REGNUM MARIAE

REGNUM MARIAE
COR JESU ADVENIAT REGNUM TUUM, ADVENIAT PER MARIAM! "La Inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios. Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad. Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús. Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro. Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin límites ni reservas." (San Maximiliano María Kolbe)

sábado, 28 de diciembre de 2019

EL CARDENAL ZEN NO CALLA


El cardenal Zen no calla: 

"¡Estás alentando un cisma!"


El acuerdo que el Papa firmó con Beijing ya había sido propuesto a Benedicto XVI, y él se había negado a firmarlo. Ahora lamento decirlo, pero Francisco no tiene respeto por sus predecesores. Pone fin a todo lo que hicieron Juan Pablo II y Benedicto XVI. Y, por supuesto, dice que está "en continuidad". ¡Pero es un insulto! Un insulto! ¡No hay continuidad!

Soy uno de los dos cardenales chinos, y el texto del acuerdo entre Beijing y el Vaticano nunca me ha sido presentado. ¿Es honesto? La explicación no es la fe, sino la vanagloria diplomática.
Los comunistas no pueden ser engañados. En cambio, así es como se traiciona a todo el mundo. Los fieles son empujados por un camino equivocado. Para un sacerdote, firmar el documento no es simplemente firmar una declaración. Cuando firmas, aceptas ser miembro de esta iglesia bajo el liderazgo del partido comunista. Es terrible, terrible. Hace poco me enteré de que el Santo Padre, en un avión, dijo a la prensa: "No le temo a un cisma". Y le respondo: “Estás alentando un cisma. Usted alienta a la iglesia cismática en China ". Increíble.
Los comunistas chinos quieren controlar todo. Cuando no pueden destruir, controlan. Quieren controlar las iglesias. Quieren destruirla desde adentro.
No hay mas esperanza. Ninguna.
Cardenal Joseph Zen
Fuentes:

jueves, 26 de diciembre de 2019

BENEDICTO XVI HABLA SOBRE LA NAVIDAD


EN LA NOCHE SANTA, DIOS MISMO SE HA HECHO HOMBRE

Nuevamente me llega al corazón esa palabra del evangelista, dicha casi de pasada, de que no había lugar para ellos en la posada. Surge inevitablemente la pregunta sobre qué pasaría si María y José llamaran a mi puerta. ¿Habría lugar para ellos? Y después nos percatamos de que esta noticia aparentemente casual de la falta de sitio en la posada, que lleva a la Sagrada Familia al establo, es profundizada en su esencia por el evangelista Juan cuando escribe: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). Así que la gran cuestión moral de lo que sucede entre nosotros a propósito de los prófugos, los refugiados, los emigrantes, alcanza un sentido más fundamental aún: ¿Tenemos un puesto para Dios cuando él trata de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y espacio para él? ¿No es precisamente a Dios mismo al que rechazamos? Y así se comienza porque no tenemos tiempo para Dios. Cuanto más rápidamente nos movemos, cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar tiempo, menos tiempo nos queda disponible. ¿Y Dios? Lo que se refiere a él, nunca parece urgente. Nuestro tiempo ya está completamente ocupado. Pero la cuestión va todavía más a fondo. ¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro pensamiento? La metodología de nuestro pensar está planteada de tal manera que, en el fondo, él no debe existir. Aunque parece llamar a la puerta de nuestro pensamiento, debe ser rechazado con algún razonamiento. Para que se sea considerado serio, el pensamiento debe estar configurado de manera que la «hipótesis Dios» sea superflua. No hay sitio para él. Tampoco hay lugar para él en nuestros sentimientos y deseos. Nosotros nos queremos a nosotros mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda experimentar, el éxito de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones. Estamos completamente «llenos» de nosotros mismos, de modo que ya no queda espacio alguno para Dios. Y, por eso, tampoco queda espacio para los otros, para los niños, los pobres, los extranjeros. A partir de la sencilla palabra sobre la falta de sitio en la posada, podemos darnos cuenta de lo necesaria que es la exhortación de san Pablo: «Transformaos por la renovación de la mente» (Rm 12,2). Pablo habla de renovación, de abrir nuestro intelecto (nous); habla, en general, del modo en que vemos el mundo y nos vemos a nosotros mismos. La conversión que necesitamos debe llegar verdaderamente hasta las profundidades de nuestra relación con la realidad. Roguemos al Señor para que estemos vigilantes ante su presencia, para que oigamos cómo él llama, de manera callada pero insistente, a la puerta de nuestro ser y de nuestro querer. Oremos para que se cree en nuestro interior un espacio para él. Y para que, de este modo, podamos reconocerlo también en aquellos a través de los cuales se dirige a nosotros: en los niños, en los que sufren, en los abandonados, los marginados y los pobres de este mundo.
En el relato de la Navidad hay también una segunda palabra sobre la que quisiera reflexionar con vosotros: el himno de alabanza que los ángeles entonan después del mensaje sobre el Salvador recién nacido: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace». Dios es glorioso. Dios es luz pura, esplendor de la verdad y del amor. Él es bueno. Es el verdadero bien, el bien por excelencia. Los ángeles que lo rodean transmiten en primer lugar simplemente la alegría de percibir la gloria de Dios. Su canto es una irradiación de la alegría que los inunda. En sus palabras oímos, por decirlo así, algo de los sonidos melodiosos del cielo. En ellas no se supone ninguna pregunta sobre el porqué, aparece simplemente el hecho de estar llenos de la felicidad que proviene de advertir el puro esplendor de la verdad y del amor de Dios. Queremos dejarnos embargar de esta alegría: existe la verdad. Existe la pura bondad. Existe la luz pura. Dios es bueno y él es el poder supremo por encima de todos los poderes. En esta noche, deberíamos simplemente alegrarnos de este hecho, junto con los ángeles y los pastores.
Con la gloria de Dios en las alturas, se relaciona la paz en la tierra a los hombres. Donde no se da gloria a Dios, donde se le olvida o incluso se le niega, tampoco hay paz. Hoy, sin embargo, corrientes de pensamiento muy difundidas sostienen lo contrario: la religión, en particular el monoteísmo, sería la causa de la violencia y de las guerras en el mundo; sería preciso liberar antes a la humanidad de la religión para que se estableciera después la paz; el monoteísmo, la fe en el único Dios, sería prepotencia, motivo de intolerancia, puesto que por su naturaleza quisiera imponerse a todos con la pretensión de la única verdad. Es cierto que el monoteísmo ha servido en la historia como pretexto para la intolerancia y la violencia. Es verdad que una religión puede enfermar y llegar así a oponerse a su naturaleza más profunda, cuando el hombre piensa que debe tomar en sus manos la causa de Dios, haciendo así de Dios su propiedad privada. Debemos estar atentos contra esta distorsión de lo sagrado. Si es incontestable un cierto uso indebido de la religión en la historia, no es verdad, sin embargo, que el «no» a Dios restablecería la paz. Si la luz de Dios se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre. Entonces, ya no es la imagen de Dios, que debemos honrar en cada uno, en el débil, el extranjero, el pobre. Entonces ya no somos todos hermanos y hermanas, hijos del único Padre que, a partir del Padre, están relacionados mutuamente. Qué géneros de violencia arrogante aparecen entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta al hombre, lo hemos visto en toda su crueldad el siglo pasado. Sólo cuando la luz de Dios brilla sobre el hombre y en el hombre, sólo cuando cada hombre es querido, conocido y amado por Dios, sólo entonces, por miserable que sea su situación, su dignidad es inviolable. En la Noche Santa, Dios mismo se ha hecho hombre, como había anunciado el profeta Isaías: el niño nacido aquí es «Emmanuel», Dios con nosotros (cf. Is 7,14). Y, en el transcurso de todos estos siglos, no se han dado ciertamente sólo casos de uso indebido de la religión, sino que la fe en ese Dios que se ha hecho hombre ha provocado siempre de nuevo fuerzas de reconciliación y de bondad. En la oscuridad del pecado y de la violencia, esta fe ha insertado un rayo luminoso de paz y de bondad que sigue brillando.
Así pues, Cristo es nuestra paz, y ha anunciado la paz a los de lejos y a los de cerca (cf. Ef 2,14.17). Cómo dejar de implorarlo en esta hora: Sí, Señor, anúncianos también hoy la paz, a los de cerca y a los de lejos. Haz que, también hoy, de las espadas se forjen arados (cf. Is 2,4), que en lugar de armamento para la guerra lleguen ayudas para los que sufren. Ilumina la personas que se creen en el deber aplicar la violencia en tu nombre, para que aprendan a comprender lo absurdo de la violencia y a reconocer tu verdadero rostro. Ayúdanos a ser hombres «en los que te complaces», hombres conformes a tu imagen y, así, hombres de paz.

