fe católica que María, desde su origen
había desconocido el pecado, cuando en la ciudad de Lourdes comenzaron a tener
lugar las maravillosas apariciones de la Virgen; a raíz de ellas, allí edificó
en honor de María Inmaculada un grande y magnífico santuario; todos los
prodigios que cada día se realizan allí, por la oración de la Madre de Dios,
son argumentos contundentes para combatir la incredulidad de los hombres de
hoy.
Testigos
de tantos y tan grandes beneficios como Dios, mediante la imploración benigna
de la Virgen, nos ha conferido en el transcurso de estos cincuenta años, ¿cómo
no vamos a tener la esperanza de que nuestra salvación está más cercana que
cuando creímos?; quizá más, porque por experiencia sabemos que es propio de la
divina Providencia no distanciar demasiado los males peores de la liberación de
los mismos. Está a punto de llegar su hora, y sus días no se harán esperar.
Pues el Señor se compadecerá de Jacob escogerá todavía a Israel (2); para que
la esperanza se siga manteniendo, dentro de poco clamaremos: Trituró el Señor
el báculo de los impíos. Se apaciguó y enmudeció toda la tierra, se alegró y
exultó (3).
María es el camino más
seguro hacia Jesús
La
razón por la que el quincuagésimo aniversario de la proclamación de la Inmaculada
concepción de la Madre de Dios debe provocar un singular fervor en el pueblo
cristiano, radica para Nos sobre todo en lo que ya Nos propusimos en la
anterior carta encíclica: instaurar todas las cosas en Cristo. Pues ¿quién no
ha experimentado que no hay un camino más seguro y más expedito para unir a
todos con Cristo que el que pasa a través de María, y que por ese camino
podemos lograr la perfecta adopción de hijos, hasta llegar a ser santos e
inmaculados en la presencia de Dios? En efecto, si verdaderamente a María le
fue dicho: Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirá todo lo que el
Señor te ha dicho (4), de manera que verdaderamente concibió y parió al Hijo de
Dios; si realmente recibió en su vientre a aquel que es la Verdad por
naturaleza, de manera que engendrado en un nuevo orden, con un nuevo nacimiento
se hizo invisible en sus categorías, visible en las nuestras (5); puesto que el
Hijo de Dios hecho hombre es autor y consumador de nuestra fe, es de todo punto
necesario reconocer como partícipe y como guardiana de los divinos misterios a
su Santísima Madre en la cual, como el fundamento más noble después de Cristo,
se apoya el edificio de la fe de todos los siglos.
¿Es
que acaso no habría podido Dios proporcionarnos al restaurador del género
humano y al fundador de la fe por otro camino distinto de la Virgen? Sin
embargo, puesto que pareció a la divina providencia oportuno que recibiéramos
al Dios-Hombre a través de María, que lo engendró en su vientre fecundada por
el Espíritu Santo, a nosotros no nos resta sino recibir a Cristo de manos de
María. De ahí que claramente en las Sagradas Escrituras; cuantas veces se nos
anuncia la gracia futura, se une al Salvador del mundo su Santísima Madre.
Surgirá el cordero dominador de la tierra, pero de la piedra del desierto;
surgirá una flor, pero de la raíz de Jesé. Adán atisbaba a María aplastando la
cabeza de la serpiente y contuvo las lágrimas que le provocaba la maldición. En
ella pensó Noé, recluido en el arca acogedora; Abraham cuando se le impidió la
muerte de su hijo; Jacob cuando veía la escala y los ángeles que subían y
bajaban por ella; Moisés admirado por la zarza que ardía y no se consumía;
David cuando danzaba y cantaba mientras conducía el arca de Dios; Elías
mientras miraba a la nubecilla que subía del mar. Por último -¿y para qué más?-
encontramos en María, después de Cristo, el cumplimiento de la ley y la
realización de los símbolos y de las profecías.
