EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE HUMILDAD
La humildad, dice san Bernardo, es el
fundamento y guardián de todas las virtudes. Y con razón, porque sin humildad
no es posible ninguna virtud en el alma. Todas las virtudes se esfuman si
desaparece la humildad. Por el contrario, decía san Francisco de Sales, como
refiere santa Juana de Chantal, Dios es tan amigo de la humildad que acude
enseguida allí donde la ve. En el mundo era desconocida tan hermosa y necesaria
virtud, pero vino el mismo Hijo de Dios a la tierra para enseñarla con su
ejemplo y quiso que especialmente le imitáramos en esa virtud: "Aprended
de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11,29). María, siendo la
primera y más perfecta discípula de Jesucristo en todas las virtudes, también
lo fue en esta virtud de la humildad, gracias a la cual mereció ser exaltada
sobre todas las criaturas. Se le reveló a santa Matilde que la primera virtud
en que se ejercitó de modo particular la bienaventurada Madre de Dios, desde el
principio, fue la humildad.
El primer acto de humildad de un corazón
es tener bajo concepto de sí. María se veía tan pequeña, como se lo manifestó a
la misma santa Matilde, que si bien conocía que estaba enriquecida de gracias
más que los demás, no se ensalzaba sobre ninguno. No es que la Virgen se
considerase pecadora, porque la humildad es andar con verdad, como dice santa
Teresa, y María sabía que jamás había ofendido a Dios. Tampoco dejaba de
reconocer que había recibido de Dios mayores gracias que todas las demás
criaturas porque un corazón humilde reconoce, agradecido, los favores
especiales del Señor para humillarse más; pero la Madre de Dios, con la
infinita grandeza y bondad de su Dios, percibía mejor su pequeñez. Por eso se
humillaba más que todos y podía decir con la sagrada Esposa: "No os fijéis
en que estoy morena, es que el sol me ha quemado" (Ct 1,6). Comenta san
Bernardo: Al acercarme a él, me encuentro morena. Sí, porque comenta san
Bernardino: La Virgen tenía siempre ante sus ojos la divina majestad y su nada.
Como la mendiga que al encontrarse vestida lujosamente con el vestido que le
dio la señora no se ensoberbece, sino que más se humilla ante su bienhechora al
recordar más aún su pobreza, así María, cuanto más se veía enriquecida más se
humillaba recordando que todo era don de Dios. Dice san Bernardino que no hubo
criatura en el mundo más exaltada que María porque no hubo criatura que más se
humillase que María. Como ninguna cristiana, después del Hijo de Dios, fue
elevada tanto en gracias y santidad, así ninguna descendió tanto al abismo de
su humildad.
El humilde desvía las alabanzas que se le
hacen y las refiere todas a Dios. María se turba al oír las alabanzas de san
Gabriel. Y cuando Isabel le dice: "Bendita tú entre las mujeres... ¿Y de
dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a visitarme? Feliz la que ha creído
que se cumplirían todas las cosas que le fueron dichas de parte de Dios"
(Lc 1,42-45). María, atribuyéndolo todo a Dios, le responde con el humilde
cántico: "Mi alma engrandece al Señor". Como si dijera: Isabel, tú me
alabas porque he creído, y yo alabo a mi Dios porque ha querido exaltarme del
fondo de mi nada, "porque miró la humildad de su esclava". Dijo María
a santa Brígida: ¿Por qué me humillé tanto y merecí tanta gracia sino porque
supe que no era nada y nada tenía como propio? Por eso no quise mi alabanza
sino la de mi bienhechor y mi creador. Hablando de la humildad de María dice
san Agustín: De veras bienaventurada humildad que dio a luz a Dios hecho
hombre, nos abrió el paraíso y libró a las almas de los infiernos.
Es propio de los humildes el servicio.
María se fue a servir a Isabel durante tres meses; a lo que comenta san
Bernardo: Se admiró Isabel de que llegara María a visitarla, pero mucho más se
admiraría al ver que no llegó para ser servida, sino para servirla.
Los humildes viven retirados y se
esconden en el sitio peor; por eso María, reflexiona san Bernardo, cuando el
Hijo estaba predicando en aquella casa, como refiere san Mateo en el capítulo
12, y ella quería hablarle, no quiso entrar sin más. Se quedó fuera, comenta
san Bernardo, y no interrumpió el sermón con su autoridad de madre ni entró en
la casa donde hablaba el Hijo. Por eso también, estando ella con los discípulos
en el Cenáculo se puso en el último lugar, que después de los demás la nombra
san Lucas cuando escribe: "Perseveraban todos unánimes en la oración, con
las mujeres y la Madre de Jesús" (Hch 1,14). No es que san Lucas desconociera
los méritos de la Madre de Dios conforme a los cuales debiera haberla nombrado
en primer lugar, sino porque ella se había puesto después de los apóstoles y
las demás mujeres, y así los nombra san Lucas conforme estaban colocados en
aquel lugar. Por lo que escribe san Bernardo: Con razón la última llega a
ocupar el primer lugar, porque siendo María la primera de todas, se había
colocado la última.
Los humildes, en fin, no se ofenden al
ser menospreciados. Por eso no se lee que María estuviera al lado de su Hijo en
Jerusalén cuando entró con tantos honores y entre palmas y vítores; pero, por
el contrario, cuando su Hijo moría, estuvo presente en el Calvario a la vista
de todos, sin importarle la deshonra, ante la plebe, de darse a conocer como la
madre del condenado que moría como criminal con muerte infamante. Le dijo a
santa Brígida: ¿Qué cosa más humillante que ser llamada loca, hallarse falta de
todo y verse tratada como lo más despreciable? Esta fue mi humildad, éste mi
gozo, éste todo mi deseo, porque no pensaba más que en agradar al Hijo mío.
Le fue dado a entender a sor Paula de
Foligno lo grande que fue la humildad de la santísima Virgen; y queriendo
explicarlo al confesor, no sabía decir más que esto, llena de estupor: ¡La
humildad de nuestra Señora! Oh Padre, ¡la humildad de nuestra Señora! No hay en
el mundo ni un grado de humildad si se compara con la humildad de María. El
Señor hizo ver a santa Brígida dos señoras. La una era todo fausto y vanidad:
Esta, le dijo, es la soberbia; y ésta otra que ves con la cabeza inclinada,
obsequiosa con todos y sólo pensando en Dios y estimándose en nada, ésta es la
humildad, y se llama María. Con esto quiso Dios manifestar que su santa Madre
es tan humilde que es la misma humildad.