BENEDICTO XVI 24-XII-2012

lunes, 16 de diciembre de 2019

MARÍA CORREDENTORA

A) El hecho o la existencia de la Corredención
María es Corredentora, o sea, es Mediadora en la recuperación de la gracia santificante.
La Corredención de María no es una cuestión periférica a nuestra Fe, sino central, porque toca la esencia del dogma de la Redención del género humano.
Después del pecado original, Dios era libre de redimirnos o no y de elegir cualquier modo de redimirnos. Ya que decidió libremente redimirnos mediante la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen, asoció íntimamente a María a la Redención, haciéndola Mediadora (Corredentora y Dispensadora).
La primera vez que se encuentra aplicado a María el término de Corredentora es en el siglo XV, mientras que el título de Redentora se encuentra ya en el siglo X (cfr. R. Laurentin, Le titre de Corédemptrice, en «Marianum», n. 13, 1951, p. 429).
El significado de Corredención
Redención significa rescatar o pagar un rescate para recuperar una cosa poseída antes y perdida después.
Por ejemplo, cuando los bandidos secuestran a un niño y piden a sus padres 1 millón de euros como rescate, si el padre paga ha rescatado o «redimido» en sentido lato al hijo desembolsando la suma exigida. En el caso de la Redención de la humanidad, Cristo pagó, con toda su Sangre derramada en la Cruz, la gracia que Adán había perdido y que hemos recuperado por la Redención de Cristo.
Pues bien, María cooperó a la Redención del género humano con Cristo de manera subordinada y secundaria, consintiendo a la Encarnación del Verbo en su seno y ofreciendo a Cristo en la Cruz al Padre para rescatar o redimir a la humanidad, sufriendo indeciblemente y «conmuriendo» místicamente con El a los pies de la Cruz. Por tanto, María es Corredentora secundaria y subordinada a Cristo.
Los autores católicos sostienen comúnmente que María cooperó formalmente en la Redención, consintiendo a la Encarnación redentora.
El modo de la Corredención
El modo de esta cooperación es inmediato, o sea, Dios decretó que la Redención del género humano fuera operada directamente, además de por los méritos de Jesús (Redentor principal), también por los méritos de María (Corredentora secundaria), de modo que los méritos de ambos constituyen el «precio» establecido por Dios para rescatar a la humanidad perdida por Adán. María es Corredentora y no sólo Dispensadora de las gracias, al aplicar la Redención a todo hombre que no le pone obstáculo. Como se ve, la Corredención de María es un elemento esencial y no accidental de la Redención de la humanidad de modo que, sin la Corredención mariana, no se tendría la Redención así como la Santísima Trinidad la quiso y decretó.
Para dar un ejemplo, la Corredención de María es análoga a nuestra cooperación en la obra de nuestra salvación y santificación, la cual es esencial a nuestra Redención, pero no perjudica a la unicidad del Redentor Jesucristo, Salvador principal del hombre. Así, María coopera con Jesucristo, de manera más eminente, en nuestra salvación como Corredentora subordinada y secundaria. Por lo que se puede decir en ambos casos que sólo Jesús redime al género humano: María subordinadamente a Cristo «corredime» a la humanidad de manera eminente y nosotros cooperamos con nuestro libre concurso en nuestra salvación como causas secundarias junto a Jesús y por debajo de él. Como nuestra salvación sin nuestra cooperación sería incompleta («El que te ha creado sin ti no te salva sin ti», San Agustín), análogamente nuestra alvación sería incompleta sin la Corredención de María, esto es, no sería como Dios la decretó.
Objeción: María, al ser redimida, no puede ser «Redentora»
Algún teólogo ha objetado que también María fue redimida por Cristo y, por tanto, no puede ser al mismo tiempo y en el mismo sentido «Redentora» por el principio de no contradicción.
Se responde fácilmente que María fue redimida de manera preservativa, o sea, fue preservada de contraer el pecado original, mientras que los demás hombres son redimidos de manera liberativa, esto es, son liberados del pecado original contraído. Por tanto, María no es redimida y «Redentora» en el mismo sentido, sino que es redimida de manera preservativa y Corredentora de manera liberativa. María no cooperó en su Redención preservativa, que fue operada por Dios solo, pero cooperó en la Redención liberativa de todos los hombres infectados por el pecado original. Por tanto, María no es redimida y Redentora de sí misma, es decir, a la vez efecto y causa, lo cual es imposible por el principio de no contradicción, sino que primero fue redimida por Cristo y después fue Corredentora con Cristo y por debajo de él. Se disipa, así, toda sombra de contradicción en el ser María redimida y «Redentora».
