La Devoción al Sagrado
Corazón de Jesús es la principal devoción cristiana porque en ella se contiene
el compendio de toda la religión, a saber el amor a Dios por encima de todas
las cosas y el amor al prójimo como a uno mismo por amor a Dios. Es la norma de
vida más perfecta, porque al contemplar el Corazón de Jesús aprendemos de Él el
verdadero comportamiento que ha de tener y practicar un cristiano.
“Vosotros me llamáis el
Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy”. Los cristianos no tenemos
otro Maestro por el que debamos guiarnos y de quien debamos aprender que el
Sagrado Corazón de Jesús. Y no tenemos otro Señor por el que debamos dejarnos
gobernar más que Nuestro Señor Jesucristo.
San Juan Pablo II, al que
todos recordamos, enseñaba que “el hombre del año 2000 tiene necesidad del
Corazón de Cristo para conocer a Dios y para conocerse a sí mismo; tiene
necesidad de Él para construir la civilización del Amor”.
Realmente están
equivocados todos aquellos que puedan pensar que la Devoción al Corazón de
Cristo es algo pasado de moda, trasnochado, propio de tiempos pasados. Y están
errados porque la devoción al Corazón de Jesús no es sólo la principal devoción
cristiana, sino que es la Devoción cristiana por excelencia.
¿Qué significa tener
devoción?: significa tener la voluntad de entregarse al servicio de Dios. ¿Y
quién es el Sagrado Corazón de Jesús sino Dios mismo, la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad que se encarnó en el seno virginal de Santa María y se hizo
hombre para redimirnos del pecado y para salvarnos de la muerte eterna.
Tener devoción al Corazón
de Jesús significa, pues, tener la firme decisión de entregarse a su amor y a
su servicio. Por ello ser cristiano implica y requiere tener una devoción
profundísima al Corazón del Redentor.
Nos decimos personas
religiosas, pero ¿somos conscientes de lo que significa la verdadera religión?
“La verdadera religión consiste en entrar en sintonía con el Corazón de Cristo,
“rico en misericordia”.
No seremos verdaderamente
cristianos y por lo tanto no seremos personas auténticamente religiosas si no
perseguimos como ideal de nuestra vida el llegar a tener en nosotros los mismos
sentimientos del Corazón de Cristo Jesús.
¿Cuáles eran esos
sentimientos? Dos, fundamentalmente: buscar la gloria del Padre y procurar la
salvación del género de humano.
Así, también nosotros,
hemos de buscar el glorificar a Dios con toda nuestra vida: abriéndonos a su
amor, correspondiendo a la inmensidad de su amor, ajustando nuestra vida a sus
mandamientos y a sus enseñanzas.
En definitiva, se trata de
“ofrecernos a nosotros mismos, cada día, junto con Cristo, como hostia viva,
santa y grata a Dios”, haciendo de nuestro ser y de nuestro obrar un culto
espiritual agradable a Dios.
Y así, también nosotros,
al igual que el Corazón de Jesús debemos sentir un celo profundo e inquietante
por la salvación de todos los hombres. A esa salvación podemos contribuir dando
testimonio de nuestra fe con obras y cuando sea necesario también con palabras.
Orando y sacrificándonos por la conversión de los pobres pecadores y por la
salvación de los fieles difuntos. Ofreciendo a Dios por las manos de María y en
unión con Jesús inmolado en el Altar nuestros trabajos de cada día, nuestros
sufrimientos y nuestras penas.
El ideal del cristiano no
es otro que alcanzar la meta de la que nos habla el Apóstol San Pablo: “Vivo
yo, más no soy yo, sino que es Cristo quien vive en Mí”.
Hemos de alcanzar ese
grado de unión y de identificación con el Corazón de Jesús. Es esto mismo lo
que le pedimos cuando rezamos: “Sagrado Corazón de Jesús, haced mi Corazón
semejante al vuestro”
¿Comprendemos ahora la
necesidad de ser devotos del Corazón de Jesús? ¿La necesidad de aprender de Él,
de su vida y de sus enseñanzas?
¿Comprendemos la necesidad
de vivir lo más íntimamente posible unidos a Él mediante una vida de oración,
una vida eucarística y una frecuente práctica del sacramento de la Penitencia?
Sólo así, podrá Jesús ir purificando y transformando nuestros pobres corazones
para hacerlos semejantes al suyo. Amén.
Manuel María de Jesús