REGNUM MARIAE

REGNUM MARIAE
COR JESU ADVENIAT REGNUM TUUM, ADVENIAT PER MARIAM! "La Inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios. Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad. Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús. Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro. Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin límites ni reservas." (San Maximiliano María Kolbe)

jueves, 27 de febrero de 2014

IMPORTANTE DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO A LA CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS



Esta mañana en la Sala Bolonia del Palacio Apostólico, el Papa Francisco ha presidido la reunión de la Congregación para los Obispos, cuyo prefecto es el cardenal Marc Ouellet, y ha dirigido a los presentes un discurso acerca de la misión de esa congregación, de los criterios que deben presidir la elección de un obispo, así como de las características que éstos deben reunir y de su tarea con los fieles que les han sido confiando, exhortando al final a todos a recorrer con más frecuencia “los campos” en búsqueda de pastores aptos para ese ministerio, con la seguridad de que Cristo no abandona nunca a su Iglesia.
Ofrecemos a continuación amplios extractos del discurso:
1.- Lo esencial en la misión de la Congregación
“En la celebración de la ordenación de un obispo la Iglesia reunida, después de invocar al Espíritu Santo pide que sea ordenado el candidato presentado. El que preside pregunta entonces: “¿Tenéis el mandato?”...Esta congregación existe para ayudar a escribir ese mandato que después resonará en tantas Iglesias y llevará alegría y esperanza al Pueblo Santo de Dios. Esta congregación existe para asegurarse de que el nombre del elegido haya sido, ante todo, pronunciado por el Señor...El Pueblo santo de Dios sigue exclamando:... necesitamos alguien que nos mire con la amplitud de corazón de Dios; no necesitamos un manager, un administrador delegado de una empresa ...Nos hace falta alguien que sepa elevarse a la altura de la mirada de Dios para conducirnos hacia El...No tenemos que perder nunca de vista las necesidades de las Iglesias particulares a las que tenemos que atender... Nuestro reto es entrar en la perspectiva de Cristo teniendo en cuenta la singularidad de las Iglesias particulares”.
2.- El horizonte de Dios determina la misión de la Congregación
“Para elegir a esos ministros todos necesitamos elevarnos, subir también nosotros al 'piso superior'... Tenemos que elevarnos por encima de nuestras eventuales preferencias, simpatías, pertenencias o tendencias para entrar en la amplitud del horizonte de Dios...No hombres condicionados por el miedo de lo bajo, sino Pastores dotados de parresia, capaces de asegurar que en el mundo hay un sacramento de unidad y por lo tanto la humanidad no está destinada al abandono y al desamparo... A la hora de firmar el nombramiento de cada obispo me gustaría sentir la autoridad de vuestro discernimiento y la grandeza de horizontes con que madura vuestro consejo. Por eso el espíritu que preside vuestros trabajos... no podrá ser otro que ese humilde, silencioso y laborioso proceso desarrollado bajo la luz que viene de las alturas. Profesionalidad, servicio y santidad de vida: si nos apartamos de este trinomio abandonamos la grandeza a la que estamos llamados”.
3.-La Iglesia apostólica como fuente
“La altura de la Iglesia se encuentra siempre en los abismos de sus fundamentos...El mañana de la Iglesia vive siempre en sus orígenes...Sabemos que el Colegio Episcopal, en el cual mediante el Sacramento se insertarán los obispos, sucede al Colegio Apostólico. El mundo necesita saber que esta sucesión no se ha interrumpido...Las personas ya pasan con sufrimiento por la experiencia de tantas roturas: necesitan encontrar en la Iglesia ese permanecer indeleble de la gracia del principio”.

4.- El obispo como testigo del Resucitado
“Analicemos ... el momento en que la Iglesia Apostólica debe recomponer el Colegio de los Doce tras la traición de Judas. Sin los Doce la plenitud del Espíritu no puede descender. Hay que buscar al sucesor entre los que han seguido desde el principio el recorrido de Jesús y ahora puede convertirse 'junto con los Doce' en un 'testigo de la resurrección'. Hay que seleccionar entre los seguidores de Jesús a los testigos del Resucitado... También para nosotros ese es el criterio unificador: el obispo es aquel que sabe hacer actual todo lo que acaeció a Jesús y sobre todo sabe, junto con la Iglesia, hacerse testigo de su Resurrección... No un testigo aislado sino junto con la Iglesia..Quiero subrayar que la renuncia y el sacrificio son inherentes a la misión episcopal. .El episcopado no es para uno mismo, sino para la Iglesia... para los demás, sobre todo para aquellos que según el mundo se deben descartar. Por lo tanto, para individuar a un obispo no hace falta contabilizar sus dotes humanas, intelectuales, culturales y ni siquiera pastorales...Es cierto que necesitamos a alguien que sobresalga: su integridad humana asegura la capacidad de relaciones sanas... para que no proyecte sobre los demás sus carencias y se convierta en factor de inestabilidad...su preparación cultural le permite dialogar con los hombres y sus culturas...su ortodoxia y fidelidad a la Verdad completa custodiada por la Iglesia hace de él un pilar y un punto de referencia...su transparencia y su desapego a la hora de administrar los bienes de la comunidad le otorgan autoridad y encuentran la estima de todos. Todas esas dotes imprescindibles deben ser, sin embargo, una declinación del testimonio central del Resucitado, subordinadas a este compromiso prioritario”.
5.- La soberanía de Dios, autor de la elección.
“Volvamos al texto apostólico. Después del fatigoso discernimiento, los apóstoles rezan...No podemos alejarnos de aquel 'Enseñanos tú, Señor'. Las decisiones no pueden estar condicionadas por nuestras pretensiones, por eventuales grupos, camarillas o hegemonías. Para garantizar esa soberanía existen dos actitudes fundamentales: la propia conciencia ante Dios y la colegialidad... No el arbitrio sino el discernimiento conjunto. Ninguno puede tener todo en mano, cada uno aporta con humildad y honradez la tesela propia al mosaico que pertenece a Dios.


6.- Obispos “kerigmáticos”
“Dado que la fe procede del anuncio necesitamos obispos kerigmáticos...Hombres custodios de la doctrina, no para medir cuanto viva distante el mundo de la verdad contenida en ella, sino para fascinar al mundo... con la belleza del amor... con la oferta de la libertad que da el Evangelio. La Iglesia no necesita apologistas de las propias causas ni cruzados de las propias batallas, sino sembradores humildes y confiados de la verdad que saben que cada vez les es nuevamente confiada y que se fían de su potencia...Hombres pacientes porque saben que la cizaña no será nunca tanta como para llenar el campo”.
7.-Obispos orantes
“He hablado de los obispos kerigmáticos; ahora señalo el otro trazo de la identidad del obispo: hombre de oración. La misma parresia que debe tener en el anuncio de la Palabra, debe tener en la oración, tratando con Dios, nuestro Señor el bien de su pueblo, la salvación de su pueblo...Un hombre que no tiene valor de discutir con Dios en favor de su pueblo no puede ser obispo y tampoco el que no es capaz de asumir la misión de llevar al Pueblo de Dios hasta el lugar que El le indica...Y esto vale también para la paciencia apostólica...El obispo debe ser capaz de 'entrar con paciencia' ante Dios... buscando y dejándose encontrar”.


8.-Obispos pastores
Sean pastores cercanos a la gente, padres y hermanos, sean humildes, pacientes y misericordiosos; amen la pobreza, interna como libertad y también externa como sencillez y austeridad de vida,.. no tengan una filosofía de príncipes...que no sean ambiciosos y que no busquen el episcopado, que sean esposos de una Iglesia, sin estar a la búsqueda constante de otra; esto se llama adulterio. Sean capaces de 'vigilar' al rebaño que les será confiado, es decir, de preocuparse por todo lo que lo mantiene unido...Reafirmo que la Iglesia necesita Pastores auténticos...Observemos el testamento del apóstol Pablo...Nos habla...El confía los Pastores de la Iglesia a la 'Palabra de la gracia que tiene el poder de edificar y conceder la herencia'. Por lo tanto, no padrones de la Palabra, sino entregados a ella, siervos de la Palabra. Solo así es posible edificar y obtener la herencia de los santos. A cuantos se atormentaban con la pregunta sobre su herencia:'¿Cual es la herencia de un obispo, el oro o la plata'? Pablo responde: La santidad. La Iglesia permanece cuando se dilata la santidad de Dios en sus miembros...El Concilio Vaticano II afirma que a los obispos 'se les confía plenamente el oficio pastoral, o sea el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas'...En nuestra época lo habitual y lo cotidiano se asocian a menudo a la rutina y al aburrimiento. Por eso, con frecuencia, se intenta escapar hacia un permanente “otro lugar”. Desgraciadamente tampoco en la Iglesia estamos exentes de este peligro..Pienso que en este tiempo de encuentros y congresos es muy actual el decreto de residencia del Concilio de Trento y estaría bien que la Congregación de los Obispos escribiera algo al respecto. El rebaño necesita encontrar sitio en el corazón del Pastor. Si éste no está sólidamente anclado en si mismo, en Cristo y en su Iglesia, estará continuamente a merced de las olas, en búsqueda de compensaciones efímeras y no ofrecerá al rebaño ningún refugio”.
Conclusión
“Al final de estas palabras, me pregunto: ¿Dónde podemos encontrar hombres así?...No es fácil...Pienso en el profeta Samuel en búsqueda del sucesor de Saul que ,,,al saber que el pequeño David había llevado las ovejas a pastar al campo ordena: 'Di que lo traigan'. También nosotros no podemos por menos que escrutar los campos de la Iglesia intentando presentar al Señor para que diga: "Úngelo: es él”. Estoy seguro de que los hay porque el Señor no abandona a su Iglesia. Quizás somos nosotros los que no vamos bastante a los campos para buscarlos. Quizás nos hace falta la advertencia de Samuel : “No nos sentaremos a la mesa antes de que él venga”. Con esa santa inquietud quisiera que viviera esta congregación”.
Fuente: www.vis.va

miércoles, 26 de febrero de 2014

ORACIÓN PIDIENDO EL REINADO DE LA VIRGEN SANTÍSIMA


ORACIÓN PIDIENDO EL REINADO DE LA VIRGEN SANTÍSIMA

Oh María, Madre de Jesucristo Rey del universo y Dulce Madre nuestra, con legítimo orgullo de hijos queremos aceptar  y reconocer tu realeza.

Reina Madre y Señora, señalándonos el camino de la santidad, dirigiéndonos y exhortándonos a fin de que nunca nos apartemos de él. Reina sobre todo el género humano, particularmente abriendo las sendas de la fe a cuantos todavía no conocen a tu Divino Hijo. Reina sobre la Iglesia que profesa y celebra tu suave dominio y acude a Ti como refugio soberano en medio de las adversidades de nuestro tiempo, mas reina especialmente sobre aquella parte de la Iglesia que está perseguida y oprimida, dándole fortaleza para sortear las contrariedades, constancia para no ceder a injustas presiones, luz para no caer en las asechanzas del enemigo, firmeza para resistir a los ataques manifiestos, y en todo momento fidelidad inquebrantable  a tu Reino.

Reina sobre las inteligencias, a fin de que busquen solamente la verdad; sobre las voluntades, a fin de que persigan solamente el bien; sobre los corazones, para que amen únicamente lo que Tú misma amas.
Reina sobre los individuos y sobre las familias, al igual que sobre las sociedades y naciones, sobre las asambleas de los poderosos, sobre los consejos de los sabios, lo mismo que sobre las sencillas aspiraciones de los humildes.

Reina en las calles y en las plazas, en las ciudades y en las aldeas, en los valles y en las montañas, en el aire, en la tierra y en el mar. Y acoge la piadosa oración de cuantos saben que tu Reino es de misericordia, donde toda súplica encuentra acogida, todo dolor consuelo, toda desgracia alivio, toda enfermedad salud, y donde como una simple señal de tus suavísimas manos, de la muerte misma brota alegre la vida.


Concédenos que quienes ahora te aclaman en todas las partes del mundo y te reconocen como Reina y Señora, puedan un día en el cielo gozar de la plenitud de tu Reino en la visión de tu Hijo Divino, en el que con el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

LA VIRGEN MARÍA NOS HACE SENTIR HERMANOS


No se puede tratar filialmente a Nuestra Madre y pensar sólo en nosotros mismos. No se puede tratar a la Virgen y vivir encadenados a egoístas problemas personales, creados a menudo por uno mismo. La Virgen María nos lleva a Jesús, y Jesús es el Primogénito entre muchos hermanos. Conocer a Jesús supone aprender y decidirse a vivir entregados al servicio de los demás. 
Todo cristiano ha de vivir como María, mirando a Dios, a la Iglesia y al mundo, sin dejar de preocuparse activamente por la salvación de las almas. Hemos de colaborar empecinadamente con la gracia de Dios en cuanto se refiere a nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, sintiéndonos en todo momento miembros del Cuerpo Místico de Cristo, que es su Iglesia. La santidad personal, misterio de gracia recibida y de correspondencia personal, beneficia a todos los miembros del Cuerpo, nuestros hermanos. Si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios, del que Ella es Hija, Esposa y Madre, y por lo mismo también entrañable Madre nuestra.
         Los problemas de los hermanos no deberían sernos ajenos. El sentido de fraternidad cristiana ha de estar profundamente arraigado en nuestra alma, de tal manera que ningún hermano nos sea indiferente.
 Santa María, Madre de Jesús, que lo crió, lo educó y lo acompañó en su vida terrena y que ahora está junto a Él en los Cielos, nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado y se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres, muy especialmente a través de los que viven a nuestro lado y con los que compartimos la andadura diaria.
         Debemos tratar a la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra,  como a una persona viva, porque sobre ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo. Sólo así podremos experimentar su acción materna y de su mano irá creciendo en nosotros la conciencia de nuestra filiación divina, creceremos en espíritu y sensibilidad fraterna.
         La fe católica reconoce en la Virgen María un signo privilegiado del amor de Dios. Para comprender el misterio que la envuelve hemos de hacernos como niños, y porque Ella es Madre nos enseñará a querer como hijos, a querer de verdad, sin medida, a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen de la actitud egoísta de pensar sólo en sí mismo, a estar alegres. Si buscamos a la Virgen María, a través de Ella encontraremos a Jesús, y comprenderemos un poco de lo que hay en ese Corazón Divino que se humilló y no hizo alarde de su categoría por la salvación de los hombres, sus hermanos.

Hna. Mª Elvira de la Santa Cruz MF

martes, 25 de febrero de 2014

MEDITACIÓN SOBRE EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA


La Misa es el Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Jesucristo ofrecido sobre nuestros altares bajo las apariencias de pan y vino, en conmemoración del Sacrificio de la Cruz.

Transpórtate tú mismo hasta el Calvario. Mantén tu mente centrada en el misterio que se desarrolla ante tus ojos.
- Santo Padre Pío-

¿QUÉ OCURRE EN NUESTRO CORAZÓN?



Niños hambrientos en los campos de refugiados, mientras los fabricantes de armas hacen fiesta en los salones. Es la imagen que el Papa Francisco evocó en la Misa de esta mañana en la Casa de Santa Marta. La homilía del Pontífice fue un llamamiento a la paz y contra toda guerra, en el mundo así como en las familias. El Papa insistió en que la paz no puede ser solamente una “palabra” y exhortó a todos los cristianos a no “acostumbrarse” al escándalo de la guerra.
¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes? El Santo Padre se inspiró en la Epístola del Apóstol Santiago, en la Primera Lectura, para elevar una vibrante condena de todas las guerras. Y comentando las peleas entre los discípulos de Jesús para ver quién fuese el más grande entre ellos, puso en evidencia que cuando “los corazones se alejan nace la guerra”. “Cada día, en los periódicos, encontramos guerras – constató con amargura – en tal lugar dos, cinco muertos”, en otro lugar más víctimas:
“Y los muertos parecen hacer parte de una contabilidad cotidiana. ¡Estamos acostumbrados a leer estas cosas! Si tuviésemos la paciencia de citar todas las guerras que en este momento hay en el mundo, seguramente llenaríamos muchas páginas. Pareciera que el espíritu de la guerra se hubiese apoderado de nosotros. Se hacen actos para conmemorar el centenario de aquella Gran Guerra, tantos millones de muertos… ¡Y todos escandalizados! Pero ¡hoy es lo mismo! En vez de una gran guerra, pequeñas guerras en todas partes, pueblos divididos… por conservar los propios intereses se asesinan, se matan entre ellos”.
“¿De dónde vienen las guerras y las querellas que hay entre ustedes?”, repitió el Obispo de Roma. “Las guerras, el odio, la enemistad – respondió – no se compran en el mercado: están aquí, en el corazón.” Y recordó que cuando de niños, en el catecismo, “nos contaban la historia de Caín y Abel, todos estábamos escandalizados”, no se podía creer que uno mate el hermano. Pero, hoy, “tantos millones se matan entre hermanos, entre ellos. Pero estamos acostumbrados”. La Primera Guerra Mundial, dijo, “nos escandaliza, pero no la gran guerra un poco por todas partes”, un poco “escondida, ¡no escandaliza! Y tantos mueren por un pedazo de tierra, por una ambición, por un odio, por un celo racial”. “La pasión – agregó – nos lleva a la guerra, al espíritu del mundo”:
“También normalmente ante un conflicto, nos encontramos ante una situación curiosa: salir adelante para resolverlo, peleando. Con el lenguaje de la guerra. ¡No viene antes el lenguaje de la paz! ¿Y las consecuencias? Piensen en los niños hambrientos en los campos de refugiados… Piensen solamente en eso: ¡es el fruto de la guerra! Y si quieren piensen en los grandes salones, en las fiestas que hacen aquellos que son los patrones de la industria de las armas, que fabrican las armas, las armas que terminan allí. El niño enfermo, hambriento, en un campo de refugiados y las grandes fiestas, la vida bella que tienen aquellos que fabrican las armas”.
“¿Qué ocurre en nuestro corazón?”, repitió. El Apóstol Santiago, agregó Francisco, nos da un consejo sencillo: “Acérquense a Dios y Él se acercará a ustedes”. Por lo tanto, advirtió sobre “este espíritu de guerra, que nos aleja de Dios, que no está lejos de nosotros” está “también en nuestra casa ”:
“Cuantas familias destruidas porque el papá, la mamá no son capaces de encontrar el camino de la paz y prefieren la guerra, hacer causa… ¡La guerra destruye! ‘¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que combaten en sus mismos miembros’? En el corazón. Hoy les propongo rezar por la paz, por aquella paz que parece haberse convertido sólo en una palabra, nada más. Para que esta palabra tenga la capacidad de actuar, sigamos el consejo del Apóstol Santiago: ‘¡Reconozcan su miseria!”.
Aquella miseria, continuó, de donde provienen las guerras: “Las guerras en las familias, las guerras en los barrios, las guerras en todas partes”. “¿Quién de nosotros ha llorado – se preguntó – cuando lee el periódico, cuando en la televisión ve aquellas imágenes? Tantos muertos”. “Que la alegría de ustedes – dijo retomando al Apóstol Santiago – se transforme en llanto, y el gozo, en tristeza…”. Esto, agregó Francisco, “es lo que hoy, 25 de febrero, debe hacer un cristiano ante tantas guerras, en todas partes”: “Llorar, hacer luto, humillarse”. “Que el Señor – concluyó – nos haga entender esto y nos salve del acostumbrarnos a las noticias de guerra”.