Pero
nadie dudará que a través de la Virgen, y por ella en grado sumo, se nos da un
camino para conocer a Cristo, simplemente con pensar que ella fue la única con
la que Jesús, como conviene a un hijo con su madre, estuvo unido durante
treinta años por una relación familiar y un trato íntimo. Los admirables
misterios del nacimiento y la infancia de Cristo, y, sobre todo, el de la
asunción de la naturaleza humana que es el inicio y el fundamento de la fe ¿a
quién le fueron más patentes que a la Madre? La cual ciertamente, no sólo
conservaba ponderándolos en su corazón los sucesos de Belén y los de Jerusalén
en el templo del Señor, sino que, participando de las decisiones y los
misteriosos designios de Cristo, debe decirse que vivió la misma vida que su
Hijo. Así pues, nadie conoció a Cristo tan profundamente como Ella; nadie más
apta que ella como guía y maestra para conocer a Cristo.
De
aquí que, como ya hemos apuntado, nadie sea más eficaz para unir a los hombres
con Cristo que esta Virgen. Pues si, según la palabra de Cristo, esta es la
vida eterna: que te conozcan a ti, solo Dios verdadero y al que tú enviaste,
Jesucristo (6), una vez recibida por medio de María la noticia salvadora de
Cristo, por María también logramos más fácilmente aquella vida cuya fuente e
inicio es Cristo.
María Santísima es
Madre nuestra
¡Cuántos
dones excelsos y por cuántos motivos desea esta santísima Madre proporcionárnoslos,
con tal que tengamos una pequeña esperanza, y cuán grandes logros seguirán a
nuestra esperanza!
¿No
es María Madre de Cristo? Por tanto, también es madre nuestra. Pues cada uno
debe estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el
salvador del género humano. y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los
hombres, de un cuerpo concreto; en cuanto restaurador de nuestro linaje, tiene
un cuerpo espiritual, al que se llama místico, que es la sociedad de quienes
creen en Cristo. Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo (7). Por
consiguiente, la Virgen no concibió tan sólo al Hijo de Dios para que se
hiciera hombre tomando de ella la naturaleza humana, sino también para que, a
través de la naturaleza tomada de ella, se convirtiera en salvador de los
mortales. Por eso el Ángel dijo a los pastores: Os ha nacido hoy el Salvador,
que es el Señor Cristo (8). Por tanto en ese uno y mismo seno de su castísima
Madre Cristo tomó carne y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual
compuesto efectivamente por todos aquellos que habían de creer en El. De manera
que cuando María tenía en su vientre al Salvador puede decirse que gestaba
también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador.
Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el
Apóstol, somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y de sus huesos
(9) , hemos salido del vientre de María, como partes del cuerpo que permanece
unido a la cabeza. De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico,
también nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos
nosotros. Madre en espíritu… pero evidentemente madre de los miembros de Cristo
que somos nosotros (10). En efecto, si la bienaventurada Virgen es al mismo
tiempo Madre de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella
procurará con todas sus fuerzas que Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia
(11), infunda en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que
le conozcamos y que vivamos por él? (12).
María, corredentora
A
todo esto hay que añadir, en alabanzas de la santísima Madre de Dios, no
solamente el haber proporcionado, al Dios Unigénito que iba a nacer con
miembros humanos, la materia de su carne (13) con la que se lograría una hostia
admirable para la salvación de los hombres; sino también el papel de custodiar
y alimentar esa hostia e incluso, en el momento oportuno, colocarla ante el
ara. De ahí que nunca son separables el tenor de la vida y de los trabajos de
la Madre y del Hijo, de manera que igualmente recaen en uno y otro las palabras
del Profeta (14): mi vida transcurrió en dolor y entre gemidos mis años.
Efectivamente cuando llegó .la última hora del Hijo, estaba en pie junto a la
cruz de Jesús, su Madre, no limitándose a contemplar el cruel espectáculo, sino
gozándose de que su Unigénito se inmolara para la salvación del género humano,
y tanto se compadeció que, si hubiera sido posible, ella misma habría soportado
gustosísima todos .los tormentos que padeció su Hijo (15).
Y
por esta comunión de voluntad y de dolores entre María y Cristo, ella mereció
convertirse con toda dignidad en reparadora del orbe perdido (16), y por tanto
en dispensadora de todos los bienes que Jesús nos ganó con su muerte y con su
sangre.