El padre Gabriele Roschini escribe que «Cristo se ofreció primero (por prioridad lógica y no cronológica) al Padre en sacrificio por la Redención preservativa de María y, después, junto a la «co-oblación» de María, El se ofreció para la Redención liberativa de todos los demás» (Dizionario di Mariologia, Roma, Studium, 1960, p. 327). Por ello el Sacrificio que Cristo hizo de Sí mismo en la Cruz tiene un doble aspecto: 1º) se ofreció para la Redención preservativa de María; 2º) se ofreció, junto a la «co-oblación» de María, para la Redención liberadora del pecado original por todo el género humano (adviértase que se trata de una prioridad solamente lógica, o sea, en cuanto a nuestra manera de pensar y de expresarnos, y no de una prioridad ontológica y cronológica). Como se ve, la Inmaculada Concepción de María la separa de todos los demás hombres para permitirle poder ser su Corredentora.
La Sagrada Escritura y la Corredención mariana
El Génesis (III, 14-15) narra el pecado de Eva y de Adán, tentados por el diablo en forma de serpiente. Entonces Dios, dirigiéndose a la serpiente infernal, dijo: «Por haber hecho esto, maldita seas… Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y su descendencia. Ella te aplastará la cabeza y tú insidiarás su talón».
En este texto del Antiguo Testamento son expuestas 4 cosas: 1º) la lucha inextinguible entre Cristo/María contra Satanás/secuaces; 2º) la victoria de Cristo/María (Redención); 3º) a la lucha de Cristo coronada por la victoria (Redención) es asociada íntimamente María, Su verdadera Madre física (Corredención); 4º) en esta asociación se aplica el contrapeso o la represalia: como el diablo hizo pecar a Eva y esta tentó a Adán, así Dios y los Angeles buenos asocian a María, la nueva Eva (Eva = Ave), a la lucha y victoria de Cristo (Redención y Corredención), que se obtiene con el aplastamiento de la cabeza de la serpiente por parte de María, que lleva en sí misma a Cristo; el diablo, sin embargo, consigue insidiar y morder el talón de María, o sea, a los fieles que no serán suficientemente fuertes para resistir a las adulaciones diabólicas como no lo fue la primera Eva, mientras qeu María y Jesús se servirán de la cooperación de los fieles buenos que son la parte no mordida del talón (la parte más humilde del cuerpo de María) que aplastará («Ipsa conteret», Gén., III, 5) la cabeza de la serpiente.
Esta es la interpretación auténtica de los versículos del Génesis dada por Pío IX en la Bula dogmática Ineffabilis Deus, en la que el Papa escribe: «Los Padres vieron designados [en los versículos del Génesis] a Cristo Redentor y a María unida a Cristo por un vínculo estrechísimo e indisoluble, ejercitando junto a Cristo y por medio de El sempiternas enemistades contra la serpiente venenosa y consiguiendo sobre ella una plenísima victoria». Por lo que se puede decir, con certeza teológica, que, como Cristo venció al demonio con su Pasión, así María lo venció con su Compasión. Por tanto, María, junto y subordinadamente a Cristo, venció a satanás y nos «corredimió».
El Evangelio según San Lucas (I, 38) nos narra que el Angel Gabriel fue enviado a María por Dios para conseguir su consentimiento a la Encarnación y a la Corredención. En esta escena evangélica tenemos, por contraposición a la del Génesis, la presencia de un Angel bueno (Gabriel), de una nueva Eva (María) y de un nuevo Adán (Cristo).
También en el Evangelio encontramos vaticinada la Corredención subordinada y secundaria de María y específicamente en el Evangelio según San Lucas (II, 34-35) cuando el anciano Simeón, con ocasión de la presentación del Niño Jesús en el Templo, predice a María su íntima asociación a la Pasión y Muerte de Cristo: «Este niño está destinado a ser causa de la ruina y de la resurrección de muchos en Israel y a ser un signo de contradicción; tu misma alma será traspasada por una espada».
En Lucas es, por tanto, presentado el futuro lleno de todo dolor de Jesús, al cual será asociada su Madre, cuya alma será atravesada místicamente por una espada de dolor. Adviértase que, no obstante esté presente también San José, el Evangelio no habla de una suya asociación subordinada al Sacrificio de Cristo, sino que nombra sólo y exclusivamente a María, única Corredentora subordinada en sentido estricto.
En el texto evangélico de San Juan, María nos es presentada en el Calvario junto al Apóstol Juan a los pies de la Cruz en la que pende Jesús, que dice a María: «Mujer, he ahí a tu hijo; hijo [San Juan], he ahí a tu madre» (Jn., XIX, 26-27).
María es la nueva Eva, Madre espiritual de todos los fieles, en contraposición con la antigua Eva, que nos arruinó dando a Adán a comer la manzana.
El mismo paralelismo encontramos en el último Libro Sagrado, el Apocalipsis de San Juan (cap. XII), en el cual nos son presentados también tres personajes: la mujer (María), su hijo (Jesús) y el Dragón rojo (satanás), que intenta hacer daño a la mujer: como en el Génesis quería morder el talón, así quiere ahora agredirla, pero el Dragón es derrotado y la mujer y su hijo son puestos a salvo.
La Tradición y la Corredención mariana
Desde el siglo II hasta el siglo XII, la doctrina de la Corredentora la encontramos expresada implícitamente por los Santos Padres. Por ejemplo, San Justino (Dialog. cum Triph., PG, 6, 709-712), San Ireneo (De carne Christi, c. 17, PL 2, 782) y Juan el Geómetra, que, en el siglo X, el primero, habla de la Maternidad espiritual de María y de la Corredención.
Desde el siglo XII hasta el siglo XVII, tenemos una segunda etapa, en la que se va de manera más neta de lo implícito a lo explícito, o sea, del papel de María como nueva Eva a la Corredención. Los autores más famosos son: San Bernardo de Claraval, Arnoldo de Chartres, San Alberto Magno, San Buenaventura; en el siglo XIV tenemos a Taulero, San Antonino de Florencia, Dionisio Cartujano, Alfonso Salmerón.
Finalmente, desde el siglo XVII hasta nuestros días, se calculan 124 teólogos que se expresan a favor de la Corredención inmediata de María, en el siglo XVII, entre los cuales San Lorenzo de Brindis, San Juan Eudes y Olier. En el siglo XVIII, sólo 53 escritores eclesiásticos se decantan a favor de la Corredención. En el siglo XIX, los teólogos pro Corredemptione suben hasta 130, entre los cuales resalta el card. Alexio Lépicier (L’Immacolata Madre di Dio, Corredentrice del genere umano, Roma, 1905). Hoy, después del Concilio Vaticano II, la Corredención, por motivos pseudo-ecuménicos, ha sido llevada adelante por pocos teólogos, entre los cuales los Franciscanos de la Inmaculada con la Revista teológica Immaculata Mediatrix y Mons. Brunero Gherardini.
El Magisterio y la Corredención mariana
León XIII, en la Encíclica Jucunda semper (1894), enseña que «Cuando María se ofreció completamente a sí misma, junto a su Hijo en el Templo, Ella era desde ese momento partícipe de la dolorosa expiación de Cristo en favor del género humano, o sea, de la Redención […]. En el Calvario, con El, murió en su corazón».
También León XIII, en la Encíclica Auditricem populi (1895), enseña que «Aquella que había sido cooperadora en el misterio de la Redención humana, habría sido también la cooperadora en la distribución de las gracias derivadas de tal Redención». Adviértase cómo el Papa distingue la Corredención de la Dispensación de las gracias y enseña que María cooperó en ambas.
San Pío X, en la Encíclica Ad diem illud (1904), verdadera obra maestra mariológica, afirma: «María fue asociada por Cristo a la obra de nuestra salvación, nos merece de congruo, como dicen los teólogos, lo que Cristo nos merece de condigno». Adviértase cómo el Papa afirma dos verdades: 1º) María fue asociada a la Redención por Cristo y no se asoció por sí misma; 2º) en virtud de dicha asociación, María mereció por pura conveniencia o condescendencia divina (de congruo) las mismas gracias merecidas por Cristo por estricta justicia (de condigno).
Benedicto XV es el primer Papa que formula de manera inequívoca la doctrina sobre la Corredención en la Carta Apostólica Inter Sodalicia (1918), enseñando que «María, a los pies de la Cruz, de tal manera sufrió y casi murió con el Hijo para placar la justicia divina, que con razón se puede decir que Ella ha redimido al género humano junto a Cristo».
Pío XI es el primer Papa que aplica el título de Corredentora a María en el Mensaje radiofónico del 28 de abril de 1935: «Madre de piedad y de misericordia… compaciente y Corredentora…».
Pío XII, en tres Encíclicas, trata de la Corredención mariana. La primera es la Mystici Corporis (1943), en la que enseña que María «ofreció a Jesús al Padre en el Gólgota, haciendo holocausto de todo derecho materno suyo y de su materno amor, por todos los hijos de Adán. De tal modo, Aquella que, en cuanto al cuerpo era Madre de nuestra Cabeza, pudo convertirse, en cuanto al espíritu, en madre de todos sus miembros». Adviértase cómo Pío XII enseñó formalmente que María es madre espiritual de todos los justos y, por tanto, Madre de la Iglesia, que es el Cuerpo Místico de Cristo.
En la segunda Encíclica, sumamente mariana, Ad Coeli Reginam (1954), el Papa enseña que la Virgen es Reina no sólo por ser Madre de Cristo, que es Rey, sino también «por la parte singular que tuvo en la obra de nuestra salvación por voluntad de Dios… María fue asociada a Cristo. […]. Ella es Reina no sólo por ser Madre de Jesús, sino también porque, como nueva Eva, ha sido asociada al nuevo Adán. […]. De esta unión con Cristo nace aquel poder real por el que Ella puede dispensar los tesoros del Reino del divino Redentor». Adviértase cómo el Papa enseña que el primer fundamento de la Realeza de María es la Maternidad divina y el segundo fundamento es la Corredención.
Finalmente, en la Encíclica sobre el Sagrado Corazón Haurietis aquas (1956), el papa Pacelli enseña: «Era justo, en efecto, que Aquella que había sido asociada a la obra de la regeneración de los hijos de Eva a la vida de la gracia, fuese proclamada por el mismo Jesús Madre espiritual de la entera humanidad». También, al final de la Encíclica, escribe: «Para que el culto al divino Corazón de Jesús produzca frutos más copiosos, oblíguense los fieles  a asociar a él la devoción al Corazón Inmaculado de María. En efecto, es sumamente conveniente que, como Dios quiso asociar indisolublemente a la Bienaventurada Virgen María a Cristo en la realización de la Redención […], así, el pueblo cristiano, que recibió la vida divina de Cristo y de María, después de haber tributado los debidos homenajes al Sagrado Corazón de Jesús, preste también al Corazón Inmaculado de María similares obsequios de piedad […]. En armonía con este sapientísimo designio de la Providencia divina, Nos mismo queremos consagrar solemnemente la Santa Iglesia y el mundo entero al Corazón Inmaculado de María».