CARTA DEL SANTO PADRE A LAS FAMILIAS



Queridas familias:          
Me presento a la puerta de su casa para hablarles de un acontecimiento que, como ya saben, tendrá lugar el próximo mes de octubre en el Vaticano. Se trata de la Asamblea general extraordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada para tratar el tema “Los retos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización”. Pues la Iglesia hoy está llamada a anunciar el Evangelio afrontando también las nuevas emergencias pastorales relacionadas con la familia.
Este señalado encuentro es importante para todo el Pueblo de Dios, Obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos de las Iglesias particulares del mundo entero, que participan activamente en su preparación con propuestas concretas y con la ayuda indispensable de la oración. El apoyo de la oración es necesario e importante especialmente de parte de ustedes, queridas familias. Esta Asamblea sinodal está dedicada de modo especial a ustedes, a su vocación y misión en la Iglesia y en la sociedad, a los problemas de los matrimonios, de la vida familiar, de la educación de los hijos, y a la tarea de las familias en la misión de la Iglesia. Por tanto, les pido que invoquen con insistencia al Espíritu Santo, para que ilumine a los Padres sinodales y los guíe en su grave responsabilidad. Como saben, a esta Asamblea sinodal extraordinaria seguirá un año después la Asamblea ordinaria, que tratará el mismo tema de la familia. Y, en ese contexto, en septiembre de 2015, tendrá lugar el Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia. Así pues, oremos todos juntos para que, mediante estas iniciativas, la Iglesia realice un auténtico camino de discernimiento y adopte los medios pastorales adecuados para ayudar a las familias a afrontar los retos actuales con la luz y la fuerza que vienen del Evangelio.
Les escribo esta carta el día en que se celebra la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo. En el Evangelio de Lucas vemos que la Virgen y San José, según la Ley de Moisés, llevaron al Niño al templo para ofrecérselo al Señor, y dos ancianos, Simeón y Ana, impulsados por el Espíritu Santo, fueron a su encuentro y reconocieron en Jesús al Mesías (cf. Lc 2,22-38). Simeón lo tomó en brazos y dio gracias a Dios porque finalmente había “visto” la salvación; Ana, a pesar de su avanzada edad, cobró nuevas fuerzas y se puso a hablar a todos del Niño. Es una hermosa estampa: dos jóvenes padres y dos personas ancianas, reunidas por Jesús. ¡Realmente Jesús hace que generaciones diferentes se encuentren y se unan! Él es la fuente inagotable de ese amor que vence todo egoísmo, toda soledad, toda tristeza. En su camino familiar, ustedes comparten tantos momentos inolvidables: las comidas, el descanso, las tareas de la casa, la diversión, la oración, las excursiones y peregrinaciones, la solidaridad con los necesitados… Sin embargo, si falta el amor, falta la alegría, y el amor auténtico nos lo da Jesús: Él nos ofrece su Palabra, que ilumina nuestro camino; nos da el Pan de vida, que nos sostiene en las fatigas de cada día.
Queridas familias, su oración por el Sínodo de los Obispos será un precioso tesoro que enriquecerá a la Iglesia. Se lo agradezco, y les pido que recen también por mí, para que pueda servir al Pueblo de Dios en la verdad y en la caridad. Que la protección de la Bienaventurada Virgen María y de San José les acompañe siempre y les ayude a caminar unidos en el amor y en el servicio mutuo. Invoco de corazón sobre cada familia la bendición del Señor.
Vaticano, 2 de febrero de 2014
Fiesta de la Presentación del Señor

lunes, 24 de febrero de 2014

ADVERTENCIA A LOS INSTITUTOS, CONGREGACIONES RELIGIOSAS Y FUNDACIONES APOSTÓLICAS



El gran peligro de los Institutos nacientes está en no tener fe en la gracia primera. Vienen algunos que dicen: Si se modificara esto, si se añadiera aquello..., más valdría si se obrara de este otro modo... Puede ser que los tales tengan talento, experiencia e influencia, pero yo os digo que, voluntariamente o no, son traidores de la primera gracia, de la gracia de la fundación, de las ideas del Fundador, y que perderán al Instituto que los escuche.

Nunca faltan quienes se creen llamados a reformar al Fundador y a hacer mejor que él, pero sólo al que ha escogido para fundar bendice Dios, y nunca a sus contrarios. Harto conocido es el ejemplo de Fr. Elías y de San Francisco. Fray Elías quería cambiar, atenuar, glosar; mas por orden de Dios le contestaba el santo: “Sin glosa, sin glosa, sin glosa.” Fray Elías acabó separándose; fuese a Alemania, donde acabó sus días en la mayor de las miserias, sosteniendo al antipapa en el partido del emperador cismático.

No, Dios no bendecirá nunca a quien sale de la primera gracia, la cual puede desenvolverse, sacando a luz con el tiempo cuanto dentro contiene, según lo exijan las circunstancias, pero jamás cambiar o introducir cosas que le sean contrarias. Dios no hará prosperar más que la gracia primera: nunca dará otra distinta.

Por lo que si alguno se hubiese alejado, tiene que volver a ella pura y sencillamente: Prima opera fac, haced lo que antes, volved a la pureza de la gracia primera, que si no os voy a dispersarSin autem venio tibí et movebo candelabrum tuum de loco suo[1]. Así que no introduzcáis nunca en vuestra regla elementos nuevos o extraños, antes decid lo que aquel santo fundador: “O siguen siendo como son, o desaparecen del todo.” Este peligro es realmente grande; andad con cuidado.

Finalmente, observad la regla y guardadla religiosamente por respeto hacia Dios, ya que de Él procede. ¿Creéis acaso que el hombre es capaz de componer una regla? No, no hay santidad ni virtudes que para esto basten, sino que es menester vocación especial de Dios. Dios la inspira y el fundador la transmite con lágrimas y sufrimientos. No hay hombre que pueda poner luz y santidad en trazos de su mano. Si la regla lleva consigo la gracia y santifica, su autor no puede ser otro que Dios, único que puede dar gracia y virtud para santificarse.

La regla es para vosotros lo que el evangelio para la Iglesia, esto es, el libro de la vida, el libro de la palabra de Dios, lleno de su verdad, de su luz, de su gracia y de su vida. ¿Y tan osados habíais de ser que tocarais una sola sílaba de este evangelio, o dejarais caer una sola palabra? No, sino que todas sus palabras han de ser sagradas para vosotros.

Escuchad las amenazas que san Juan escribió al fin de su Apocalipsis; bien podéis aplicarlas al libro de las santas reglas: “Yo protesto a todos los que oyen las palabras de la profecía de este libro: Que si alguno añadiere a ellas cualquiera cosa, Dios descargará sobre él las plagas escritas en este libro. Y si alguno quitare cualquiera cosa de las palabras del libro de esta profecía, Dios le quitará a él del libro de la vida, y de la ciudad santa, y no le dará parte en lo escrito en este libro”[2].

San Pedro Julián Eymard, “Escritos Eucarísticos”, pags. 916, 917.  Ediciones “Eucaristía” Madrid, 1963.

[1] II, 5.
[2] Apoc. 18, 19.

LOS GESTOS "REVOLUCIONARIOS" DE JESÚS



Seguir a Jesús no es “una idea” sino un “continuo quedarse en casa”, la Iglesia, donde Cristo hace regresar siempre a todos, también a quien se ha alejado de ella. Lo afirmó el Papa Francisco en la homilía de la Misa de esta mañana, en la capilla de Casa de Santa Marta.
Un muchacho que sufre convulsiones, que se revuelca por la tierra y que echa espuma por la boca; en medio a una muchedumbre asustada e inerme. Y su padre que por poco se abalanza a Jesús, implorándole librar a su hijo de la posesión diabólica. Es el drama con el que se abre el Evangelio de hoy y que el Papa analizó punto por punto: el de los presentes, que discuten sin resultado, Jesús que llega y se informa, “la bulla que viene a menos”, el padre angustiado que emerge de la muchedumbre y decide contra toda esperanza confiarse en Jesús. Y Jesús, que compadecido por la fe cristalina de aquel papá, expulsa el espíritu y luego se inclina con dulzura ante el joven, que parece muerto, ayudándolo a volverse a levantar:
“Todo aquel desorden, aquella discusión termina en un gesto: Jesús que se abaja, se inclina ante el muchacho. Estos gestos de Jesús nos hacen pensar. Jesús cuando cura, cuando va entre la gente y sana a una persona, jamás la deja sola. No es un mago, un brujo, un curandero que va, cura y continúa su camino: a cada uno lo hace regresar a su lugar, no lo deja en la calle. Son gestos bellísimos del Señor”.
He aquí la enseñanza, explicó el Santo Padre: “Jesús – afirmó – siempre nos hace regresar a casa, jamás nos deja solos en la calle”. El Evangelio, recordó, está lleno de estos gestos. La resurrección de Lázaro, la vida devuelta a la hija de Jairo y aquella al hijo de una mamá viuda. Y también la oveja perdida vuelta a traer al redil o la moneda perdida y vuelta a encontrar por la mujer:
“Porque Jesús no vino solo del Cielo, es Hijo de un pueblo. Jesús es la promesa hecha a un pueblo y su identidad es también pertenencia a aquel pueblo, que de Abraham camina hacia la promesa. Y éstos gestos de Jesús nos enseñan que toda curación, todo perdón nos hacen regresar siempre a nuestro pueblo, que es la Iglesia”.
Jesús perdona siempre y sus gestos – prosiguió el Papa – se vuelven también “revolucionarios”, o “inexplicables”, cuando su perdón llega a quien se ha alejado “mucho”, como el publicano Mateo o su colega Zaqueo. Además, repitió el Papa, Jesús “cuando perdona, hace siempre regresar a casa. Y de esta forma, sin el pueblo de Dios, no se puede entender a Jesús”. Es absurdo “amar a Cristo, sin la Iglesia, sentir a Cristo pero no a la Iglesia, seguir a Cristo al margen de la Iglesia”, recordó Francisco citando y parafraseando una vez más Pablo VI. “Cristo y la Iglesia están unidos”, y “cada vez que Cristo llama a una persona, la trae a la Iglesia”. Por esto, agregó, “está bien” que un niño “venga a bautizarse en la Iglesia”, la “Iglesia madre”:
“Y aquellos gestos de tanta ternura de Jesús nos hacen entender esto: que nuestra doctrina, digamos así, o nuestro seguir a Cristo, no es una idea, es un continuo quedarse en casa. Y si cada uno de nosotros tiene la posibilidad y la realidad de salir de casa por un pecado, un error – Dios lo sabe – la salvación es regresar a casa, con Jesús en la Iglesia. Son gestos de ternura. Uno a uno, el Señor nos llama así, su pueblo, dentro su familia, nuestra madre, la Santa Iglesia. Pensemos en estos gestos de Jesús”. 