Cierto
que no queremos negar que la erogación de estos bienes corresponde por
exclusivo y propio derecho a Cristo; puesto que se nos han originado a partir
de su muerte y El por su propio poder es el mediador entre Dios y los hombres.
Sin embargo, por esa comunión, de la que ya hemos hablado, de dolores y bienes
de la Madre con el Hijo, se le ha concedido a la Virgen augusta ser
poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su Hijo
Unigénito (17). Así pues, la fuente es Cristo y de su plenitud todos hemos
recibido (18); por quien el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos
que lo nutren… va obrando su crecimiento en orden a su conformación en la
caridad (19). A su vez María, como señala Bernardo, es el acueducto (20); o
también el cuello, a través del cual el cuerpo se une con la cabeza y la cabeza
envía al cuerpo la fuerza y las ideas. Pues ella es el cuello de nuestra
Cabeza, a través del cual se transmiten a su cuerpo místico todos los dones
espirituales (21). Así pues es evidente que lejos de nosotros está el atribuir
ala Madre de Dios el poder de producir eficazmente la gracia sobrenatural, que
es exclusivamente de Dios. Ella, sin embargo, al aventajar a todos en santidad
y en unión con Cristo y al ser llamada por Cristo a la obra de la salvación de
los hombres, nos merece de congruo, como se dice, lo que Cristo mereció de
condigno y es Ella ministro principal en .la concesión de gracias. Cristo está
sentado a la derecha de la majestad en los cielos (22); María a su vez está como
reina a su derecha, refugio segurísimo de todos los que están en peligro y
fidelísima auxiliadora, de modo que nada hay que temer y por nada desesperar
con ella como guía, bajo su auspicio, con ella como propiciadora y protectora
(23).
Con
estos presupuestos, volvemos a nuestro propósito: ¿a quién le parecerá que no
tenemos derecho a afirmar que María, que desde la casa de Nazaret hasta el
lugar de la Calavera estuvo acompañando a Jesús, que conoció los secretos de su
corazón como nadie y que administra los tesoros de sus méritos con derecho, por
así decir, materno, es el mayor y el más seguro apoyo para conocer y amar a
Cristo? Esto es comprobable por la dolorosa situación de quienes, engañados por
el demonio o por doctrinas falsas, pretenden poder prescindir de la intercesión
de la Virgen. ¡Desgraciados infelices! Traman prescindir de la Virgen para
honrar a Cristo: e ignoran que no es posible encontrar al niño sino con María,
su Madre.
La devoción a la
Virgen nos tiene que acercar a la santidad
Siendo
esto así, Venerables Hermanos, queremos detener nuestra mirada en las
solemnidades que se preparan en todas partes en honor de Santa María,
Inmaculada desde su origen. y ciertamente ningún honor es más deseado por
María, ninguno más agradable que el que nosotros conozcamos bien a Jesús y le
amemos. Haya por tanto celebraciones de los fieles en los templos, haya aparato
de fiestas, haya regocijos en las ciudades; todos estos medios contribuyen no
poco a encender la piedad. Pero si a ellos no se une la voluntad interior,
tendremos simplemente formas que no serán más que un simulacro de religión. y
al verlas, la Virgen, como justa reprensión, empleará con nosotros las palabras
de Cristo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí
(24).
En
definitiva, es auténtica la piedad hacia la Madre de Dios cuando nace del alma;
y en este punto no tiene valor ni utilidad alguna la acción corporal, si está
separada de la actitud del espíritu. Actitud que necesariamente se refiere a la
obediencia rendida a los mandamientos del Hijo divino de María. Pues si sólo es
amor verdadero el que es capaz de unir las voluntades, es conveniente que
nuestra voluntad y la de su santísima Madre se unan en el servicio a Cristo
Señor. Lo que la Virgen prudentísima decía a los siervos en las bodas de Caná,
eso mismo nos dice a nosotros: Haced lo que El os diga (25). Y lo que Cristo
dice es: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (26).
Por
eso, cada uno debe estar persuadido de que, si la piedad que declara hacia la
Santísima Virgen no le aparta del pecado o no le estimula a la decisión de
enmendar las malas costumbres, su piedad es artificial y falsa, por cuanto
carece de su fruto propio y genuino.
Si
alguno pareciera necesitar confirmación de todo esto, puede fácilmente
encontrarla en el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. Pues,
dejando a un lado la tradición católica, que es fuente de verdad como la
Sagrada Escritura, ¿de dónde surge la persuasión de que la Inmaculada Concepción
de la Virgen estaba tan de acuerdo con el sentido cristiano que podía tenerse
como depositada e innata en las almas de los fieles? Rechazamos -así explicó
brillantemente Dionisio el Cartujano las causas de esta persuasión-, rechazamos
creer que la mujer que había de pisar la cabeza de la serpiente, haya sido
pisada por ella en algún momento y que la Madre del Señor haya sido hija del
diablo (27). Es evidente que no podía caber en la mente del pueblo cristiano
que la carne de Cristo, santa, impoluta e inocente hubiera sido oscurecida en
el vientre de la Virgen por una carne en la que, ni por un instante, hubiera
estado introducido el pecado. Y esto ¿por qué, sino porque el pecado y Dios
están separados por una oposición infinita? De ahí que con razón por todas
partes los pueblos católicos han estado siempre persuadidos de que el Hijo de
Dios, con vistas a que, asumiendo la naturaleza humana, nos iba a lavar de
nuestros pecados con su sangre, por singular gracia y privilegio, preservó
inmune a su Madre la Virgen de toda mancha de pecado original, ya desde el
primer instante de su concepción. y Dios aborrece tanto cualquier pecado, que
no sólo no consintió que la futura Madre de su Hijo experimentara ninguna
mancha recibida por propia voluntad; sino que, por privilegio singularísimo,
atendiendo a los méritos de Cristo, incluso la libró de la mancha con la que
estamos marcados, como por una mala herencia, todos los hijos de Adán. ¿Quién
puede dudar de que el primer deber que se propone a quien pretende obsequiar a María
es la enmienda de sus costumbres viciosas y corrompidas, y el dominio de los
deseos que impulsan a lo prohibido?
Imitar a María
Y,
por otra parte, si uno quiere -nadie debe dejar de quererlo- que su piedad a la
Virgen sea justa y consecuente, es necesario avanzar más y procurar con
esfuerzo imitar su ejemplo.
Es
ley divina que quienes desean lograr la eterna bienaventuranza experimenten en
sí mismos, por imitación de Cristo, Su paciencia y Su santidad. Porque a los
que de antes conoció, a esos los predestinó a ser conformes con la imagen de su
Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos (28). Pero puesto
que nuestra debilidad es tal que fácilmente nos asustamos ante la grandeza de
tan gran modelo, el poder providente de Dios nos ha propuesto otro modelo que,
estando todo lo cercano a Cristo que permite la naturaleza humana, se adapta
con más propiedad a nuestra limitación. Y ese modelo no es otro que la Madre de
Dios. María fue tal -dice a este respecto San Ambrosio- que su vida es modelo
para todos. De lo cual él mismo deduce correctamente: Así pues, sea para
vosotros la vida de María como el modelo de la virginidad. En ella, como en un
espejo, resplandece la imagen de la castidad y el modelo de la virtud (29).
La fe, la esperanza y
la caridad de la Santísima Virgen
Y
aunque es conveniente que los hijos no pasen por alto nada digno de alabanza de
su santísima Madre sin imitarlo, deseamos que los fieles imiten sobre todas,
aquellas virtudes Suyas que son las principales y como los nervios y las
articulaciones de la sabiduría cristiana: nos referimos a la fe, a la esperanza
y a la caridad con Dios y con los hombres. Aunque ningún instante de la vida de
la Virgen careció del resplandor de estas virtudes, sin embargo sobresalieron
en ese momento en que estuvo presente a la muerte de su Hijo.