No hay duda, como dice san Gregorio
Niseno, de que para nuestra naturaleza caída no hay virtud que tal vez le
resulte más difícil de practicar que la de la humildad. Pero la única manera de
ser verdaderos hijos de María es siendo humildes. Dice san Bernardo: Si no
puedes imitar la virginidad de la humilde, imita la humildad de la virgen. Ella
siente aversión a los soberbios y llama hacia sí a los humildes. "El que
sea pequeño que venga a mí" (Pr 9,4). Dice Ricardo de San Lorenzo: María
nos protege bajo el manto de su humildad. La Virgen le dijo a santa Brígida:
Hija mía, ven y escóndete bajo mi manto; este manto es mi humildad. Y le
explicó que la consideración de su humildad es como un manto que da calor; y
como el manto no da calor si no se lleva puesto, así se ha de llevar este
manto, no sólo con el pensamiento, sino con las obras. De manera que mi
humildad no aprovecha sino al que trata de imitarla. Por eso, hija mía, vístete
con esta humildad. Cuán queridas son para María las almas humildes. Escribe san
Bernardo: La Virgen conoce y ama a los que la aman, y está cerca de los que la
invocan; sobre todo a los que ve semejantes a ella en la castidad y en la
humildad. Por lo cual el santo exhorta a los que aman a María a que sean
humildes: Esforzaos por practicar esta virtud si amáis a María. El P. Martín
Alberto, jesuita, por amor a la Virgen solía barrer la casa y recoger la
basura. Y como refiere el P. Nieremberg, se le apareció la Virgen y,
agradeciéndole, le dijo: Cómo me agrada esta obra realizada por amor mío.
Reina mía, no podré ser tu verdadero hijo
si no soy humilde. ¿No ves que mis pecados, al hacerme ingrato a mi Señor me
han hecho a la vez soberbio? Remédialo tú, Madre mía. Por los méritos de tu
humildad alcánzame la gracia de ser humilde para que así pueda ser hijo tuyo
verdadero.
EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE AMOR A DIOS
Dice san Anselmo: Donde hay mayor pureza,
allí hay más amor. Cuanto más puro es un corazón y más vacío de sí mismo, tanto
más estará lleno de amor a Dios. María santísima, porque fue humilde y vacía de
sí misma, por lo mismo estuvo llena del divino amor, de modo que progresó en
ese amor a Dios más que todos los hombres y todos los ángeles juntos. Como
escribe san Bernardino, supera a todas las criaturas en el amor hacia su Hijo.
Por eso san Francisco de Sales la llamó con razón la reina del amor.
El Señor ha dado al hombre el mandamiento
de amarlo con todo el corazón: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón" (Mt 22,37). Este mandamiento no lo cumplirán perfectamente los
hombres en la tierra, sino en el cielo. Y sobre esto reflexiona san Alberto
Magno que sería impropio de Dios dar un mandamiento que nadie pudiera cumplir
perfectamente. Pero gracias a la Madre de Dios este mandamiento se ha cumplido
perfectamente. Estas son sus palabras: O alguno cumple este mandamiento o
ninguno. Pero si alguno lo ha cumplido, ésa ha sido la santísima Virgen. Esto
lo confirma Ricardo de San Víctor diciendo: La Madre de nuestro Emmanuel fue
perfecta en todas sus virtudes. ¿Quién como ella cumplió jamás el mandamiento
que dice: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón? El amor divino fue tan
poderoso en ella que no tuvo imperfección alguna. El amor divino, dice san
Bernardo, de tal manera hirió y traspasó el alma de María que no quedó en ella
nada que no tuviera la herida del amor, de modo que cumplió sin defecto alguno
este mandamiento. María podía muy bien decir: Mi amado se me ha entregado a mí
y yo soy toda para mi amado. "Mi amado para mí y yo para mi amado"
(Ct 2,16). Hasta los mismos serafines, dice Ricardo, podían bajar del cielo
para aprender en el corazón de María cómo amar a Dios.
Dios, que es amor (1Jn 4,8), vino a la
tierra para inflamar a todos en el divino amor. Pero ningún corazón quedó tan
inflamado como el de su Madre, que siendo del todo puro y libre de afectos
terrenales estaba perfectamente preparado para arder en este fuego
bienaventurado. Así dice san Jerónimo: Estaba del todo incendiada con el divino
amor, de modo que nada mundano estorbaba el divino afecto, sino que todo era un
ardor continuo y un éxtasis en el piélago del amor. El corazón de María era
todo fuego y todo llamas, como se lee en los Sagrados cantares: "Dardos de
fuego son sus saetas, una llama de Yavé" (Ct 8,6). Fuego que ardía desde
dentro, como explica san Anselmo, y llamas hacia fuera iluminando a todos con
el ejercicio de todas las virtudes. Cuando María llevaba a su Jesús en brazos
podía decirse que era un fuego llevando a otro fuego. Porque como dice san
Ildefonso, el Espíritu Santo inflamó del todo a María como el fuego al hierro,
de manera que en ella sólo se veía la llama del Espíritu Santo, y por tanto
sólo se advertían en ella las llamas del divino amor. Dice santo Tomás de
Villanueva que fue símbolo del corazón de la Virgen la zarza sin consumirse que
vio Moisés. Por eso, dice san Bernardo, fue vista por san Juan vestida de sol.
"Apareció una gran señal en el cielo: una mujer vestida del sol" (Ap
12,1). Tan unida estuvo a Dios por el amor, dice el santo, que no es posible lo
esté más ninguna otra criatura.
Por esto, asegura san Bernardino, la
santísima Virgen no se vio jamás tentada del infierno, porque así como las
moscas huyen de un gran incendio, así del corazón de María, todo hecho llamas
de caridad, se alejaban los demonios sin atreverse jamás a acercarse a ella.
Dice Ricardo de modo semejante: La Virgen fue terrible para los príncipes de
las tinieblas, de modo que ni pretendieron aproximarse a ella para tentarla,
pues les aterraban las llamas de su caridad. Reveló la Virgen a santa Brígida
que en este mundo no tuvo otro pensamiento ni otro deseo ni otro gozo más que a
Dios. Escribe el P. Suárez: Los actos de amor que hizo la bienaventurada Virgen
en esta vida fueron innumerables, pues pasó la vida en contemplación
reiterándolos constantemente. Pero me agrada más lo que dice san Bernardino de
Bustos, y es que María no es que repitiera constantemente los actos de amor,
como hacen los otros santos, sino que por singular privilegio amaba a Dios con
un continuado acto de amor. Como águila real, estaba siempre con los ojos
puestos en el divino sol, de manera tal, dice san Pedro Damiano, que las
actividades de la vida no le impedían el amor, ni el amor le obstaculizaba las
actividades. Así es que María estuvo figurada en el altar de la propiciación en
el que nunca se apagaba el fuego ni de noche ni de día.
