Estamos
recién estrenada la santa cuaresma y en este primer viernes del tiempo
cuaresmal nos detenemos ante Jesús Nazareno con mirada contemplativa.
“¿Quién
dice la gente que soy yo?”, preguntaba en una ocasión Jesús a sus Apóstoles. Y
después de escuchar las distintas opiniones se dirigió nuevamente a ellos, “Y
vosotros ¿quién decís que soy Yo?”.
En
muchos lugares se acercan hoy multitud de personas a las imágenes de Jesús
Nazareno. Acuden a pedirle las tres gracias.
Podríamos
preguntarles, ¿por qué vienes aquí? ¿Quién dices tú que es este Jesús a quien
tú acudes? Podemos imaginar que las respuestas serían muchas y muy variadas.
¿Cuántos
de todos ellos acuden movidos por una fe verdadera y cuántos lo hacen siguiendo
el impulso de una mera costumbre, de una tradición, o simplemente buscando
suerte?...
En
el relato evangélico al cual nos venimos refiriendo, el Apóstol Pedro contestó:
“Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que tenía que venir al mundo”.
Ante
semejante respuesta, tan profunda y contundente Jesús exclamó: “Dichoso tú
Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso.
Eso te lo ha revelado mi Padre que está en los cielos”.
La
respuesta del Apóstol Pedro fue una respuesta de fe, de fe verdadera y
profunda. Pedro no respondió dejándose guiar simplemente por lo que veían sus
ojos – veían un hombre, un hombre de carne y hueso llamado Jesús-. Fue la luz
de la fe, la visión sobrenatural, la inspiración de lo alto que es un don de
Dios, una gracia venida de lo alto, la que le movió a proclamar la respuesta
verdadera: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que tenía que venir al
mundo”.
Esta
respuesta del Bienaventurado Pedro no era una fórmula aprendida en un libro, no
era una afirmación pronunciada tan sólo por sus labios, sino una convicción que
salía de lo profundo de su alma, del santuario de su corazón en lo más íntimo y
recóndito de su ser. Y esta convicción no era fruto de sus razonamientos, no
era fruto de su sabiduría. Era una gracia venida de lo alto, era una luz que
invadía todo su ser y le permitía traspasar lo que tenía delante de sus ojos,
un hombre, para descubrir en Él al Hijo de Dios vivo.
Las
palabras de Jesús manifiestan claramente la naturaleza de la fe. La fe es un
don de Dios, el mayor de los dones que en esta vida podemos recibir de Dios.
Sólo la fe nos hace gratos a los ojos de Dios y nos posibilita descubrirle a él
como Padre que es fuente y origen de
todos los dones, como Hijo que nos salva
y nos redime, como Espíritu santificador, Señor y dador de vida. Sólo la fe
hace posible tal milagro. Y cuando el milagro se produce uno encuentra a Cristo
y de esa manera halla la luz de la vida, quedan entonces atrás las tinieblas
del pecado y de la muerte, se despejan las sombras de la ignorancia y del sin
sentido de la vida. Todo se ve con una claridad nueva, con ojos nuevos.
Dios
ofrece el don, el hombre libremente lo acoge o lo rechaza. Dios trae en sus
manos el tesoro, el hombre lo acoge en la pobre vasija de barro de su corazón,
o desgraciadamente da la espalda y se queda en su miseria, en su pobreza, en la
más absoluta indigencia.
Nos
encontramos llegados a este punto en la elección más decisiva y fundamental del
ser humano de ella va a depender radicalmente su vida presente y también su
suerte eterna.
“Jesús
Nazareno”, expresa el nombre de una persona y de un lugar. Un hombre llamado
Jesús y un pueblo, Nazaret.
No
se trata sin embargo de un nombre sin más, ni tampoco de cualquier pueblo.
Decir
“Jesús”, es mucho más que hablar un hombre bueno “que pasó haciendo el bien”.
Esa sería la mirada simplemente humana.
La
mirada de fe es la que nos permite descubrir detrás de ese nombre al que es a
un tiempo el Hijo de María la Virgen y el Hijo eterno de Dios, a quién el
Padre, después de su muerte en la cruz “lo levantó sobre todo y le concedió el
–Nombre sobre todo nombre-; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se
doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”.
Nazaret
nos refiere al hogar en el que este mismo Hijo de María e Hijo de Dios vivió la
mayor parte de sus años, entregado a la oración, al trabajo, a la vida de familia,
porque “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría
de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo,
pasando como uno de tantos”.
Nos
dio así ejemplo del valor que tiene a los ojos de Dios el cumplimiento de los
deberes cotidianos. Nos mostró que el camino de nuestra santificación pasa por
el fiel cumplimiento de nuestras obligaciones cotidianas. Y así, en medio de
nuestros quehaceres y al lado de nuestros prójimos podemos glorificar a Dios si
vamos creciendo en sabiduría divina y en gracia delante de Dios y de los
hombres.
La
Cuaresma es una ocasión privilegiada para que nos decidamos a orar más
fervientemente: “Señor, yo creo pero aumenta mi fe”, a purificar nuestras
relaciones con Dios y con los hermanos “lejos de todo rencor, envidia y
rivalidad”, a luchar más decididamente contra nuestras pasiones rebeldes.
Y
todo ello bajo la mirada de Jesús Nazareno, el Hijo de Dios vivo.
“Jesucristo
es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios
invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. El
es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por
nosotros.
Él
es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero
y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él ciertamente, vendrá
de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra
plenitud de vida y nuestra felicidad.
Yo
nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino,
la verdad y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface
nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro
ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros,
fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente...
A
vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús
es el principio y el fin, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de
la historia humana y de nuestro destino” (Pablo VI)
P. Manuel María de Jesús
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