Jesús
es conducido a la cruz y se le reprocha entre maldiciones que se ha hecho Hijo
de Dios (30). Pero ella reconoce y rinde culto constantemente en El a la
divinidad. Deposita en el sepulcro al cuerpo muerto y sin embargo no duda de
que resucitará. La caridad inconmovible con la que vibra respecto a Díos la
convierte en partícipe y compañera de los padecimientos de Cristo. Y con él,
como olvidada de su dolor, pide perdón para sus verdugos, aunque éstos obstinadamente
exclaman: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos (31)
Mas,
para que no parezca que hemos dejado el análisis de la concepción inmaculada de
la Virgen, que es la razón de Nuestra carta, ¡qué gran ayuda y qué apropiada la
de este dogma para mantener y cultivar fielmente estas mismas virtudes!
Nuestra fe
Efectivamente,
¿qué fundamentos a la fe ponen estos osados que esparcen tantos errores por
doquier, con los que la fe misma queda vacilante en muchos? Niegan en primer
lugar que el hombre haya caído en pecado y que en algún tiempo haya permanecido
derrocado de su situación. De ahí que interpreten el pecado original y los
males que de él surgieron como una ficción mentirosa; para ellos la humanidad
está corrompida en su origen y toda la naturaleza humana está viciada; así es
como se introdujo el mal entre los mortales y fue impuesta la necesidad de una
reparación. Con estos presupuestos, es fácil imaginar que no hay ningún lugar
para Cristo ni para la Iglesia ni para la gracia ni para ningún orden que
trascienda a la naturaleza; con una sola palabra se desploma radicalmente todo
el edificio de la fe.
Pero
si las gentes creen y confiesan que la Virgen María, desde el primer momento de
su concepción, estuvo inmune de todo pecado, entonces también es necesario que
admitan el pecado original, la reparación de la humanidad por medio de Cristo,
el evangelio, la Iglesia, en fin la misma ley de la reparación. Con todo ello
desaparece y se corta de raíz cualquier tipo de racionalismo y de materialismo
y se mantiene intacta la sabiduría cristiana en la custodia y defensa de la
verdad.
A
esto se añade la actividad común a todos los enemigos de la fe, sobre todo en
este momento, para desarraigar más fácilmente la fe de las almas: rechazan, y
proclaman que debe rechazarse, la obediencia reverente a la autoridad no sólo
de la Iglesia sino de cualquier poder civil. De aquí surge el anarquismo: nada
más funesto y más nocivo tanto para el orden natural como para el sobrenatural.
Por supuesto este azote, funestísimo tanto para la sociedad civil como para la
cristiandad, también destruye el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre
de Dios; porque con él nos obligamos a atribuir a la Iglesia tal poder que es
necesario someterle no solamente la voluntad, sino también la inteligencia;
así, por esta sujeción de la razón el pueblo cristiano canta a la Madre de
Dios: Toda hermosa eres Marta y no hay en ti pecado original (32). Y así se
logra el que la Iglesia diga merecidamente a la Virgen soberana que ella sola
hizo desaparecer todas las herejías del mundo universo.
Nuestra esperanza
Y
si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que la garantía de lo que se
espera (33), cualquiera comprenderá fácilmente que con la concepción inmaculada
de la Virgen se confirma la fe y al mismo tiempo se alienta nuestra esperanza.
y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el pecado original, en virtud de
que iba a ser Madre de Cristo; y fue Madre de Cristo para devolvernos la
esperanza de los bienes eternos.
Nuestra caridad
Dejando
aun lado ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la Virgen
Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que Jesús hizo
suyo por antonomasia: que nos amemos unos a otros como él nos amó?
Una
señal grande, así describe el. apóstol Juan la visión que le fue enviada por
Dios, una señal grande apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la
luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas (34).
Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen María que, sin dejar de
serlo, dio a luz nuestra cabeza. y sigue el Apóstol: y estando encinta, gritaba
con los dolores del parto y las ansias de parir (35). Así pues, Juan vio a la
Santísima Madre de Dios gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo
con las ansias de un misterioso parto. ¿De qué parto? Sin duda del nuestro,
porque nosotros, detenidos todavía en el destierro, tenemos que ser aún
engendrados a la perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los trabajos
de la parturienta indican interés y amor; con ellos la Virgen, desde su trono
celestial, vigila y procura con su asidua oración que se engrose el número de
los elegidos.