Ni aun el sueño impedía a María amar a
Dios. Y si semejante privilegio se concedió a nuestros primeros padres en el
estado de inocencia, como afirma san Agustín, diciendo que tan felices eran
cuando dormían como cuando estaban despiertos, no puede negarse que semejante
privilegio lo tuvo también la Madre de Dios, como lo reconocen entre otros san
Bernardino y san Ambrosio, que dejó escrito hablando de María: Cuando
descansaba su cuerpo, estaba vigilante su alma, verificándose en ella lo que dice
el Sabio: "No se apaga por la noche su lámpara" (Pr 31,18).
Y así es, porque mientras su cuerpo
sagrado tomaba el necesario descanso, su alma, dice san Bernardino, libremente
tendía hacia Dios, y así era más perfecta contemplativa de lo que hayan sido los
demás cuando estaban despiertos. De modo que bien podía decir con la Esposa:
"Yo dormía, pero mi corazón velaba" (Ct 5,2). Era, como dice Suárez,
tan feliz durmiendo como velando. En suma, afirma san Bernardino, que María,
mientras vivió en la tierra, constantemente estuvo amando a Dios. Y dice que
ella no hizo sino lo que la divina sabiduría le mostró que era lo más agradable
a Dios, y que lo amó tanto cuanto entendió que debía ser amado por ella. De
manera que, habla san Alberto Magno, bien pudo decirse que María estuvo tan
llena de santa caridad que es imposible imaginar nada mejor en esta tierra.
Creemos, sin miedo a ser desmentidos, que la santísima Virgen, por la
concepción del Hijo de Dios recibió tal infusión de caridad cuanto podía
recibir una criatura en la tierra. Por lo que dice santo Tomás de Villanueva
que la Virgen con su ardiente caridad fue tan bella y de tal manera enamoró a
su Dios, que él, prendado de su amor, bajó a su seno para hacerse hombre. Esta
Virgen con su hermosura atrajo a Dios desde el cielo y prendido por su amor
quedó atado con los lazos de nuestra humanidad. Por esto exclama san
Bernardino: He aquí una doncella que con su virtud ha herido y robado el
corazón de Dios.
Y porque la Virgen ama tanto a su Dios,
por eso lo que más pide a sus devotos es que lo amen cuanto puedan. Así se lo
dijo a la beata Angela de Foligno: Angela, bendita seas por mi Hijo; procura
amarlo cuanto puedas. Y a santa Brígida le dijo: Si quieres estar unida a mí,
ama a mi Hijo. Nada desea María como ver amado a su amado que es el mismo Dios.
Pregunta Novarino: ¿Por qué la santísima Virgen suplicaba a los ángeles con la
Esposa de los Cantares que hicieran conocer a su Señor el gran amor que le
tenía al decir: "Yo os conjuro, hijas de Jerusalén; si encontráis a mi
amado, ¿qué le habéis de anunciar? Que enferma estoy de amor" (Ct 5,8).
¿Es que no sabía Cristo cuánto la amaba? ¿Por qué le muestra la herida al amado
que se la hizo? Responde el autor citado que con esto la Madre de Dios quiso
mostrar su amor, no a Dios, sino a nosotros, para que así como ella estaba
herida, pudiera herirnos a nosotros con el amor divino. Para herir la que
estaba herida. Y porque ella fue del todo llamarada de amor a Dios, por eso a
todos los que la aman y se le acercan María los inflama y los hace semejantes a
ella. Santa Catalina de Siena la llamaba la portadora del fuego del divino
amor. Si queremos también nosotros arder en esta divina llama, procuremos
acudir siempre a nuestra Madre con las plegarias y con los afectos.
María, reina del amor, eres la más
amable, la más amada y la más amante de todas las criaturas - como te decía san
Francisco de Sales - Madre mía, tú que ardes siempre y toda en amor a Dios,
dígnate hacerme partícipe, al menos, de una chispita de ese amor. Tú rogaste a
tu hijo por aquellos esposos a los que les faltaba el vino diciéndole: "No
tienen vino". ¿No rogarás por nosotros a los que nos falta el amor de
Dios, nosotros que tan obligados estamos a amarlo? Dile simplemente: "No
tienen amor", y alcánzanos ese amor. No te pido otra gracia más que ésta.
Oh Madre, por el amor que tienes a Jesús, ruega por nosotros. Amén.
EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE AMOR AL PRÓJIMO
El amor a Dios y al prójimo se contienen
en el mismo precepto. "Este mandato hemos recibido del Señor: que quien
ame a Dios ame también a su hermano" (1Jn 4,21). La razón es, como dice
santo Tomás, porque quien ama a Dios ama todas las cosas que son amadas por
Dios. Santa Catalina de Siena le decía un día a Dios: Señor, tu quieres que yo
ame al prójimo, y yo no sé amarte más que a ti. Y Dios al punto le respondió:
El que me ama, ama todas las cosas amadas por mí. Mas como no hubo ni habrá
quien haya amado a Dios como María, así no ha existido ni existirá quien ame al
prójimo más que María. El P. Cornelio a Lápide, comentando el pasaje que dice:
"Se ha hecho el rey Salomón un palanquín de madera en el Líbano" (Ct
3,9), dice que éste fue el seno de María, en el que habitando el Verbo
encarnado llenó a la Madre de caridad para que ayudase a quien a ella acude.
María, viviendo en la tierra, estuvo tan
llena de caridad que socorría las necesidades sin que se lo pidiesen, como hizo
precisamente en las bodas de Caná cuando pidió al Hijo el milagro del vino
exponiéndole la aflicción de aquella familia. "No tienen vino" (Jn
2,3). ¡Qué prisa se daba cuando se trataba de socorrer al prójimo! Cuando fue
para cumplir oficios de caridad a casa de Isabel, "se dirigió a la montaña
rápidamente" (Lc 1,39). No pudo demostrar de forma más grandiosa su
caridad que ofreciendo a su Hijo por nuestra salvación. Así dice san
Buenaventura: De tal manera amó María al mundo que le entregó a su Hijo
unigénito. Le dice san Anselmo: ¡Oh bendita entre las mujeres que vences a los
ángeles en pureza y superas a los santos en compasión! Y ahora que está en el
cielo, dice san Buenaventura, este amor de María no nos falta de ninguna
manera, sino que se ha acrecentado porque ahora ve mejor las miserias de los
hombres. Por lo que escribe el santo: Muy grande fue la misericordia de María
hacia los necesitados cuando estaba en el mundo, pero mucho mayor es ahora que
reina en el cielo. Dijo el ángel a santa Brígida que no hay quien pida gracias
y no las reciba por la caridad de la Virgen. ¡Pobres si María no rogara por
nosotros! Dijo Jesús a esa santa: Si no intervinieran las preces de mi Madre,
no habría esperanza de misericordia.
