" Si alejas de ti toda opresión, si dejas de acusar con el dedo y de levantar calumnias, si repartes tu pan al hambriento y satisfaces al desfallecido, entonces surgirá tu luz en las tinieblas y tu oscuridad se volverá mediodía"
( Is 58, 9-10)
El Señor detesta las tinieblas y ama la luz.
El Señor es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
Su deseo es que nadie viva en las tinieblas y que todos podamos disfrutar de la claridad y del calor de la luz.
Para eso envió el Padre a su Hijo al mundo. Él es la luz que alumbra a las naciones. Él es la luz que ilumina el camino que conduce a la Vida; la luz que disipa las tinieblas del error y nos descubre la Verdad; la luz que nos da vida y calor.
La opresión del hermano; toda forma de opresión, sea física o psicológica, moral o espiritual, es una abominación a los ojos del Dios Redentor, Salvador y libertador de los hombres.
¡Cuántas veces nos comportamos como opresores del que vive a nuestro lado! ¡Oprimimos con nuestras palabras y también con nuestros silencios inoportunos, con nuestras actitudes duras y preñadas de soberbia, con nuestras faltas de amor, de ternura y de misericordia!
Reprimimos la bondad y el amor que Dios nos ofrece cada mañana, para oprimir al hermano con el desprecio y con la desatención; hundiéndolo, en vez de levantarlo; ninguneándolo, en vez de considerarlo; condenándolo, en vez de perdonarlo...
¿No nos valdría más amputar el dedo acusador? ¿No nos valdría más cercenar la lengua mentirosa? ¡Cuántos sufrimientos ahorraríamos a nuestro prójimo al tiempo que nos aseguraríamos la entrada en la Vida!
Hay personas que por donde pasan lo único que hacen es oscurecer el sol.
Hay personas que misteriosamente llevan en sí únicamente tinieblas y oscuridad, esperpénticos sembradores de tristeza y llanto, de pesimismo y maldad. Parecen anunciarse como hijos del Príncipe de las tinieblas, futuros ciudadanos del averno.
Los verdaderos hijos de Dios, a su paso todo lo llenan de luz, de gozo y de vida. Sólo estos brillarán como estrellas por toda la eternidad; los futuros ciudadanos de la Jerusalén celestial.
P. Manuel María de Jesús
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