La razón teológica de la Corredención
En la Corredención de María brilla 1º) la Sabiduría divina, que se sirvió del mismo medio (la mujer) del que se había servido el diablo para la ruina de la humanidad, humillándolo enormemente al hacer que fuera vencido por una joven mujer; 2º) el Poder divino, ya que Dios, con un medio débil (una joven mujer) realizó una obra tan excelsa (la Redención); 3º) la Justicia divina, la cual decretó que la soberbia de Adán y Eva fuera reparada por la humillación de Jesús y María; 4º) la Bondad divina, la cual, en lugar de abandonar a la mujer que había pecado, la ennobleció haciéndola Corredentora.
A) La esencia o la naturaleza de la Corredención
Hemos visto el hecho o la existencia de la Corredención admitida por la Sagrada Escritura, por la Tradición y por el Magisterio, hemos ofrecido su razón teológica; ahora nos queda ver la naturaleza de la Corredención, o sea, qué es.
La Corredención es la participación subordinada de María a la Redención de Cristo. Ahora bien, la Pasión de Jesús y la Compasión de María han obrado nuestra Redención y Corredención, pero ¿de qué manera? ¿cuál es su naturaleza? ¿qué son exactamente?
Santo Tomás de Aquino (S. Th., III, q. 48) enseña que la Pasión de Cristo obró nuestra Redención de tres modos: 1º) a modo de mérito, al merecernos la gracia santificante perdida con el pecado original; 2º) a modo de satisfacción, pagando a Dios la deuda por el pecado, reparándolo e intercediendo por nosotros; 3º) a modo de sacrificio, ofreciéndose a Sí mismo al Padre como víctima en la Cruz.
También María cooperó subordinadamente a Cristo de estos 3 modos en nuestra Redención. Los teólogos dicen que lo que Cristo nos mereció de condigno o por estricta justicia, María nos lo mereció de congruo o por pura liberalidad de Dios.
En cuanto a la naturaleza de la cooperación mariana en nuestra Redención, los teólogos sostienen comúnmente que la ofrenda que María hizo de Jesús y de sí misma en el Calvario no es un acto sacrificial y sacerdotal en sentido estricto: María no tiene un sacerdocio análogo al de Cristo y no tiene ni siquiera el Orden sacramental del Sacerdocio cristiano, pero la cooperación de María en el Sacrificio de Cristo es equiparable a la que tienen todos los bautizados, los cuales pueden unirse al sacerdote (ordenado válidamente) y ofrecer por medio de él el Sacrificio de la Misa a Dios, pero María la posee en un grado eminentemente superior al de todos los bautizados, porque es la Madre de Dios. Sin embargo no es sacerdote en sentido estricto, aun teniendo el espíritu del Sacerdocio. Adviértase que el Santo Oficio prohibió representar a María revestida con los ornamentos sacerdotales y llamarla «Virgen-Sacerdote» (cfr. R. Laurentin, Le problème du sacerdoce marial devant le Magistère, en «Marianum», n. 10, 1948, pp. 160-178).
Por lo que respecta a la naturaleza de la cooperación de María en la Redención de Cristo, la opinión común de los teólogos considera que es inmediata y consiste en el hecho de que sus méritos y sus satisfacciones (junto y subordinadamente a las de Jesús) fueron queridos, exigidos y aceptados por el Eterno Padre para la reconciliación del género humano con El (cfr. M. I. Nicolas, La doctrine de la Corédemption dans le cadre de la doctrine thomiste de la Rédemption, en «Revue thomiste», n. 47, 1947, pp. 20-42).
Además, María, en cuanto Madre de Cristo, tenía el derecho de proteger la vida del su Hijo de todos sus injustos agresores. En cambio, María abdicó este derecho suyo natural y, en obediencia a la voluntad divina, ofreció a su Hijo en sacrificio para la Redención del género humano.
CONCLUSIÓN
La devoción a María no se funda en motivos sentimentalistas, sino estrictamente dogmáticos. Ella es verdadera Madre de Dios y Corredentora subordinada del género humano; además, todas las gracias pasan a través de ella para llegar de Dios a nosotros (como veremos en el segundo artículo). Por tanto, si queremos ser redimidos y salvados, según el plan elegido por Dios, debemos dirigirnos a María para ir a Jesús y a la Humanidad de este último para acceder a la Santísima Trinidad. Ad Jesum per Mariam!
Acabo con una hermosa oración de San Francisco de Sales:
«Acuérdate y trae a tu mente, oh dulcísima Virgen María, que eres mi Madre y que soy tu hijo; que eres poderosísima y soy un pequeño ser vil y débil. Te suplico, dulcísima Madre mía, que me guíes y defiendas en todos mis caminos y en todas mis acciones.
No me digas, oh Virgen graciosa, que no puedes, ya que tu Hijo predilecto Te dio todo poder… No me digas que no debes hacerlo, pues eres la Madre común de todos los pobres humanos y especialmente la mía. Si no pudieses te excusaría diciendo: Es verdad que es mi Madre y que me ama como a un hijo, pero su pobreza carece de posesiones y de poderes. Si no fueses mi Madre, tendría justamente paciencia, diciendo: Ella es rica para asistirme, pero ay de mí, al no ser mi Madre, no me ama.
Pero ya que, oh dulcísima Virgen, eres mi Madre y eres poderosa, ¿cómo podrás excusarte de no consolarme y de no prestarme tu ayuda y tu asistencia?
Ves, Madre mía, que estás obligada a consentir a todas mis peticiones».
Fuente: SI SI NO NO