Deseamos
ardientemente que todos cuantos se llaman cristianos se esfuercen por lograr
esta misma caridad, sobre todo aprovechando de estas solemnes celebraciones de
la inmaculada concepción de la Madre de Dios. ¡Con qué acritud, con qué
violencia se combate a Cristo ya la santísima religión por El fundada! Se está
poniendo a muchos en peligro de que se aparten de la fe, arrastrados por
errores que les engañan: Así pues, quien piensa que se mantiene en pie, mire no
caiga (36). y al mismo tiempo pidan todos a Dios con ruegos y peticiones
humildes que, por la intercesión de la Madre, vuelvan los que se han apartado
de la verdad. Sabemos por experiencia que tal oración, nacida de la caridad y
apoyada por la imploración a la Virgen santa, nunca ha sido inútil. Ciertamente
en ningún momento, ni siquiera en el futuro, se dejará de atacar a la Iglesia:
pues es preciso que haya escisiones a fin de que se destaquen los de probada
virtud entre vosotros (37). Pero nunca dejará la Virgen en persona de asistir a
nuestros problemas, por difíciles que sean, y de proseguir la lucha que comenzó
a mantener ya desde su concepción, de manera que se pueda repetir cada día: Hoy
ella ha pisado la cabeza de la serpiente antigua (38).
(...)
Imploramos de nuevo la
intercesión de la Virgen Inmaculada
Ponemos
fin a esta carta, Venerables Hermanos, expresando de nuevo una gran esperanza,
que efectivamente nos impulsa: ojalá por la concesión de este medio
extraordinario del Jubileo, bajo los auspicios de la Virgen Inmaculada, muchos
de los que desgraciadamente están separados de Jesucristo vuelvan a El, y
florezca de nuevo en el pueblo cristiano el amor a las virtudes y el gusto por
la piedad. Hace cincuenta años, cuando nuestro antecesor Pío declaró que la fe
católica debía mantener que la bienaventurada Madre de Cristo había desconocido
el pecado desde su origen, pareció, como ya hemos dicho, que una gran cantidad
de gracias celestiales se derramó sobre la tierra. Y, una vez robustecida la
esperanza en la Virgen Madre de Dios, por todas partes se produjo un gran
acercamiento a la vieja religiosidad de las naciones. ¿Qué impide pues el que
esperemos cosas más grandes para el futuro? Es claro que hemos llegado a un
momento funesto, de modo que con razón podríamos quejarnos con las palabras del
profeta: Porque no hay en la tierra verdad, ni misericordia ni conocimiento de
Dios. Han inundado la tierra el perjurio, la mentira, el homicidio, el hurto y
el adulterio (39). Sin embargo, en medio de este diluvio de males, como un arco
iris, se presenta a nuestros ojos la Virgen clementísima, como un árbitro para
firmar la paz entre Dios y los hombres. Pondré un arco en las nubes para señal
de mi pacto con la tierra (40). Aunque se recrudezca la tempestad y la negra
noche se enseñoree del cielo, nadie se desconcierte. A la vista de María, Dios
se aplacará y perdonará. Estará el arco en las nubes y yo le veré y me acordaré
de mi pacto eterno (41). y no volverán más las aguas del diluvio a destruir
toda la tierra (42). Si, como es justo, confiamos en María, sobre todo ahora
que vamos a celebrar con mayor interés su concepción inmaculada, entonces
sentiremos también que ella es Virgen poderosísima que aplastó con pie virginal
la cabeza de la serpiente (43).
Como
prenda de estos bienes, Venerables Hermanos, con todo cariño impartimos en el
Señor la bendición Apostólica a vosotros ya vuestros pueblos.
Dado
en Roma junto a San Pedro, el día 2 de febrero de 1904, primer año de Nuestro
Pontificado.
PÍO
PAPA X
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