"Bienaventurado el hombre que me
escucha velando ante mi puerta cada día, guardando las jambas de mi
entrada" (Pr 8,34). Bienaventurado, dice María, el que escucha mis
enseñanzas y observa mi caridad para usarla después con los otros por imitarme.
Dice san Gregorio Nacianceno que no hay nada mejor para conquistar el afecto de
María que el tener caridad con nuestro prójimo. Por lo cual, como exhorta Dios:
"Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso"
(Lc 4,36), así ahora pareciera que María dice a todos sus hijos: "Sed
misericordiosos como vuestra Madre es misericordiosa". Y ciertamente que
conforme a la caridad que tengamos con nuestro prójimo, Dios y María la tendrán
con nosotros. "Dad y se os dará. Con la misma medida que midáis, se os
medirá a vosotros" (Lc 6,36). Decía san Metodio: "Dale al pobre y
recibe el paraíso". Porque, escribe el apóstol, la caridad con el prójimo
nos hace felices en esta vida y en la otra: "La piedad es provechosa para
todo, pues tiene la promesa de la vida para la presente y de la futura"
(1Tm 4,8). San Juan Crisóstomo, comentando aquellas palabras: "Quien se
compadece del pobre da prestado al Señor" (Pr 19,17), dice que quien
socorre a los necesitados hace que Dios se le convierta en deudor: Si has
prestado a Dios lo has convertido en tu deudor.
Madre de misericordia, tú que estás llena
de caridad para con todos, no te olvides de mis miserias. Tú ya lo sabes.
Encomiéndame al Dios que nada te niega. Obtenme la gracia de poderte imitar en
el santo amor, tanto para con Dios como para con el prójimo. Amén.
EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE FE
Así como la santísima Virgen es madre del
amor y de la esperanza, así también es madre de la fe. "Yo soy la madre
del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la santa esperanza"
(Ecclo 24,17). Y con razón, dice san Ireneo, porque el daño que hizo Eva con su
incredulidad, María lo reparó con su fe. Eva, afirma Tertuliano, por creer a la
serpiente contra lo que Dios le había dicho, trajo la muerte; pero nuestra
reina, creyendo a la palabra del ángel al anunciarle que ella, permaneciendo
virgen, se convertiría en madre del Señor, trajo al mundo la salvación.
Mientras que María, dice san Agustín, dando su consentimiento a la encarnación
del Verbo, por medio de su fe abrió a los hombres el paraíso. Ricardo, acerca
de las palabras de san Pablo: "El varón infiel es santificado por la mujer
fiel" (1Co 7,14), escribe: Esta es la mujer fiel por cuya fe se ha salvado
Adán, el varón infiel, y toda su posteridad. Por esta fe, dijo Isabel a la
Virgen: "Bienaventurada tú porque has creído, pues se cumplirán todas las
cosas que te ha dicho el Señor" (Lc 1,45). Y añade san Agustín: Más
bienaventurada es María recibiendo por la fe a Cristo, que concibiendo la carne
de Cristo.
Dice el P. Suárez que la Virgen tuvo más
fe que todos los hombres y todos los ángeles juntos. Veía a su hijo en el
establo de Belén y lo creía creador del mundo. Lo veía huyendo de Herodes y no
dejaba de creer que era el rey de reyes; lo vio nacer y lo creyó eterno; lo vio
pobre, necesitado de alimentos, y lo creyó señor del universo. Puesto sobre el
heno, lo creyó omnipotente. Observó que no hablaba y creyó que era la sabiduría
infinita; lo sentía llorar y creía que era el gozo del paraíso. Lo vio
finalmente morir en la cruz, vilipendiado, y aunque vacilara la fe de los
demás, María estuvo siempre firme en creer que era Dios. "Estaba junto a
la cruz de Jesús su madre" (Jn 19,25). San Antonino comenta estas palabras:
Estaba María sustentada por la fe, que conservó inquebrantable sobre la
divinidad de Cristo; que por eso, dice el santo, en el oficio de las tinieblas
se deja una sola vela encendida. San León a este propósito aplica a la Virgen
aquella sentencia: "No se apaga por la noche su lámpara" (Pr 31,18).
Y acerca de las palabras de Isaías: "Yo solo pisé el lagar. De mi pueblo
ninguno hubo conmigo" (Is 63,3), escribe santo Tomás: Dice
"ninguno" para excluir a la Virgen, en la que nunca desfalleció la
fe. En ese trance, dice san Alberto Magno, María ejercitó una fe del todo
excelente: Tuvo la fe en grado elevadísimo, sin fisura alguna, aun cuando
dudaban los discípulos.
Por eso María mereció por su gran fe ser
hecha la iluminadora de todos los fieles, como la llama san Metodio. Y san
Cirilo Alejandrino la aclama la reina de la verdadera fe: "Cetro de la fe
auténtica". La misma santa Iglesia, por el mérito de su fe atribuye a la
Virgen el poder ser la destructora de todas las herejías: Alégrate, virgen
María, porque tú sola destruiste todas las herejías en el universo mundo. Santo
Tomás de Villanueva, explicando las palabras del Espíritu Santo: "Me
robaste el corazón, hermana mía, novia; me robaste el corazón con una mirada
tuya" (Ct 4,9), dice que estos ojos fueron la fe de María por la que ella
tanto agradó a Dios.
San Ildefonso nos exhorta: lmitad la
señal de la fe de María. Pero ¿cómo hemos de imitar esta fe de María? La fe es
a la vez don y virtud. Es don de Dios en cuanto es una luz que Dios infunde en
el alma, y es virtud en cuanto al ejercicio que de ella hace el alma. Por lo
que la fe no sólo ha de servir como norma de lo que hay que creer, sino también
como norma de lo que hay que hacer. Por eso dice san Gregorio: Verdaderamente
cree quien ejercita con las obras lo que cree. Y san Agustín afirma: Dices
creo. Haz lo que dices, y eso es la fe. Esto es, tener una fe viva, vivir como
se cree. "Mi justo vive de la fe" (Hb 10,38). Así vivió la santísima
Virgen a diferencia de los que no viven conforme a lo que creen, cuya fe está
muerta como dice Santiago: "La fe sin obras está muerta" (St 2,26).
Diógenes andaba buscando por la tierra un
hombre. Dios, entre tantos fieles como hay, parece como si fuera buscando un
cristiano. Son pocos los que tienen obras de cristianos, porque muchos sólo
conservan de cristianos el nombre. A éstos debiera decirse lo que Alejandro a
un soldado cobarde que también se llamaba Alejandro: O cambias de nombre o
cambias de conducta. Más aún: a estos infieles se les debiera encerrar como a
locos en un manicomio, según dice san Juan de Avila, pues creyendo que hay
preparada una eternidad feliz para los que viven santamente y una eternidad
desgraciada para los que viven mal, viven como si nada de eso creyeran. Por eso
san Agustín nos exhorta a que lo veamos todo con ojos cristianos, es decir, con
los ojos de la fe. Tened ojos cristianos. Porque, decía santa Teresa, de la
falta de fe nacen todos los pecados. Por eso, roguemos a la santísima Virgen
que por el mérito de su fe nos otorgue una fe viva. Señora, auméntanos la fe.
EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE ESPERANZA
De la fe nace la esperanza. Para esto
Dios nos ilumina con la fe para el conocimiento de su bondad y de sus promesas,
para que nos animemos por la esperanza a desear poseerlas. Siendo así que María
tuvo la virtud de la fe en grado excelente, tuvo también la virtud de la
esperanza en grado sumo, la cual le hacía proclamar con David: "Mas para
mí, mi bien es estar junto a Dios. He puesto mi cobijo en el Señor" (Sal
72,28). María es la fiel esposa del divino Espíritu de la que se dijo:
"Quién es ésta que sube del desierto apoyada en su amado" (Ct 8,5).
Porque, comenta Algrino, despegada siempre de las aficiones del mundo tenido
por ella como un desierto, y no confiando desordenadamente en las criaturas ni
en los méritos propios, apoyada del todo en la divina gracia en la que sólo
confiaba, avanzó siempre en el amor de su Dios.
Bien demostró la santísima Virgen cuán
grande era su confianza en Dios cuando próxima al parto se vio despachada en
Belén aun de las posadas más pobres y reducida a dar a luz en un establo.
"Y lo reclinó en un pesebre porque no había para ellos lugar en la
posada" (Lc 2,7). María no tuvo una palabra de queja, sino que del todo
abandonada en Dios, confió en que él la asistiría en aquella necesidad. También
la Madre de Dios dejó entrever cómo confiaba en Dios cuando avisada por san
José que tenían que huir a Egipto, aquella misma noche emprendió un viaje tan
largo y a país extranjero y desconocido, sin provisiones, sin dinero, sin otra
compañía más que la de san José y el niño. "El cual, levantándose, tomó al
niño y a su madre y se fue a Egipto" (Mt 2,14). Mucho después María
demostró su confianza cuando pidió al Hijo la gracia del vino para los esposos
de Caná. Después de decirle: "No tienen vino" y oír que Jesús le
decía: "Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti?, aún no ha llegado mi hora"
(Jn 2,4), ella, confiando en su divina bondad, dijo a los criados de la casa
que hicieran lo que les dijera su Hijo, segura de que la gracia estaba
concedida: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,4). Y así fue, porque
Jesús hizo llenar las tinajas de agua y las convirtió en vino.
Aprendamos de María a confiar como es
debido, sobre todo en el gran negocio de nuestra eterna salvación, en la que,
si bien es cierto que se necesita de nuestra cooperación, sin embargo debemos
esperar sólo de Dios la gracia para conseguirla. Desconfiemos de nuestras
pobres fuerzas diciendo cada uno con el apóstol: "Todo lo puedo en aquél
que me conforta" (Flp 4,13).
Señora mía santísima, de ti me dice el
Eclesiástico que eres la madre de la esperanza, de ti me dice la Iglesia que
eres la misma esperanza: "Esperanza nuestra, salve". ¿Qué otra
esperanza voy a buscar? Tú, después de Jesús, eres toda mi esperanza. Así te
llamaba san Bernardo y así te quiero llamar también yo "toda la razón de
mi esperanza", y te diré siempre con san Buenaventura: Salvación de los
que te invocan, sálvame.
EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE PUREZA
Después de la caída de Adán, habiéndose
rebelado los sentidos contra la razón, la virtud de la castidad es para los
hombres muy difícil de practicar. Entre todas las luchas, dice san Agustín, las
más duras son las batallas de la castidad, en la que la lucha es diaria y rara
la victoria. Pero sea siempre alabado el Señor que nos ha dado en María un
excelente ejemplar de esta virtud. Con razón, dice san Alberto Magno, se llama
virgen a la Virgen, porque ella, ofreciendo su virginidad a Dios, la primera,
sin consejo ni ejemplo de nadie, se lo ha dado a todas las vírgenes que la han
imitado. Como predijo David: "Toda espléndida la hija del rey, va dentro
con vestidos de oro recamados...; vírgenes con ella, compañeras suyas, donde él
son introducidas" (Sal 44,14-15). Sin consejo de otros y sin ejemplo que
imitar. Dice san Bernardo: Oh Virgen, ¿quién te enseñó a agradar a Dios y a
llevar en la tierra vida de ángeles? Para esto, dice Sofronio, se eligió Dios
por madre a esta purísima virgen, para que fuera ejemplo de castidad para
todos. Por eso la llama san Ambrosio la portaestandarte de la virginidad.
Por razón de esta pureza fue también
llamada la santísima Virgen, por el Espíritu Santo, bella como la paloma:
"Hermosas son tus mejillas como de paloma" (Ct 1,9). Paloma purísima
María. Por eso se dijo también de ella: "Como lirio entre espinas, así es
mi amada entre las mozas" (Ct 2,2). Advierte Dionisio Cartujano que ella
fue llamada lirio entre espinas porque las demás vírgenes fueron espinas o para
sí o para los demás, pero la Virgen no lo fue ni para sí ni para nadie, porque
con sólo verla infundía en todos, pensamientos y sentimientos de pureza. La
hermosura de la Virgen, dice santo Tomás, animaba a la castidad a quienes la
contemplaban. San José, afirma san Jerónimo, se mantuvo virgen por ser el
esposo de María. Contra el hereje Elvidio que negaba la virginidad de María,
escribió el santo: Tú afirmas que María no permaneció virgen, y yo, por el
contrario, te digo que san José fue virgen gracias a María. La Virgen le
preguntó al ángel: ¿Cómo será esto, pues no conozco varón? (Lc 1,34). E
ilustrada por el ángel, respondió: "Hágase en mí según tu palabra",
significando que daba su consentimiento al ángel, que le había asegurado que
debía ser madre sólo por obra del Espíritu Santo.