domingo, 23 de febrero de 2014

POR EL BAUTISMO, TENEMOS LA MISMA DIGNIDAD


Alocución del Papa antes de la oración del Ángelus (23/02/2014)



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En la segunda Lectura de este domingo, San Pablo afirma: “Así que, no se gloríe nadie en los hombres, pues todo es suyo: ya sea Pablo, Apolo, Cefas (es decir, Pedro), el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es suyo; y ustedes, de Cristo y Cristo de Dios” (1 Cor 3,23). ¿Por qué dice esto el Apóstol? Porque el problema que el Apóstol se encuentra es el de las divisiones en la comunidad de Corinto, donde se habían formado grupos que se referían a los diversos predicadores considerándolos jefes; decían: “Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas…” (1, 12). San Pablo explica que este modo de pensar está equivocado, porque la comunidad no pertenece a los apóstoles, sino que son ellos los que pertenecen a la comunidad; pero la comunidad, toda entera, ¡pertenece a Cristo!

De esta pertenencia deriva que en las comunidades cristianas – diócesis, parroquias, asociaciones, movimientos – las diferencias no pueden contradecir el hecho de que todos, por el Bautismo, tenemos la misma dignidad: todos, en Jesucristo, somos hijos de Dios. Y ésta es nuestra dignidad: en Jesucristo somos hijos de Dios. Aquellos que han recibido un ministerio de guía, de predicación, de administrar los Sacramentos, no deben considerarse propietarios de poderes especiales, sino ponerse al servicio de la comunidad, ayudándola a recorrer con alegría el camino de la santidad.

Hoy la Iglesia encomienda el testimonio de este estilo de vida pastoral a los nuevos Cardenales, con quienes celebré esta mañana la Santa Misa. Podemos saludar todos a los nuevos cardenales con un aplauso, ¡saludémoslos a todos!. El Consistorio de ayer y la Celebración Eucarística de hoy nos han ofrecido una ocasión preciosa para experimentar la catolicidad, la universalidad de la Iglesia, bien representada por la variada procedencia de los miembros del Colegio Cardenalicio, reunidos en estrecha comunión en torno al Sucesor de Pedro. Y que el Señor nos dé la gracia de trabajar por la unidad de la Iglesia, de construir esta unidad, porque la unidad es más, más importante que los conflictos. La unidad de la Iglesia está en Cristo. Los conflictos son problemas que no siempre son “de Cristo”.

¡Que los momentos litúrgicos y de fiesta, que hemos tenido la oportunidad de vivir en el curso de las últimas dos jornadas, refuercen en todos nosotros la fe, el amor por Cristo y por su Iglesia! También los invito a sostener a estos Pastores y a asistirlos con la oración, a fin de que guíen siempre con celo al pueblo que les ha sido encomendado, mostrando a todos la ternura y el amor del Señor. Pero, ¡cuánta necesidad de oración tiene un Obispo, un Cardenal, un Papa, para que pueda ayudar a seguir adelante al pueblo de Dios! Digo “ayudar”, es decir, servir al pueblo de Dios. Porque la vocación del Obispo, del Cardenal y del Papa es, justamente, ésta: ser servidor, servir en nombre de Cristo. Recen por nosotros para que todos seamos buenos servidores, buenos “servidores” no buenos “patrones”. Todos juntos, Obispos, presbíteros, personas consagradas y fieles laicos debemos ofrecer el testimonio de una Iglesia fiel a Cristo, animada por el deseo de servir a los hermanos y dispuesta a salir al encuentro con coraje profético de las expectativas y exigencias espirituales de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo. Que la Virgen nos acompañe y nos proteja en este camino.

CRISTO VINO PARA MOSTRARNOS EL CAMINO DE LA MISERICORDIA




Homilía del Santo Padre Francisco:


 “Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu” (Colecta).

Esta oración del principio de la Misa indica una actitud fundamental: la escucha del Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y el alma. Con su fuerza creadora y renovadora, el Espíritu sostiene siempre la esperanza del Pueblo de Dios en camino a lo largo de la historia, y sostiene siempre, como Paráclito, el testimonio de los cristianos. En este momento, junto con los nuevos cardenales, queremos escuchar la voz del Espíritu, que habla a través de las Escrituras que han sido proclamadas.

En la Primera Lectura ha resonado el llamamiento del Señor a su pueblo: “Sean santos, porque yo, su Señor Dios, soy santo” (Lv 19, 2). Y Jesús, en el Evangelio, replica: “Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Estas palabras nos interpelan a todos nosotros, discípulos del Señor; y hoy se dirigen especialmente a mí y a ustedes, queridos hermanos cardenales, sobre todo a los que ayer han entrado a formar parte del Colegio Cardenalicio. Imitar la santidad y la perfección de Dios puede parecer una meta inalcanzable. Sin embargo, la Primera Lectura y el Evangelio sugieren ejemplos concretos de cómo el comportamiento de Dios puede convertirse en la regla de nuestras acciones. Pero recordemos, todos nosotros recordemos, que, sin el Espíritu Santo, nuestro esfuerzo sería vano. La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad – querida y cultivada – al Espíritu del Dios, tres veces Santo.

