Homilía del Santo Padre en la Santa Misa del miércoles de ceniza
“Desgarren su corazón y no sus vestidos” (Jl 2, 13).
Con estas palabras penetrantes del profeta Joel, la liturgia nos introduce hoy en la Cuaresma, indicando en la conversión del corazón la característica de este tiempo de gracia. El llamamiento profético constituye un desafío para todos nosotros, ninguno excluido, y nos recuerda que la conversión no se reduce a formas exteriores o a vagos propósitos, sino que implica y transforma toda la existencia a partir del centro de la persona, de la conciencia.
Somos invitados a emprender un camino en el que, desafiando la rutina, nos esforcemos en abrir los ojos y los oídos, pero sobre todo, en abrir el corazón, para ir más allá de nuestra “pequeña huerta”.
Abrirse a Dios y a los hermanos. Vivimos en un mundo cada vez más artificial, en una cultura del “hacer”, de lo “útil”, donde sin darnos cuenta excluimos a Dios de nuestro horizonte. Y entonces excluimos el mismo horizonte. La Cuaresma nos llama a “despabilarnos”, a recordarnos que nosotros somos criaturas, simplemente que no somos Dios.
Cuando yo miro el pequeño ambiente cotidiano, algunas luchas de poder, por espacios, yo pienso: pero esta gente juega a ser Dios Creador. Todavía no se han dado cuenta que no son Dios.
Y también hacia los demás corremos el riesgo de cerrarnos, de olvidarlos. Pero sólo cuando las dificultades y los sufrimientos de nuestros hermanos nos interpelan, sólo entonces podemos iniciar nuestro camino de conversión hacia la Pascua. Es un itinerario que comprende la cruz y la renuncia.
El Evangelio de hoy indica los elementos de este camino espiritual: la oración, el ayuno y la limosna (Cfr. Mt 6,1-6.16-18). Los tres comportan la necesidad de no dejarse dominar por las cosas que aparecen: lo que cuenta no es la apariencia; el valor de la vida no depende de la aprobación de los demás o del éxito, sino de cuanto tenemos dentro.
El primer elemento es la oración. La oración es la fuerza del cristiano y de cada persona creyente. En la debilidad y en la fragilidad de nuestra vida, nosotros podemos dirigirnos a Dios con confianza de hijos y entrar en comunión con Él. Ante tantas heridas que nos hacen mal y que nos podrían endurecer el corazón, nosotros estamos llamados a zambullirnos en el mar de la oración, que es el mar del amor ilimitado de Dios, para gustar su ternura.
La Cuaresma es tiempo de oración, de una oración más intensa, más tiempo de oración, más asidua, más capaz de hacerse cargo de las necesidades de los hermanos, oración de intercesión, para interceder ante Dios por tantas situaciones de pobreza y de sufrimiento.
El segundo elemento relevante del camino cuaresmal es el ayuno. Debemos estar atentos a no hacer un ayuno formal, o que en verdad nos “sacia” porque nos hace sentir tranquilos. El ayuno tiene sentido si verdaderamente mella nuestra seguridad, y también de él deriva un beneficio para los demás, si nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina sobre el hermano en dificultad y se hace cargo de él. El ayuno comporta la elección de una vida sobria, en su estilo, que no derrocha, una vida que no “descarta”. Ayunar nos ayuda a entrenar el corazón a lo esencial y al compartir. Es un signo de toma de conciencia y de responsabilidad frente a las injusticias, a los atropellos, especialmente con respecto a los pobres y a los pequeños, y es signo de la confianza que ponemos en Dios y en su providencia.
Tercer elemento es la limosna: ella indica la gratuidad, porque en la limosna se da a alguien de quien no se espera recibir algo a cambio. La gratuidad debería ser una de las características del cristiano, que, consciente de haber recibido todo de Dios gratuitamente, es decir sin ningún mérito, aprende a dar a los demás gratuitamente. Hoy con frecuencia la gratuidad no forma parte de la vida cotidiana, donde todo se vende y se compra. Todo es cálculo y medida. La limosna nos ayuda a vivir la gratuidad del don, que es libertad de la obsesión de la posesión, del miedo de perder lo que se tiene, de la tristeza de quien no quiere compartir con los demás el propio bienestar.
Con sus invitaciones a la conversión, la Cuaresma viene providencialmente a despertarnos, a despabilarnos del entumecimiento, del riesgo de ir adelante por inercia. La exhortación que el Señor nos dirige por medio del profeta Joel es fuerte y clara: “Vuelvan a mí de todo corazón” (Jl 2, 12). ¿Por qué debemos volver a Dios? ¡Porque algo no va bien en nosotros, en la sociedad, en la Iglesia y tenemos necesidad de cambiar, de dar un cambio, y esto se llama tener necesidad de convertirnos!
Una vez más la Cuaresma viene a dirigir su llamamiento profético, para recordarnos que es posible realizar algo nuevo en nosotros mismos y en torno a nosotros, simplemente porque Dios es fiel, es siempre fiel, porque no puede renegar de sí mismo, porque es fiel y sigue siendo rico de bondad y de misericordia, y está siempre dispuesto a perdonar y volver a comenzar de nuevo. ¡Con esta confianza filial, pongámonos en camino!
Una vez más la Cuaresma viene a dirigir su llamamiento profético, para recordarnos que es posible realizar algo nuevo en nosotros mismos y en torno a nosotros, simplemente porque Dios es fiel, es siempre fiel, porque no puede renegar de sí mismo, porque es fiel y sigue siendo rico de bondad y de misericordia, y está siempre dispuesto a perdonar y volver a comenzar de nuevo. ¡Con esta confianza filial, pongámonos en camino!
(María Fernanda Bernasconi – RV).
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