HOMILÍA
DEL SUPERIOR
DE LA FRATERNIDAD
DE CRISTO SACERDOTE Y
SANTA MARÍA REINA,
EN
LAS EXEQUIAS DE LA MADRE MARIA ELVIRA
DE LA SANTA CRUZ
DE LA SANTA CRUZ
(21 de marzo de 2006)
“Ya podría yo hablar las lenguas de los
ángeles; si no tengo caridad no soy más que un metal que resuena o unos
platillos que aturden.
Ya
podría yo tener el don de predicación y
conocer todos los secretos y todo el saber, podría yo tener una fe como
para mover montañas, si no tengo caridad
no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aún dejarme quemar
vivo; si no tengo caridad de nada me sirve… La caridad no pasa nunca”.
Estas palabras del Apóstol San Pablo son la
Carta Magna de las Hermanas Misioneras de la Fraternidad. A través de ellas
Dios nos revela el misterio profundo de nuestra vida y nos deja entrever también
el misterio de la eternidad.
El
amor es el manantial de la vida, es la fuente en la que brota y se mantiene
nuestra existencia. El amor es la respuesta a nuestros interrogantes. El amor
es la meta hacia la cual somos atraídos mediante una fuerza misteriosa. El amor
es Dios.
La
búsqueda de Dios se convierte para todo ser humano en la razón última de su
paso por esta vida.
Dime
lo que buscas y te diré quien eres, bien podríamos decir. La categoría y la
grandeza interior de una persona se
manifiesta en aquello que busca en su vida. El alma que busca a Dios por
encima de todas las cosas, como lo primero y lo más importante, como lo único
necesario, es el que ha alcanzado la verdadera sabiduría y el camino de una
gloria eterna.
Si
es el amor la respuesta, la meta y la plenitud. ¿Dónde podemos alcanzarlo?
¿Cómo podremos adquirirlo?.
El
Libro del Cantar de los Cantares nos indica con claridad: “Si alguien quisiera
comprar el amor con todas las riquezas de su casa se haría despreciable”.
Estas
palabras resuenan con una carga profética y estremecedora en la hora presente,
en la sociedad del materialismo y de la riqueza, de la técnica y del gran
dominio que el hombre ha adquirido en los campos de la ciencia y de la técnica.
Justamente
lo más importante, lo único importante no se puede comprar.
El
amor de Dios es un don, es una gracia, es un regalo. Y sólo es posible adquirir
la mayor de las riquezas, que es Dios mismo, cuando se emprende el arduo camino
de la negación de sí mismo, el camino de la purificación del corazón. No se
puede alcanzar el amor de Dios sin el requisito de la humildad, de un corazón
pobre y desasido de todo orgullo, de toda vanagloria. El Corazón Inmaculado de
María es el referente, el espejo en el que nos debemos mirar si queremos ser
agraciados, enriquecidos, transfigurados por el amor de Dios.
¿Y
cómo podemos nosotros, pobres y limitadas criaturas, confiar en llegar a
alcanzar la gracia y la meta del amor?. ¿Cómo puede el hombre del siglo XXI
fiarse de aquello que no puede pesar, contar, medir científica y
experimentalmente?.
No
se nos ha dado, ni se nos dará otro signo más que el signo de la cruz de
nuestro Señor Jesucristo. Un signo escandaloso, un signo necio para los de
corazón orgulloso y arrogante, para los que viven embotados y ebrios en la
soberbia de la vida, en la trampa del dinero, en la locura de las bajas
pasiones y de los bajos instintos.
No
se nos dará otro signo más que el signo del Hijo enviado y entregado a la
muerte y una muerte de Cruz.
El
amor sólo puede manifestarse y hacerse patente mediante el mismo amor. Un amor
crucificado y crucificante. Un amor hasta el extremo. Un amor que da
voluntariamente la propia vida. No se la arrebatan, sino que Él voluntariamente
la da, la ofrece, como holocausto de suave amor a su Padre y a favor de sus
hermanos los hombres.
“Nadie
tiene amor más grande que aquél que da la vida por sus amigos”. Este el signo,
la señal que vemos y aprendemos en Cristo crucificado. En el Cristo embriagado
en amor divino que da su vida por nosotros que no somos merecedores de ello,
pero sí necesitados.
La
Cruz de Cristo es la fuerza que vence al mundo, es la sobreabundancia de bien
que vence al Maligno y al mal, es el amor que vence al odio, es la entrega que derrota al egoísmo, es la
muerte que vence a la muerte y nos alcanza la vida perdurable.
La
Cruz de Cristo y el Corazón traspasado de su Madre Santísima plantada a sus
pies, son el beso de Dios a la humanidad creada por amor.
¿Quién
podrá apartarnos del amor de Cristo?. Sólo nuestro rechazo al Amor, nuestro
rechazo al Amado.
Llegar a comprender y a vivir, aún con las
limitaciones humanas, el misterio de la Cruz, es la ciencia más alta y
consumada.
No
puedo menos de dar gracias a Jesús y a María al poder constatar que mi Hermana
Elvira, mi primera Hija espiritual de la Fraternidad alcanzó a comprender y
vivir esa ciencia. Recojo de sus apuntes de conciencia del año 94:
“Ahora
veo claro, Jesús, que lo único que quieres de mí, es que viva tan sólo para ti.
Que nada ni nadie me distraiga ni me aparte de tu amor.
Cuando
hace unas semanas te preguntaba: Maestro, ¿qué he de hacer para heredar la vida
eterna?, Y Tú desde la Custodia me contestabas: Sufrir por mí. Lo cierto es que
en mi interior yo decía: pero si es lo que estoy haciendo. Y Tú volvías a
repetir: más; sufrir más, pues una buena esposa ha de estar junto a su Esposo,
y Yo estoy clavado en la cruz. Debes seguir subiendo la escalera gozosa del
sufrimiento si quieres encontrarte conmigo”.
Mis queridos Hermanos, la ciencia de la Cruz,
para la Iglesia entera, y también para nuestra pequeña familia la Fraternidad
de Cristo Sacerdote y Santa María Reina, es una ciencia que sólo se aprende en
la escuela de María. Es allí en el
interior del Corazón Inmaculado donde la Madre nos muestra los tesoros de su
Corazón y nos enseña dulce y suavemente a reproducir en nosotros <<los
mismos sentimientos de Cristo Jesús>> su Hijo adorable.
Así
lo expresaba también la Hermana María Elvira de la Santa Cruz en sus notas
personales de conciencia en Junio de 1997:
“Ayúdame
María a saber aceptar y llevar con amor la Cruz de cada día. ¡Sólo Dios!
¡Fiat!. Mi vida sólo para Ti, Jesús, y siempre de la mano de María…Gracias
María, por se mi aliento y mi fuerza cada día. Corazones Sacerdotales de Jesús
y de María, os amo”.
La Santa Misa es el Sacrificio del amor
entregado, es la Cruz de Cristo, árbol plantado en medio de la Iglesia y del
mundo, cuyo único fruto es el amor. Ese Amor divino que lo penetra todo, lo
invade todo y hace nuevas todas las cosas. Ese amor que nos transfigura y
diviniza.
Felices
las almas que como las vírgenes sensatas tienen prendida la llama del Amor
cuando el Divino ladrón, el Místico Esposo, viene a su encuentro para
transportarlas a sus moradas atravesando el sueño de la muerte:
“He
aquí que viene el Esposo; salid a su encuentro”.
Será el mismo Esposo quien dejará oír su voz: “Levántate, date prisa, ven del
Líbano, esposa mía; ven, que serás coronada. Pasó el invierno con sus
escarchas; llegado es ya el tiempo de los cantos”, cánticos de eternidad…Sólo
las vírgenes, con exclusión de todos los demás elegidos, podrán entonarlos y
saborear su inagotable y misteriosa dulzura. Para ellas hay reservadas delicias
inexplicables, ya que habiéndolo abandonado todo por unirse únicamente a Jesús con fidelidad virginal y un amor sin
ningún género de reservas, han obtenido el privilegio incomunicable de “seguir
al Cordero a donde quiera que Él vaya”.
Amén.
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