El Levítico dice: “No odiarás de corazón a tu hermano... No te vengarás, ni guardarás rencor... sino que amarás a tu prójimo...” (19, 17-18). Estas actitudes nacen de la santidad de Dios. Nosotros, sin embargo, somos tan diferentes, tan egoístas y orgullosos...; pero la bondad y la belleza de Dios nos atraen, y el Espíritu Santo nos puede purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día. En este trabajo de conversión, conversión del corazón, conversión a la cual todos nosotros, especialmente ustedes cardenales y yo, debemos hacer.

También Jesús nos habla en el Evangelio de la santidad, y nos explica la nueva ley, la suya. Lo hace mediante algunas antítesis entre la justicia imperfecta de los escribas y los fariseos y la más alta justicia del Reino de Dios. La primera antítesis del pasaje de hoy se refiere a la venganza. “Han oído que se les dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pues yo les digo: …si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra” (Mt 5,38-39). No sólo no se ha de devolver al otro el mal que nos ha hecho, sino que debemos de esforzarnos por hacer el bien con largueza.

La segunda antítesis refiere a los enemigos: “Han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Yo, en cambio, les digo: “Amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen” (vv. 43-44). A quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a los que no lo merecen, sin esperar recompensa, para colmar los vacíos de amor que hay en los corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las comunidades, en el mundo. Hermanos cardenales Jesús no ha venido para enseñarnos los buenos modales, las formas de cortesía. Para esto no era necesario que bajara del cielo y muriera en la cruz. Cristo vino para salvarnos, para mostrarnos el camino, el único camino para salir de las arenas movedizas del pecado, y este camino es la misericordia. Este camino que Él ha hecho y que cada día hace con nosotros. Ser santos no es un lujo, es necesario para la salvación del mundo. Es esto lo que el Señor nos pide a nosotros.



Queridos hermanos cardenales, el Señor Jesús y la Madre Iglesia nos piden testimoniar con mayor celo y ardor estas actitudes de santidad. Precisamente en este suplemento de entrega gratuita consiste la santidad de un cardenal. Por tanto, amemos a quienes nos contrarían; bendigamos a quien habla mal de nosotros; saludemos con una sonrisa al que tal vez no lo merece; no pretendamos hacernos valer, contrapongamos más bien la mansedumbre a la prepotencia; olvidemos las humillaciones recibidas. Dejémonos guiar siempre por el Espíritu de Cristo, que se sacrificó a sí mismo en la cruz, para que podamos ser “cauces” por los que fluye su caridad. Ésta es la actitud, éste es el comportamiento de un cardenal. El cardenal, especialmente a ustedes se los digo, entra en la Iglesia de Roma, no en una corte. Evitemos todos y ayudémonos unos a otros a evitar hábitos y comportamientos cortesanos: intrigas, habladurías, camarillas, favoritismos, preferencias. Que nuestro lenguaje sea el del Evangelio: “Sí, sí; no, no”; que nuestras actitudes sean las de las Bienaventuranzas, y nuestra senda la de la santidad. Pidamos nuevamente tu ayuda misericordiosa para que nos vuelva siempre atentos a la voz del Espíritu.

El Espíritu Santo nos habla hoy por las palabras de san Pablo: “Son templo de Dios...; santo es el templo de Dios, que son ustedes “ (cf. 1 Co 3, 16-17). En este templo, que somos nosotros, se celebra una liturgia existencial: la de la bondad, del perdón, del servicio; en una palabra, la liturgia del amor. Este templo nuestro resulta como profanado si descuidamos los deberes para con el prójimo. Cuando en nuestro corazón hay cabida para el más pequeño de nuestros hermanos, es el mismo Dios quien encuentra puesto. Cuando a ese hermano se le deja fuera, el que no es bien recibido es Dios mismo. Un corazón vacío de amor es como una iglesia desconsagrada, sustraída al servicio divino y destinada a otra cosa.

Queridos hermanos cardenales, permanezcamos unidos en Cristo y entre nosotros. Les pido su cercanía con la oración, el consejo, la colaboración. Y todos ustedes, obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y laicos, únanse en la invocación al Espíritu Santo, para que el Colegio de Cardenales tenga cada vez más ardor pastoral, esté más lleno de santidad, para servir al Evangelio y ayudar a la Iglesia a irradiar el amor de Cristo en el mundo.

sábado, 22 de febrero de 2014

FIESTA DE LA CÁTEDRA


«Queridos hermanos y hermanas: La liturgia latina celebra hoy la fiesta de la Cátedra de San Pedro. Se trata de una tradición muy antigua, atestiguada en Roma desde el siglo IV, con la que se da gracias a Dios por la misión encomendada al apóstol san Pedro y a sus sucesores.
La “cátedra”, literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama “catedral”, y es el símbolo de la autoridad del obispo, y en particular de su “magisterio”, es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia particular que le ha sido encomendada, llevando la mitra y el báculo pastoral, se sienta en la cátedra. Desde esa sede guiará, como maestro y pastor, el camino de los fieles en la fe, en la esperanza y en la caridad.
¿Cuál fue, por tanto, la “cátedra” de san Pedro? Elegido por Cristo como “roca” sobre la cual edificar la Iglesia (cf Mt 16, 18), comenzó, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés, su ministerio en Jerusalén. La primera “sede” de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable que en esa sala, donde también María, la Madre de Jesús, oró juntamente con los discípulos, a Simón Pedro le tuvieran reservado un puesto especial.
Sucesivamente, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada a orillas del río Oronte, en Siria (hoy en Turquía), en aquellos tiempos tercera metrópoli del imperio romano, después de Roma y Alejandría en Egipto. De esa ciudad, evangelizada por san Bernabé y san Pablo, donde “por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de cristianos” (Hc 11, 26), por tanto, donde nació el nombre de cristianos para nosotros, san Pedro fue el primer obispo, hasta el punto de que el Martirologio romano, antes de la reforma del calendario, preveía también una celebración específica de la Cátedra de San Pedro en Antioquía.
Desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. Por tanto, tenemos el camino desde Jerusalén, Iglesia naciente, hasta Antioquía, primer centro de la Iglesia procedente de los paganos, y todavía unida con la Iglesia proveniente de los judíos. Luego Pedro se dirigió a Roma, centro del Imperio, símbolo del “Orbis” –la “Urbis” que expresa el “Orbis“, la tierra–, donde concluyó con el martirio su vida al servicio del Evangelio. Por eso, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recogió también el oficio encomendado por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el pueblo de Dios.

