Está sentado sobre el cielo inmenso
Dios
en su trono de oro y de diamantes;
miles
y miles de ángeles radiantes
le
adoran entre el humo del incienso.
A los pies del Señor, de cuando en cuando,
el
relámpago rojo culebrea,
el
rayo reprimido centellea
y
el inquieto huracán se está agitando.
El príncipe Gabriel se halla presente,
ángel
gallardo de gentil decoro,
con
alas blancas y reflejos de oro,
rubios
cabellos y apacible frente,
«Vuela -le dijo el Hacedor del mundo-
y
baja a Nazaret de Galilea,
y
a la Hija de Joaquín, Virgen hebrea,
un
arcano revélale profundo.
Dile que dentro el corazón me duele
de
ver al hombre en su angustiosa pena,
que
me duele el crujir de su cadena,
y
que sudando por romperla anhele.
Dile que mi Hijo encarnará en su seno,
que
entrambos hollarán a la serpiente,
que
seré con los hombres indulgente,
muy
indulgente, porque soy muy bueno».
Habló Jehováh, y el Príncipe sublime,
al
escuchar la voluntad suprema,
se
quita de las sienes la diadema
y
en el pie del Señor el labio imprime.
Se levanta, y bajando la cabeza
ante
el trono de Dios, las alas tiende
y
el vasto espacio vagaroso hiende
y
a las águilas vence en ligereza.
Baja volando, y en inmenso vuelo
deja
atrás mil altísimas estrellas,
y
otras alcanza, y sin pararse en ellas,
va
pasando de un cielo al otro cielo.
Al grande Orión a la derecha deja
y
por la izquierda a las boreales Osas;
pasa
junto a las Pléyades lluviosas,
y
del Empíreo más y más se aleja.
Cuando pasa cercano a los luceros,
desaparecen
como sombra vaga,
y
al pasar junto al Sol, el Sol se apaga
de
Gabriel a los grandes reverberos.
Desde la inmensa altura en que venía
la
tierra triste apenas se miraba,
y
sus ojos en ella el Ángel clava,
los
negros ojos llenos de alegría.
Entonces se apresura, y semejante
al
rayo del Señor, se precipita,
las
blancas alas más y más agita,
y
en Nazaret preséntase triunfante.
Allí una tierna y cándida doncella
lejos
del ruido mundanal vivía;
era
pobre y llamábase María,
joven
modesta y a la par muy bella.
De rodillas hincada en su aposento,
piensa
a sus solas con mortal congoja
en
la raza de Adán, y el suelo moja
con
lágrimas que vierte ciento y ciento.
Triste contempla desde aquel retiro
la
suerte de los hombres sus hermanos,
y
tuerce en su dolor las blancas manos
y
exhala a ratos lánguidos suspiros.
Dos veces levantó su rostro al cielo,
su
bello rostro que inundaba el llanto,
y
otras dos veces con mortal quebranto
enjugóse
los ojos con el velo.
«Cumple ¡oh Dios! -exclamó con tono blando-
del
Salvador la espléndida promesa»;
y
al exclamar así, la tierra besa,
y
en amargo pesar sigue llorando.
«¡Ay, Señor! no te olvides de Solima
-gritó
más alto- acuérdate del hombre;
te
lo suplico por tu santo nombre,
por
ese nombre de infinita estima.
Anda el mortal sobre ásperos abrojos
por
desiertos sin agua y sin camino,
rasgado
el corazón, perdido el tino,
y
están hinchados de llorar sus ojos.
Y no quiere aplacarse el Dios clemente
cuando
en las aras el incienso humea;
la
sangre, en vano, del altar chorrea,
y
en vano empapa el suelo delincuente.
Del mundo ingrato el crimen infinito
con
la sangre de toros no se expía,
ni
con humo tampoco: ¿qué valdría
el
humo y sangre para tal delito?
¡Ay, Señor! no te olvides de Solima,
y
compasivo acuérdate del hombre;
te
lo suplico por tu santo nombre,
por
ese nombre de infinita estima».
Gabriel se acerca en tanto a la doncella
y
las alas cerrando reverente,
baja
hasta el suelo su gloriosa frente,
suelo
dichoso que la Virgen huella.
Dios te guarde -le dijo-, alta Criatura:
Eres
más linda que la luna llena
cuando
se eleva de la mar serena
después
que huyó la tempestad oscura.
La gracia del Señor en ti rebosa,
y
antes que el aquilón se desatara,
y
antes también que el piélago bramara,
Jehováh
te destinó para su esposa.
Te acompaña tu Dios; y cuando fueres
la
blanda Madre del Ungido Eterno,
han
de llamarte con afecto tierno
la
Bendita entre todas las mujeres.
Tu Hijo el Criador ha de ocupar un solio
y
regirá su cetro a las naciones,
y
flotarán triunfantes sus pendones
encima
del soberbio Capitolio.
Pasarán esta tierra y estos mares,
podrá
venirse abajo el firmamento,
pero
ese rey en su inmutable asiento
verá
pasar los siglos a millares».
-«¿Cómo ser madre -díjole María-
si
me conservo en virginal pureza?»
Gabriel
entonces con gentil viveza,
a
la hermosa israelita le decía:
«Nada es difícil al Poder Divino;
del
Altísimo el brazo Omnipotente
pone
barreras a la mar hirviente,
y
lanza el rayo, y suelta el torbellino.
A una leve señal de su semblante
Naturaleza
dócil obedece,
desde
la flor que en el desierto crece
hasta
ese sol magnífico y brillante».
Los ojos baja a esta sazón la Hebrea,
los
grandes ojos que en el suelo clava,
y
«he aquí -exclamó- de mi Señor la esclava:
en
mí cumplida tu palabra sea».
Oyóla el Ángel, y admirado ante ella,
quédase
un rato, inmóvil como roca;
después,
con humildad, pone la boca
en
el polvo que pisa la Doncella.
Dejando el Verbo entonces junto al Padre
su
rayo, su relámpago y su trueno,
baja
y encarna en el modesto seno
de
aquella Virgen que escogió por Madre.
Ángeles mil y mil pasmados se hallan
en
el cielo con tantas maravillas,
cierran
las alas, doblan las rodillas,
bajan
los ojos y postrados callan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario