SANTA MISA EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE LA ALBORADA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Guayaquil, jueves 31 de enero de 1985
Señor arzobispo,
hermanos obispos,
autoridades,
queridos hermanos y hermanas:
1. Con gozo me uno a vosotros para orar junto a la Madre común en este templo mariano. Con su reciente construcción la diócesis de Guayaquil y su arzobispo, a quien saludo con fraterno afecto, han querido dejar a la posteridad un recuerdo visible del nacimiento de la Virgen María.
Habéis elegido para este santuario el sugestivo título de Nuestra Señora de la Alborada, que nos habla con gran belleza simbólica de la primera luz que anuncia el día. María es, en efecto, la luz que anuncia la proximidad del Sol a punto de nacer, que es Cristo. Donde está María, aparecerá pronto Jesús. Con su presencia luminosa y resplandeciente, la Virgen Santísima inunda de luz que despierta la fe, dispone la esperanza y enciende la caridad. Por su parte, Ella es sólo y nada menos que un reflejo de Jesucristo, «Oriente, esplendor de la luz eterna y sol de justicia (Liturgia Horarum, «Ant. ad Magníficat», die 21 dec.) como la alborada, sin el sol dejaría de ser lo que es.
El Papa Pablo VI nos enseña, queridos hermanos y hermanas, que «en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El» (Marialis Cultus, 25). María es la primera criatura iluminada; iluminada antes incluso de la aparición visible del Sol. Porque María procede del sol de santidad: «Quién es ésta que avanza cual aurora, bella como la luna, distinguida como el sol?» (Cant. 6, 10). No es otra sino la gran señal que apareció en el cielo: «Una mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza» (Αpοc. 12, 1).
2. En los albores de nuestra esperanza se insinúa ya la figura de María Santísima: «Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, entre su linaje y el tuyo: él te aplastará la cabeza» (Gen. 3, 15). Ya desde esas palabras queda de manifiesto la intención divina de elegir a la mujer como aliada en la lucha contra el pecado y sus consecuencias. En efecto, según esa profecía, una mujer señalada estaba destinada a ser el instrumento especialísimo de Dios para luchar contra el demonio. Sería la madre del que aplastaría la cabeza del enemigo. Pero el descendiente de la mujer, que realizará la profecía, no es un simple hombre: es plenamente hombre, sí, gracias a la mujer de la que es hijo; pero es también, a la vez, verdadero Dios. «Sin intervención de varón y por obra del Espíritu Santo» (Lumen Gentium, 63), María ha dado la naturaleza humana al Hijo eterno del Padre, que se hace así nuestro hermano.
Hacia Ella camina toda la historia de la Antigua Alianza. Ella es la perfecta realización del resto santo de Israel: de aquellos «pobres de Yaνé» que son herederos de las promesas mesiánicas y portadores de la esperanza del Pueblo de Dios. El «pobre de Yavé» es el que se adhiere con todo el corazón al Señor, obedeciendo su ley. Pero María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor que confiadamente esperan y reciben de El la salvación. Finalmente, con Ella misma, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos» (Ibid. 55). En María se sublima la vida de los justos del Antiguo Testamento.
3. María es, hermanos obispos y fieles todos, la criatura que recibe de manera primordial los rayos de la luz redentora: «Efectivamente, la preservación de María del pecado original, desde el primer instante de su ser, representa el primero y radical efecto de la obra redentora de Cristo y vincula a la Virgen, con un lazo íntimo e indisoluble, a la encarnación del Hijo, que, antes de nacer de Ella, la redime del modo más sublime» (Ángelus, 8 de diciembre de 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 2 (1983) 1269).
Su Concepción Inmaculada hace de María el signo precursor de la humanidad redimida por Cristo, al ser preservada del pecado original que afecta a todos los hombres desde su primer instante, y que deja en el corazón la tendencia a la rebelión contra Dios. La Concepción Inmaculada de María significa, pues, que Ella es la primera redimida, alborada de la Redención, y que para el resto de los hombres redención será tanto como liberación del pecado.
4. Pero María, mis amados hermanos y hermanas, no es aurora de nuestra redención a modo de instrumento inerte, pasivo. En el alba de nuestra salvación resuena su respuesta libre, su fiat, su sí incondicional a la cooperación que Dios esperaba de Ella, como espera también la nuestra.
La iniciativa salvadora es ciertamente de la Trinidad Santísima. La virginidad perpetua de María ― fielmente correspondida por San José, su virginal esposo ― expresa esa prioridad de Dios: Cristo, como hombre, será concebido sin concurso de varón. Pero esa misma virginidad que perdurará en el parto y después del parto, es también expresión de la absoluta disponibilidad de María a los planes de Dios.
Su respuesta marcó un momento decisivo en la historia de la humanidad. Por eso los cristianos se complacen en repetirla en el rezo diario del Ángelus y tratan de asimilar la disposición de ánimo que inspiró esas palabras: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Luc. 1, 38).
El gozoso «fiat» de María testimonia su libertad interior, su confianza y serenidad. No sabía cómo se realizarían en concreto los planes del Señor. Pero lejos de temer y angustiarse, aparece soberanamente libre y disponible. Su «sí» a la Anunciación significó tanto la aceptación de la maternidad que se le proponía, como el compromiso de María en el misterio de la Redención. Esta fue obra de su Hijo. Pero la participación de María fue real y efectiva. Al dar su consentimiento al mensaje del ángel, María aceptó colaborar en toda la obra de la reconciliación de la humanidad con Dios. Actúa conscientemente y sin poner condiciones. Se muestra dispuesta al servicio que Dios le pide.
Queridos hermanos y hermanas: en María tenemos el modelo y guía para nuestro camino. Sé que está aquí presente un numeroso grupo de jóvenes que quiere vivir generosamente su vida cristiana. A vosotros, jóvenes de Guayaquil, os aliento a mantener, como María, una actitud de apertura total a Dios. Mantened, como Ella, vuestra mirada fija en el Dios santo que está siempre misteriosamente cerca de vosotros. Contemplando a ese Dios próximo, a Cristo que pasa junto a vosotros tantas veces, aprended a decir: «Hágase en mí según tu palabra». Y aprended a decirlo de modo pleno, como María: sin reservas, sin temor a los compromisos definitivos e irrevocables. Con esa actitud de disponibilidad cristiana —aunque cueste— que señalaba ayer en Quito a los jóvenes del Ecuador, y por tanto también a vosotros.
5. María nos precede y acompaña. El silencioso itinerario que inicia con su Concepción Inmaculada y pasa por el sí de Nazaret que la hace Madre de Dios, encuentra en el Calvario un momento particularmente señalado. También allí, aceptando y asistiendo al sacrificio de su Hijo, es María aurora de la Redención; y allí nos la entregará su Hijo como Madre. «La Madre miraba con ojos de piedad las llagas del Hijo, de quien sabía que había de venir la redención del mundo» (S. Αmbrosio, De institutione virginis, 49). Crucificada espiritualmente con el Hijo crucificado (Cf.. Gel. 2, 20), contemplaba con caridad heroica la muerte de su Dios, «consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado» (Lumen Gentium, 58). Cumple la voluntad del Padre en favor nuestro y nos acoge a todos como a hijos, en virtud del testamento de Cristo: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Io. 19, 26).
«He ahí a tu Madre», dijo Jesús a San Juan: «y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Ibíd.. 19, 27). El discípulo predilecto acogió a la Virgen Madre como su luz, su tesoro, su bien, como el don más querido heredado del Señor en el momento de su muerte. El don de la Madre era el último don que El concedía a la humanidad antes de consumar su Sacrificio. El don hecho a nosotros.
Pero la maternidad de María no es sólo individual. Tiene un valor colectivo que se manifiesta en el título de Madre de la Iglesia. Efectivamente, en el Calvario Ella se unió al sacrificio del Hijo que tendía a la formación de la Iglesia; su corazón materno compartió hasta el fondo la voluntad de Cristo de «reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Ibid. 11, 52). Habiendo sufrido por la Iglesia, María mereció convertirse en la Madre de todos los discípulos de su Hijo, la Madre de su unidad. Por eso, el Concilio afirma que «la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la venera, como a Madre amantísima, con afecto de piedad filial» (Lumen Gentium, 53). ¡Madre de la Iglesia! ¡Madre de todos nosotros!
6. Los evangelios no nos hablan de una aparición de Jesús resucitado a María. De todos modos, como Ella estuvo de manera especialmente cercana a la cruz del Hijo, hubo de tener también una experiencia privilegiada de su resurrección. Efectivamente, el papel corredentor de María no cesó con la glorificación del Hijo.
Pentecostés nos habla de la presencia de María en la Iglesia naciente: presencia orante en la Iglesia apostólica y en la Iglesia de todo tiempo. Siendo la primera la aurora ― entre los fieles, porque es la Madre, sostiene la oración común.
Como ya advertían los Padres de la Iglesia, esta presencia de la Virgen es significativa: «No se puede hablar de la Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con los hermanos de éste» (S. Cromacio de Aquilea, Sermo XXX, 7: S. CH. 164, p. 134; Pablo VI Marialis Cultus, 28).
Por eso, como recordaba hace casi dos años en este mismo continente, «desde los albores de la fe y en cada etapa de la predicación del Evangelio, en el nacimiento de cada Iglesia particular, la Virgen ocupa el puesto que le corresponde como Madre de los imitadores de Jesús que constituyen la Iglesia» (Homilía en el Santuario mariano de Nuestra Señora de Suyapa, n. 2, 8 de marzo de 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 1 (1983) 649). Sí, María está presente en nuestro camino.
7. María sigue siendo nuestra alborada, nuestra primicia, nuestra esperanza. Durante su vida terrena, fue signo y anticipo de los bienes futuros; ahora, glorificada junto a Cristo Señor, es imagen y cumplimiento del reino de Dios. A él nos llama, en él nos espera.
Ha sido la primera en seguir a Cristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Cf.. Col. 1, 18). Elevada en cuerpo y alma al cielo, es la primera en heredar plenamente la gloría. Y esa glorificación de María es la confirmación de las esperanzas de cada miembro de la Iglesia: «Con El (con Cristo) nos ha resucitado y nos ha sentado en el cielo con El» (Eph. 2, 6). La Asunción de María a los cielos manifiesta el futuro definitivo que Cristo ha preparado a nosotros los redimidos.
8. Por otra parte, mis queridos hermanos y hermanas, María gloriosa en el cielo sigue cumpliendo su función maternal. Sigue siendo la Madre de Cristo y la Madre nuestra, de toda la Iglesia, que tiene en María el prototipo de su maternidad.
María y la Iglesia son templos vivientes, santuarios e instrumentos por medio de los cuales se manifiesta el Espíritu Santo. Engendran de manera virginal al mismo Salvador: María lleva la vida en su seno y la engendra virginalmente; la Iglesia da la vida en el agua bautismal, en los Sacramentos y en el anuncio de la fe, engendrándola en el corazón de los fieles.
La Iglesia cree que la Santísima Virgen, asunta al cielo, está junto a Cristo, vivo siempre para interceder por nosotros (Cf.. Hebr. 7, 25), y que a la mediación divina del Hijo se une la incesante súplica de la Madre en favor de los hombres, sus hijos.
María es aurora y la aurora anuncia indefectiblemente la llegada del sol. Por eso os aliento, hermanos y hermanas todos ecuatorianos, a venerar con profundo amor y acudir a la Madre de Cristo y de la Iglesia, la «Omnipotencia suplicante» (Omnipotentia supplex), para que nos lleve cada vez más a Cristo, su Hijo y nuestro Mediador.
9. A Ella encomiendo ahora vuestras personas e intenciones y las de cada hijo del Ecuador.
Le encomiendo la protección sobre vuestras familias. Sobre los niños que se gestan en el seno materno. Sobre las criaturas que abren sus ojos a este mundo.
Le encomiendo las ilusiones de vuestros jóvenes: ilusiones que, si toman por modelo la generosidad de la Santísima Virgen, serán una gozosa realidad de servicio a Dios y a la humanidad.
Le encomiendo el trabajo de vuestras manos y de vuestras inteligencias.
Le encomiendo el sereno atardecer de vuestros ancianos y enfermos. Que sea para todos Alborada de Dios, la presencia maternal de Santa María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa del Espíritu Santo. Amén.
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