Dice san Ambrosio: El que guarda la
castidad es un ángel, el que la pierde es un demonio. Los que son castos se
hacen ángeles. Ya lo dijo el Señor: "Serán como ángeles de Dios" (Mt
22,30). Pero los deshonestos se hacen odiosos a Dios como los demonios. Decía
san Remigio que la mayor parte de los adultos se pierden por impuros.
Es rara la victoria sobre este vicio,
como ya vimos al principio, según dijo san Agustín; pero "por qué es rara
esa victoria? Porque no se ponen los medios para vencer. Tres son esos medios,
como dicen los maestros espirituales con san Bernardino: el ayuno, la fuga de
las ocasiones y la oración. Por ayuno se entiende la mortificación, sobre todo
de los ojos y de la gula. María Santísima, aunque llena de gracias, tenía que
ser mortificada en las miradas sin fijar los ojos en nadie, de modo que era la
admiración de todos desde su tierna infancia. Toda su vida fue mortificada en
el comer. Afirma san Buenaventura que no hubiera acumulado tanta gracia si no
hubiera sido morigerada en los alimentos, pues no se compaginan la gracia y la
gula. En suma, María fue mortificada en todo.
El segundo medio es la fuga de las
ocasiones. El que evita los lazos andará seguro. Decía por esto san Felipe
Neri: En la guerra de los sentidos vencen los cobardes, es decir, los que huyen
de la ocasión. María rehuía cuanto era posible ser vista por los hombres. Eso
parece deducirse también de lo que dice san Lucas: "Marchó aprisa a la
montaña".
El tercer medio es la oración: "Pero
comprendiendo que no podía poseer la sabiduría si Dios no me la daba...,
recurrí al Señor. Y le pedí" (Sb 8,21). Reveló la santísima Virgen a santa
Isabel, benedictina, que no tuvo ninguna virtud sin esfuerzo y oración. Dice
san Juan Damasceno que María es pura y amante de la pureza. Por eso no puede
soportar a los impuros. El que a ella recurre, ciertamente se verá libre de
este vicio con sólo nombrarla lleno de confianza. Decía san Juan de Avila que
muchos tentados contra la castidad, con sólo recordar con amor a María
Inmaculada, han vencido.
María, Virgen pura, ¡cuántos se habrán
perdido por este vicio! Señora, líbranos. Haz que en las tentaciones siempre
recurramos a ti diciendo: María, María, ayúdanos. Amén.
EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE POBREZA
Nuestro amado Redentor, para enseñarnos a
desprendernos de los bienes efímeros, quiso ser pobre en la tierra. "Por
vosotros se hizo pobre siendo rico, y con su pobreza todos hemos sido
enriquecidos" (2Co 8,9). Por eso Jesús exhortaba al que quería seguirle:
"Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes, dáselo a los
pobres y ven y sígueme" (Mt 19,21).
La discípula más perfecta y que mejor
siguió su ejemplo fue María. Es de opinión san Pedro Canisio que la santísima
Virgen, con la herencia dejada por sus padres hubiera podido vivir cómodamente,
pero quiso quedar pobre reservándose una pequeña porción y dando todo lo demás
en limosnas al templo y a los pobres. Se cuenta en las revelaciones de santa
Brígida que le dijo la Virgen: Desde el principio resolví en mi corazón no
poseer nada en el mundo. Los regalos recibidos de los Magos serían ciertamente
valiosos, afirma san Bernardo, como convenía a su regia majestad, pero se
distribuirían a los pobres por manos de san José.
Por amor a la pobreza no se desdeñó en
casarse con un trabajador como lo era José y en sustentarse con el trabajo de
sus manos, como coser y cocinar. Reveló el ángel a santa Brígida que las
riquezas de este mundo eran para María como el barro que se pisa. Y así vivió
siempre pobre.
Quien ama las riquezas, decía san Felipe
Neri, no llegará a ser santo. Y afirmaba santa Teresa: Es claro que va perdido
quien camina tras cosas perdidas. Por el contrario, decía la misma santa que la
virtud de la pobreza abarca todos los demás bienes. Dije "la virtud de la
pobreza", que, como dice san Bernardo, no consiste en ser pobre, sino en
amar la pobreza. Por eso afirma Jesucristo: "Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3).
Bienaventurados porque no quieren otra cosa más que a Dios y en Dios encuentran
todo bien y encuentran en la pobreza su paraíso en la tierra, como lo entendió
san Francisco al decir: "Mi Dios y mi todo". Amemos ese bien en el
que están todos los bienes, como exhorta san Agustín: Ama un bien en el que
están todos los demás. Y roguemos al Señor con san Ignacio: Dame sólo tu amor,
que si me das tu gracia soy del todo rico. Y cuando nos aflija la pobreza,
consolémonos sabiendo que Jesús y su Madre santísima han sido pobres como
nosotros. Dice san Buenaventura: El pobre puede recibir mucho consuelo con la
pobreza de María y la de Cristo.
Madre mía amantísima, con cuánta razón
dijiste que en Dios estaba tu gozo: "Y se alegra mi espíritu en Dios mi
salvador", porque en este mundo no ambicionaste ni amaste otro bien más
que a Dios. Atráeme en pos de ti. Señora, despréndeme del mundo y atráeme hacia
ti para que ame al único que merece ser amado. Amén.
EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE OBEDIENCIA
Por el amor que María tenía a la virtud
de la obediencia, cuando recibió la Anunciación del ángel san Gabriel no quiso
llamarse con otro nombre más que con el de esclava: "He aquí la esclava
del Señor". Sí, dice santo Tomás de Villanueva, porque esta esclava fiel
ni en obras ni en pensamiento contradijo jamás al Señor, sino que, desprendida
de su voluntad propia, siempre y en todo vivió obediente al divino querer. Ella
misma declaró que Dios se había complacido en esta su obediencia cuando dijo:
"Miró la humildad de su esclava" (Lc 1,48), pues la humildad de una
sierva se manifiesta en estar pronta a obedecer. Dice san Agustín que la Madre
de Dios, con su obediencia, remedió el daño que hizo Eva con su desobediencia.