sábado, 14 de diciembre de 2019

SAN JUAN PABLO II Y LA VIRGEN CORREDENTORA



SANTA MISA EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LA ALBORADA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Guayaquil, jueves 31 de enero de 1985


Señor arzobispo,
hermanos obispos,
autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

1. Con gozo me uno a vosotros para orar junto a la Madre común en este templo mariano. Con su reciente construcción la diócesis de Guayaquil y su arzobispo, a quien saludo con fraterno afecto, han querido dejar a la posteridad un recuerdo visible del nacimiento de la Virgen María.
Habéis elegido para este santuario el sugestivo título de Nuestra Señora de la Alborada, que nos habla con gran belleza simbólica de la primera luz que anuncia el día. María es, en efecto, la luz que anuncia la proximidad del Sol a punto de nacer, que es Cristo. Donde está María, aparecerá pronto Jesús. Con su presencia luminosa y resplandeciente, la Virgen Santísima inunda de luz que despierta la fe, dispone la esperanza y enciende la caridad. Por su parte, Ella es sólo y nada menos que un reflejo de Jesucristo, «Oriente, esplendor de la luz eterna y sol de justicia (Liturgia Horarum, «Ant. ad Magníficat», die 21 dec.) como la alborada, sin el sol dejaría de ser lo que es.
El Papa Pablo VI nos enseña, queridos hermanos y hermanas, que «en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El» (Marialis Cultus, 25). María es la primera criatura iluminada; iluminada antes incluso de la aparición visible del Sol. Porque María procede del sol de santidad: «Quién es ésta que avanza cual aurora, bella como la luna, distinguida como el sol?» (Cant. 6, 10). No es otra sino la gran señal que apareció en el cielo: «Una mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza» (Αpοc. 12, 1).
2. En los albores de nuestra esperanza se insinúa ya la figura de María Santísima: «Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, entre su linaje y el tuyo: él te aplastará la cabeza» (Gen. 3, 15). Ya desde esas palabras queda de manifiesto la intención divina de elegir a la mujer como aliada en la lucha contra el pecado y sus consecuencias. En efecto, según esa profecía, una mujer señalada estaba destinada a ser el instrumento especialísimo de Dios para luchar contra el demonio. Sería la madre del que aplastaría la cabeza del enemigo. Pero el descendiente de la mujer, que realizará la profecía, no es un simple hombre: es plenamente hombre, sí, gracias a la mujer de la que es hijo; pero es también, a la vez, verdadero Dios. «Sin intervención de varón y por obra del Espíritu Santo» (Lumen Gentium, 63), María ha dado la naturaleza humana al Hijo eterno del Padre, que se hace así nuestro hermano.
Hacia Ella camina toda la historia de la Antigua Alianza. Ella es la perfecta realización del resto santo de Israel: de aquellos «pobres de Yaνé» que son herederos de las promesas mesiánicas y portadores de la esperanza del Pueblo de Dios. El «pobre de Yavé» es el que se adhiere con todo el corazón al Señor, obedeciendo su ley. Pero María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor que confiadamente esperan y reciben de El la salvación. Finalmente, con Ella misma, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos» (Ibid. 55). En María se sublima la vida de los justos del Antiguo Testamento.
3. María es, hermanos obispos y fieles todos, la criatura que recibe de manera primordial los rayos de la luz redentora: «Efectivamente, la preservación de María del pecado original, desde el primer instante de su ser, representa el primero y radical efecto de la obra redentora de Cristo y vincula a la Virgen, con un lazo íntimo e indisoluble, a la encarnación del Hijo, que, antes de nacer de Ella, la redime del modo más sublime» (Ángelus, 8 de diciembre de 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 2 (1983) 1269).
Su Concepción Inmaculada hace de María el signo precursor de la humanidad redimida por Cristo, al ser preservada del pecado original que afecta a todos los hombres desde su primer instante, y que deja en el corazón la tendencia a la rebelión contra Dios. La Concepción Inmaculada de María significa, pues, que Ella es la primera redimida, alborada de la Redención, y que para el resto de los hombres redención será tanto como liberación del pecado.
4. Pero María, mis amados hermanos y hermanas, no es aurora de nuestra redención a modo de instrumento inerte, pasivo. En el alba de nuestra salvación resuena su respuesta libre, su fiat, su sí incondicional a la cooperación que Dios esperaba de Ella, como espera también la nuestra.
La iniciativa salvadora es ciertamente de la Trinidad Santísima. La virginidad perpetua de María ― fielmente correspondida por San José, su virginal esposo ― expresa esa prioridad de Dios: Cristo, como hombre, será concebido sin concurso de varón. Pero esa misma virginidad que perdurará en el parto y después del parto, es también expresión de la absoluta disponibilidad de María a los planes de Dios.
Su respuesta marcó un momento decisivo en la historia de la humanidad. Por eso los cristianos se complacen en repetirla en el rezo diario del Ángelus y tratan de asimilar la disposición de ánimo que inspiró esas palabras: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Luc. 1, 38).
El gozoso «fiat» de María testimonia su libertad interior, su confianza y serenidad. No sabía cómo se realizarían en concreto los planes del Señor. Pero lejos de temer y angustiarse, aparece soberanamente libre y disponible. Su «» a la Anunciación significó tanto la aceptación de la maternidad que se le proponía, como el compromiso de María en el misterio de la Redención. Esta fue obra de su Hijo. Pero la participación de María fue real y efectiva. Al dar su consentimiento al mensaje del ángel, María aceptó colaborar en toda la obra de la reconciliación de la humanidad con Dios. Actúa conscientemente y sin poner condiciones. Se muestra dispuesta al servicio que Dios le pide.
Queridos hermanos y hermanas: en María tenemos el modelo y guía para nuestro camino. Sé que está aquí presente un numeroso grupo de jóvenes que quiere vivir generosamente su vida cristiana. A vosotros, jóvenes de Guayaquil, os aliento a mantener, como María, una actitud de apertura total a Dios. Mantened, como Ella, vuestra mirada fija en el Dios santo que está siempre misteriosamente cerca de vosotros. Contemplando a ese Dios próximo, a Cristo que pasa junto a vosotros tantas veces, aprended a decir: «Hágase en mí según tu palabra». Y aprended a decirlo de modo pleno, como María: sin reservas, sin temor a los compromisos definitivos e irrevocables. Con esa actitud de disponibilidad cristiana —aunque cueste— que señalaba ayer en Quito a los jóvenes del Ecuador, y por tanto también a vosotros.