La obediencia de María fue mucho más perfecta que la de todos los demás santos,
porque todos ellos, estando inclinados al mal por la culpa original, tienen
dificultad para obrar el bien, pero no así la Virgen. Escribe san Bernardino:
María, porque fue inmune al pecado original, no tenía impedimentos para
obedecer a Dios, sino que fue como una rueda que giraba con prontitud ante
cualquier inspiración divina. De modo que, como dice el mismo santo, siempre
estaba contemplando la voluntad de Dios para ejecutarla. El alma de María era,
como oro derretido, pronta a recibir la forma que el Señor quisiera.
Bien demostró Maria lo pronto de su
obediencia cuando por agradar a Dios quiso obedecer hasta al emperador romano,
emprendiendo el viaje a Belén estando en estado y en pobreza, de modo que se
vio constreñida a dar a luz en un establo. También, ante el aviso de san José,
al punto, la misma noche, se puso en camino hacia Egipto, en un viaje largo y
difícil. Pregunta Silveira: ¿Por qué se reveló a José que había que huir a
Egipto y no a la Virgen que había de experimentar en el viaje más trabajos? Y
responde: Para darle ocasión de ejercitar la obediencia, para la cual estaba
muy preparada. Pero, sobre todo, demostró su obediencia heroica cuando por
obedecer a la divina voluntad consintió la muerte de su Hijo con tanta
constancia. Por eso, a lo que dijo una mujer en el Evangelio:
"Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te
amamantaron", Jesús respondió: "Más bienaventurados los que oyen la
palabra de Dios y la cumplen" (Lc 11,28). En consecuencia, conforme a Beda
el Venerable, María fue más feliz por la obediencia al querer de Dios que por
haber sido hecha la Madre del mismo Dios.
Por esto agradan muchísimo a la Virgen
los amantes de la obediencia. Se cuenta que se le apareció la Virgen a un
religioso franciscano llamado Accorso cuando estaba en la celda, pero en ese
instante fue llamado para confesar a un enfermo y se fue. Mas al volver
encontró que María lo estaba esperando, alabándole mucho su obediencia. Como,
al contrario, reprendió a un religioso que después de tocar la campana se quedó
completando ciertas devociones.
Hablando la Virgen a santa Brígida de la
seguridad que da el obedecer al padre espiritual, le dijo: La obediencia es la
que introduce a todos en la gloria. Porque, decía san Felipe Neri, que Dios no
nos pide cuenta de lo realizado por obedecer, habiendo dicho él mismo: "El
que a vosotros oye, a mí me oye; el que a vosotros desprecia, a mí me
desprecia" (Lc 10,16). Reveló también la Madre de Dios a santa Brígida que
ella, por los méritos de su obediencia, obtuvo del Señor que todos los
pecadores que a ella se encomiendan sean perdonados.
Reina y Madre nuestra, ruega a Jesús por
nosotros, consíguenos por los méritos de tu obediencia ser fieles en obedecer a
su voluntad y las órdenes del director espiritual. Amén.
EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE PACIENCIA
Siendo esta tierra lugar para merecer,
con razón es llamada valle de lágrimas, porque todos tenemos que sufrir y con
la paciencia conseguir la vida eterna, como dijo el Señor: "Mediante
vuestra paciencia salvaréis vuestras almas" (Lc 21,19). Dios, que nos dio
a la Virgen María como modelo de todas las virtudes, nos la dio muy
especialmente como modelo de paciencia. Reflexiona san Francisco de Sales que,
entre otras razones, precisamente para eso le dio Jesús a la santísima Virgen
en las bodas de Caná aquella respuesta que pareciera no tener en cuenta su
súplica: "Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti?", precisamente para darnos
ejemplo de la paciencia de su Madre. Pero ¿qué andamos buscando? Toda la vida
de María fue un ejercicio continuo de paciencia. Reveló el ángel a santa
Brígida que la vida de la Virgen transcurrió entre sufrimientos. Como suele
crecer la rosa entre las espinas, así la santísima Virgen en este mundo creció
entre tribulaciones. La sola compasión ante las penas del Redentor bastó para
hacerla mártir de la paciencia. Por eso dijo san Buenaventura: la crucificada
concibió al crucificado. Y cuánto sufrió en el viaje a Egipto y en la estancia
allí, como todo el tiempo que vivió en la casita de Nazaret, sin contar sus
dolores de los que ya hemos hablado abundantemente. Bastaba la sola presencia
de María ante Jesús muriendo en el Calvario para darnos a conocer cuán sublime
y constante fue su paciencia. "Estaba junto a la cruz de Jesús su
Madre". Con el mérito de esta paciencia, dice san Alberto Magno, se
convirtió en nuestra Madre y nos dio a luz a la vida de la gracia.
Si deseamos ser hijos de María es
necesario que tratemos de imitarla en su paciencia. Dice san Cipriano: ¿Qué
cosa puede darse más meritoria y que más nos enriquezca en esta vida y más
gloria eterna nos consiga que sufrir con paciencia las penas? Dice Dios:
"Cercaré su camino de espinas" (Os 2,8). Y comenta san Gregorio: Los
caminos de los elegidos están cercados de espinas. Como la valla de espinas
guarda la viña, así Dios rodea de tribulaciones a sus siervos para que no se
apeguen a la tierra. De este modo, concluye san Cipriano, la paciencia es la
virtud que nos libra del pecado y del infierno. Y la paciencia es la que hace a
los santos. "La paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas" (St
1,4), soportando con paz las cruces que vienen directamente de Dios, es decir,
la enfermedad, la pobreza, etc., como las que vienen de los hombres:
persecuciones, injurias y otras. San Juan vio a todos los santos con palmas en
sus manos. "Después de esto vi una gran muchedumbre..., y en sus manos,
palmas" (Ap 7,9). Con esto se demostraba que todos los que se salvan han
de ser mártires o por el derramamiento de la sangre o por la paciencia. San
Gregorio exclamaba jubiloso: Nosotros podemos ser mártires sin necesidad de
espadas; basta que seamos pacientes si, como dice san Bernardo, sufrimos las
penas de esta vida aceptándolas con paciencia y con alegría. ¡Como gozaremos en
el cielo por todos los sufrimientos soportados por amor de Dios! Por eso nos
anima el apóstol: "La leve tribulación de un momento nos produce, sobre
toda medida, un denso caudal de gloria eterna" (2Co 4,17). Hermosos los
avisos de santa Teresa cuando decía: El que se abraza con la cruz no la siente.
Cuando uno se resuelve a padecer, se ha terminado el sufrimiento.
Al sentirnos oprimidos por el peso de la
cruz recurramos a María, a la que la Iglesia llama "consoladora de los
afligidos" y san Juan Damasceno "medicina de todos los dolores del
corazón".
Señora mía, tú, siendo inocente, lo
soportaste todo con tanta paciencia, y yo, reo del infierno, ¿me negaré a
padecer? Madre mía, hoy te pido esta gracia: no ya el verme libre de las cruces,
sino el sobrellevarlas con paciencia. Por amor de Jesucristo te ruego me
consigas de Dios esta gracia. De ti lo espero.
EL REINO DE MARÍA ES UN REINO DE ORACIÓN
Nadie en la tierra ha practicado con
tanta perfección como la Virgen la gran enseñanza de nuestro Salvador: "Hay
que rezar siempre y no cansarse de rezar" (Lc 18,1). Nadie como María,
dice san Buenaventura, nos da ejemplo de cómo tenemos necesidad de perseverar
en la oración; es que, como atestigua san Alberto Magno, la Madre de Dios,
después de Jesucristo, fue el más perfecto modelo de oración de cuantos han
sido y serán. Primero, porque su oración fue continua y perseverante. Desde el
primer momento en que con la vida gozó del uso perfecto de la razón, como ya
dijimos en el discurso de la natividad de nuestra Señora, comenzó a rezar. Para
meditar mejor los sufrimientos de Cristo, dice Odilón, visitaba frecuentemente
los santos lugares de la natividad del Señor, de la Pasión, de la sepultura. Su
oración fue siempre de sumo recogimiento, libre de cualquier distracción o de
sentimientos impropios. Escribe Dionisio Cartujano: Ningún afecto desordenado
ni distracción de la mente pudo apartar a la Virgen de la luz de la
contemplación, ni tampoco las ocupaciones.
La santísima Virgen, por el amor que
tenía a la oración, amó la soledad. Comentando san Jerónimo las palabras del
profeta: "He aquí que la Virgen está encinta y va a dar a luz un hijo y le
pondrá el nombre de Emmanuel" (Is 7,14), dice que, en hebreo, la palabra
virgen significa propiamente virgen retirada, de modo que el profeta predijo el
amor de María por la soledad. Dice Ricardo que el ángel le dijo las palabras
"el Señor está contigo" por el mérito de la soledad que ella tanto
amaba. Por eso afirma san Vicente Ferrer que la Madre de Dios no salía de casa
sino para ir al templo; y entonces iba con toda modestia, con los ojos bajos.
Por eso, yendo a visitar a Isabel se fue con premura.
De aquí, dice san Gregorio, deben
aprender las vírgenes a huir de andar en público. Afirma san Bernardo que
María, por el amor a la oración y a la soledad evitaba las conversaciones con
los hombres. Así es que el Espíritu Santo la llamó tortolilla: "Hermosas
son tus mejillas como de paloma" (Ct 1,9). Comenta Vergelio que la paloma
es amiga de la soledad y símbolo de la vida unitiva. La Virgen vivió siempre
solitaria en este mundo como en un desierto, que por eso se dijo de ella:
"¿Quién es ésta que sube por el desierto como columnita de humo?" (Ct
3,6). Así sube por el desierto, comenta Ruperto abad, el alma que vive en soledad.
Dice Filón que Dios no habla al alma sino
en la soledad. Y Dios mismo lo declaró: "La llevaré a la soledad y le
hablaré al corazón" (Os 2,16). Exclama san Jerónimo: ¡Oh soledad en la que
Dios habla y conversa familiarmente! Sí, dice san Bernardo, porque la soledad y
el silencio que en la soledad se goza fuerzan al alma a dejar los pensamientos
terrenos y a meditar en los bienes del cielo.
Virgen santísima, consíguenos el amor a
la oración y a la soledad para que desprendiéndonos del amor desordenado a las
criaturas podamos aspirar sólo a Dios y al paraíso en el que esperamos vernos
un día para siempre, alabando y amando juntos contigo a tu Hijo Jesús por los
siglos de los siglos. Amén.
"Venid a mí todos los que me deseáis
y hartaos de mis frutos" (Ecclo 24,19). Los frutos de María son sus
virtudes. No se ha visto otra semejante a ti ni otra que se te iguale. Tú sola
has agradado a Dios más que todas las demás criaturas.
* Textos tomados de "Las glorias de María", de San Alfonso María de Ligorio
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ORACIÓN PIDIENDO EL REINADO DE LA VIRGEN SANTÍSIMA
Oh María, Madre de Jesucristo Rey del universo y Dulce Madre nuestra, con legítimo orgullo de hijos queremos aceptar y reconocer tu realeza.
Reina Madre y Señora, señalándonos el camino de la santidad, dirigiéndonos y exhortándonos a fin de que nunca nos apartemos de él. Reina sobre todo el género humano, particularmente abriendo las sendas de la fe a cuantos todavía no conocen a tu Divino Hijo. Reina sobre la Iglesia que profesa y celebra tu suave dominio y acude a Ti como refugio soberano en medio de las adversidades de nuestro tiempo, mas reina especialmente sobre aquella parte de la Iglesia que está perseguida y oprimida, dándole fortaleza para sortear las contrariedades, constancia para no ceder a injustas presiones, luz para no caer en las asechanzas del enemigo, firmeza para resistir a los ataques manifiestos, y en todo momento fidelidad inquebrantable a tu Reino.
Reina sobre las inteligencias, a fin de que busquen solamente la verdad; sobre las voluntades, a fin de que persigan solamente el bien; sobre los corazones, para que amen únicamente lo que Tú misma amas.
Reina sobre los individuos y sobre las familias, al igual que sobre las sociedades y naciones, sobre las asambleas de los poderosos, sobre los consejos de los sabios, lo mismo que sobre las sencillas aspiraciones de los humildes.
Reina en las calles y en las plazas, en las ciudades y en las aldeas, en los valles y en las montañas, en el aire, en la tierra y en el mar. Y acoge la piadosa oración de cuantos saben que tu Reino es de misericordia, donde toda súplica encuentra acogida, todo dolor consuelo, toda desgracia alivio, toda enfermedad salud, y donde como una simple señal de tus suavísimas manos, de la muerte misma brota alegre la vida.
Concédenos que quienes ahora te aclaman en todas las partes del mundo y te reconocen como Reina y Señora, puedan un día en el cielo gozar de la plenitud de tu Reino en la visión de tu Hijo Divino, en el que con el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
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