5. María nos precede y acompaña. El silencioso itinerario que inicia con su Concepción Inmaculada y pasa por el sí de Nazaret que la hace Madre de Dios, encuentra en el Calvario un momento particularmente señalado. También allí, aceptando y asistiendo al sacrificio de su Hijo, es María aurora de la Redención; y allí nos la entregará su Hijo como Madre. «La Madre miraba con ojos de piedad las llagas del Hijo, de quien sabía que había de venir la redención del mundo» (S. Αmbrosio, De institutione virginis, 49). Crucificada espiritualmente con el Hijo crucificado (Cf.. Gel. 2, 20), contemplaba con caridad heroica la muerte de su Dios, «consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado» (Lumen Gentium, 58). Cumple la voluntad del Padre en favor nuestro y nos acoge a todos como a hijos, en virtud del testamento de Cristo: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Io. 19, 26).
«He ahí a tu Madre», dijo Jesús a San Juan: «y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Ibíd.. 19, 27). El discípulo predilecto acogió a la Virgen Madre como su luz, su tesoro, su bien, como el don más querido heredado del Señor en el momento de su muerte. El don de la Madre era el último don que El concedía a la humanidad antes de consumar su Sacrificio. El don hecho a nosotros.
Pero la maternidad de María no es sólo individual. Tiene un valor colectivo que se manifiesta en el título de Madre de la Iglesia. Efectivamente, en el Calvario Ella se unió al sacrificio del Hijo que tendía a la formación de la Iglesia; su corazón materno compartió hasta el fondo la voluntad de Cristo de «reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Ibid. 11, 52). Habiendo sufrido por la Iglesia, María mereció convertirse en la Madre de todos los discípulos de su Hijo, la Madre de su unidad. Por eso, el Concilio afirma que «la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la venera, como a Madre amantísima, con afecto de piedad filial» (Lumen Gentium, 53). ¡Madre de la Iglesia! ¡Madre de todos nosotros!
6. Los evangelios no nos hablan de una aparición de Jesús resucitado a María. De todos modos, como Ella estuvo de manera especialmente cercana a la cruz del Hijo, hubo de tener también una experiencia privilegiada de su resurrección. Efectivamente, el papel corredentor de María no cesó con la glorificación del Hijo.
Pentecostés nos habla de la presencia de María en la Iglesia naciente: presencia orante en la Iglesia apostólica y en la Iglesia de todo tiempo. Siendo la primera la aurora ― entre los fieles, porque es la Madre, sostiene la oración común.
Como ya advertían los Padres de la Iglesia, esta presencia de la Virgen es significativa: «No se puede hablar de la Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de éste» (S. Cromacio de Aquilea, Sermo XXX, 7: S. CH. 164, p. 134; Pablo VI Marialis Cultus, 28).
Por eso, como recordaba hace casi dos años en este mismo continente, «desde los albores de la fe y en cada etapa de la predicación del Evangelio, en el nacimiento de cada Iglesia particular, la Virgen ocupa el puesto que le corresponde como Madre de los imitadores de Jesús que constituyen la Iglesia» (Homilía en el Santuario mariano de Nuestra Señora de Suyapa, n. 2, 8 de marzo de 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 1 (1983) 649). Sí, María está presente en nuestro camino.
7. María sigue siendo nuestra alborada, nuestra primicia, nuestra esperanza. Durante su vida terrena, fue signo y anticipo de los bienes futuros; ahora, glorificada junto a Cristo Señor, es imagen y cumplimiento del reino de Dios. A él nos llama, en él nos espera.
Ha sido la primera en seguir a Cristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Cf.. Col. 1, 18). Elevada en cuerpo y alma al cielo, es la primera en heredar plenamente la gloría. Y esa glorificación de María es la confirmación de las esperanzas de cada miembro de la Iglesia: «Con El (con Cristo) nos ha resucitado y nos ha sentado en el cielo con El» (Eph. 2, 6). La Asunción de María a los cielos manifiesta el futuro definitivo que Cristo ha preparado a nosotros los redimidos.
8. Por otra parte, mis queridos hermanos y hermanas, María gloriosa en el cielo sigue cumpliendo su función maternal. Sigue siendo la Madre de Cristo y la Madre nuestra, de toda la Iglesia, que tiene en María el prototipo de su maternidad.
María y la Iglesia son templos vivientes, santuarios e instrumentos por medio de los cuales se manifiesta el Espíritu Santo. Engendran de manera virginal al mismo Salvador: María lleva la vida en su seno y la engendra virginalmente; la Iglesia da la vida en el agua bautismal, en los Sacramentos y en el anuncio de la fe, engendrándola en el corazón de los fieles.
La Iglesia cree que la Santísima Virgen, asunta al cielo, está junto a Cristo, vivo siempre para interceder por nosotros (Cf.. Hebr. 7, 25), y que a la mediación divina del Hijo se une la incesante súplica de la Madre en favor de los hombres, sus hijos.
María es aurora y la aurora anuncia indefectiblemente la llegada del sol. Por eso os aliento, hermanos y hermanas todos ecuatorianos, a venerar con profundo amor y acudir a la Madre de Cristo y de la Iglesia, la «Omnipotencia suplicante» (Omnipotentia supplex), para que nos lleve cada vez más a Cristo, su Hijo y nuestro Mediador.
9. A Ella encomiendo ahora vuestras personas e intenciones y las de cada hijo del Ecuador.
Le encomiendo la protección sobre vuestras familias. Sobre los niños que se gestan en el seno materno. Sobre las criaturas que abren sus ojos a este mundo.
Le encomiendo las ilusiones de vuestros jóvenes: ilusiones que, si toman por modelo la generosidad de la Santísima Virgen, serán una gozosa realidad de servicio a Dios y a la humanidad.
Le encomiendo el trabajo de vuestras manos y de vuestras inteligencias.
Le encomiendo el sereno atardecer de vuestros ancianos y enfermos. Que sea para todos Alborada de Dios, la presencia maternal de Santa María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa del Espíritu Santo. Amén.

MARÍA CORREDENTORA; ¡ESA ES LA FE DE LA IGLESIA!



El misterio que rodea a la Santísima Virgen María como “Corredentora del linaje humano” es doctrina común y patrimonio de la fe católica por la que los Papas contemporáneos se han pronunciado bajo ese mismo título, además de que ha sido ampliamente explicada y definida por ilustres teólogos de la más alta respetabilidad dentro de la Iglesia. El Concilio Vaticano Segundo no se equivocó al enseñar la doctrina de la corredención mariana en Lumen Gentium 58, afirmando que: “Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado”. El Santo Padre Juan Pablo II aplicó este mismo párrafo sobre la corredención mariana del Concilio, como tema principal de su Encíclica mariana Redemptoris Mater en 1987, y que con justa razón llama “Madre del Redentor.”
 Es de todos sabido que el Santo Padre ha usado repetidamente el título de “Corredentora” y “Corredentora del linaje humano,” en varios de sus discursos y homilías dirigidas al Pueblo de Dios a lo largo de su papado. El Dr. Mark Miravalle, mariólogo de la Universidad Franciscana de Steubenville, ha realizado enormes esfuerzos académicos con el fin de proporcionarnos una impecable y bien documentada historia o “relato” de la Santísima Virgen Corredentora, aunque en un formato conciso. Por esta razón, “Con Jesús” es una obra intelectual al alcance de cualquier lector contemporáneo que busque sinceramente examinar, a la luz de las Escrituras, la Tradición y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, esta doctrina católica. Además, “Con Jesús” es una obra de amor inspirada y salida del corazón, en la que el autor ha querido expresar sus sentimientos hacia su Madre, la Corredentora, sin menoscabo de la objetividad de este excepcional y bien documentado estudio teológico e histórico. Y es que realmente ¿cómo podría algún fiel católico dudar de este título tan apropiado de Corredentora para Nuestra Santísima Madre, cuando a lo largo de la historia de la Iglesia una letanía de papas, santos, beatos, místicos, doctores de la Iglesia y teólogos del Concilio se han pronunciado a favor, incluyendo al Papa Juan Pablo II cuyos pronunciamientos se incluyen en la presente obra? El título no constituye ninguna amenaza a la primacía del Redentor, pues ya el mismo San Pablo hace un llamado a los cristianos para que sean “colaboradores” de Dios (1Cor.3,9), por lo que todos estamos llamados a participar en la obra de la redención y nuestro más excelso e inmaculado ejemplo lo tenemos en Nuestra Señora Corredentora. ¿Cuándo definirá el Santo Padre esta doctrina de Corredentora? es sólo cuestión de tiempo. La doctrina a lo largo de la historia del catolicismo ha pasado por un consistente proceso de desarrollo, que eventualmente deberá fructificar de manera perfecta llevándola a un nivel de dogma católico, y la proclamación del Papa conducirá a que la Iglesia, tanto interna como externamente y fuera de los confines visibles, pueda tener una mejor comprensión de esta doctrina mariológica. La corredención mariana, constante en las enseñanzas de los ilustres Padres y Doctores de la Iglesia, también está contenida en la poderosa oración del Santo Rosario, especialmente en los misterios de la anunciación, la presentación y la crucifixión, mismos que son meditados y ampliamente aceptados por el sensus fidelium. Las controversias en torno a su definición dogmática son resultado natural de cualquier persona estudiosa de la historia de los dogmas marianos, y para ello baste recordar el dogma de la Madre de Dios durante el Concilio de Éfeso en el año 431, y el de la Concepción Inmaculada en 1854. Por lo que, de las tormentas surgidas por los debates teológicos, se formará finalmente el arcoiris que lleve a su definición y que, habiendo sido purificado en la tormenta, dé como resultado un dogma de fe mariano más claro, preciso y cuidadosamente esculpido. Ruego a Dios que este trayecto que estás a punto de iniciar “Con Jesús,” resulte en una lectura llena de gozo que logre encender tu corazón y mente -y la de muchos más- para que tu amor por la Virgen Madre, quien sin duda permitió que su alma fuera traspasada por ti (Lc. 2,35), se vaya incrementando cada vez más. Asimismo, ruego a Dios que esta pequeña obra se recomiende ampliamente a los amigos y familiares que aún no han llegan a “contemplar a su Madre” (Jn. 19,27). Pero ante todo, pido que te unas en oración, especialmente con la oración del Santo Rosario, para que la proclamación dogmática del Papa a la verdadera corredención de Nuestra Señora con Jesús, se logre en un futuro no muy lejano. 
Cardenal Edouard Gagnon, P.S.S. (+)
Presidente Emérito, Cosejo Pontificio para la Familia 
Presidente Emérito, Comité Pontificio de Congresos Eucarísticos Internacionales