Así, la sede de Roma, después de estas emigraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la “cátedra” de su obispo representó la del Apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. Lo atestiguan los más antiguos Padres de la Iglesia, como por ejemplo san Ireneo, obispo de Lyon, pero que venía de Asia menor, el cual, en su tratado Contra las herejías, describe la Iglesia de Roma como “la más grande, más antigua y más conocida por todos, que la fundaron y establecieron los más gloriosos apóstoles, Pedro y Pablo”; y añade: “Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes” (III, 3, 2-3). A su vez, un poco más tarde, Tertuliano afirma: “¡Cuán feliz es esta Iglesia de Roma! Fueron los Apóstoles mismos quienes derramaron en ella, juntamente con su sangre, toda la doctrina” (La prescripción de los herejes, 36). Por tanto, la cátedra del Obispo de Roma representa no solo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios.
Celebrar la “Cátedra” de san Pedro, como hacemos nosotros, significa, por consiguiente, atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocer que es un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere congregar a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.
Entre los numerosos testimonios de los santos Padres, me complace recordar el de san Jerónimo, tomado de una de sus cartas, escrita al Obispo de Roma, particularmente interesante porque hace referencia explícita precisamente a la “cátedra” de Pedro, presentándola como fuente segura de verdad y de paz. Escribe así san Jerónimo: “He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia” (Cartas I, 15, 1-2).
Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de San Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la Cátedra del Apóstol, obra madura de Bernini, realizada en forma de gran trono de bronce sostenido por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de Occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de Oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra tan sugestiva, que hoy se puede admirar decorada con muchas velas, para orar en particular por el ministerio que Dios me ha encomendado.
Elevando la mirada hacia la vidriera de alabastro que se encuentra exactamente sobre la Cátedra, invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio diario a toda la Iglesia. Por esto, como por vuestra devota atención, os doy las gracias de corazón».
Benedicto XVI, Audiencia general 22-2-2006

jueves, 20 de febrero de 2014

¿PUEDE EXISTIR ALGO MÁS ADMIRABLE QUE ESTE SACRAMENTO?


"Las inmensas bondades que la dadivosidad de Dios ha derramado sobre el pueblo cristiano han enaltecido a éste con una dignidad inestimable. “Jamás hubo nación tan grande que tuviera a sus dioses tan cercanos así como lo está a nosotros Yaveh, Dios nuestro” (Deuteronomio 4,7).
En efecto, el Hijo Único de Dios, decidido a hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza de modo que haciéndose Él hombre consiguiera divinizar a los hombres. Pero hay más; todo lo que Él tomó de lo nuestro lo empleó totalmente para nuestro bien.
Aquel Cuerpo suyo se lo ofreció como Víctima a Dios su Padre sobre el altar de la Cruz para reconciliación nuestra con Él. Y aquella Sangre suya la derramó como precio de rescate, y al mismo tiempo como baño purificador nuestro, de modo que, liberados de nuestra miserable esclavitud, nos viéramos limpios de nuestros pecados.
Y para que jamás olvidáramos beneficio tan insigne, llegó a dejarnos su Cuerpo como alimento, y su Sangre como bebida, bajo las apariencias de pan y vino, para que pudieran recibirlos sus fieles.
¡Qué rico y admirable convite! ¡Qué banquete de salvación saturado de toda clase de dulzuras! Pero es que ¿podría imaginarse manjar más excelso? Aquí no se trata de la carne de novillos o de machos cabrios como en la Antigua Ley; aquí se nos ofrece en manjar Cristo mismo, Dios verdadero.
¿Puede existir, pues, algo más admirable que este Sacramento? Efectivamente, aquí el pan y el vino se convierten sustancialmente en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, de tal manera que Cristo, perfecto Dios y Hombre, se encierra bajo las apariencias de un poco de pan y un poco de vino.

Y así es como los fieles lo comen o reciben, pero jamás lo trituran o laceran. Todo lo contrario, si se divide o fracciona el Sacramento, Cristo permanece entero bajo cualquier partecita desmenuzada.
Y es que los accidentes perduran en el Sacramento pero sin apoyarse en su primera sustancia y así se ejercita nuestra fe cuando recibimos lo invisible visiblemente ocultado por unas apariencias que no son las suyas, y queden por la fe inmunizados de engaño estos nuestros sentidos, acostumbrados a juzgar por apariencias familiares.
No hay sacramento más provechoso que éste, donde se lavan las culpas, se acrecientan las virtudes y se robustece el alma con la abundancia de todos los carismas del Espíritu.
Esta Eucaristía se ofrece en la Iglesia tanto por los vivos como por los difuntos. De este modo, lo que fue instituido para el bien de todos, a todos aprovecha.
Y finalmente, no hay nadie en el mundo capaz de expresar la suavidad de este Sacramento donde se saborean en su propia fuente las dulzuras del Espíritu; donde se aviva el recuerdo de aquel inefabilísimo amor que Cristo nos demostrara en su Pasión.
Por Amor y para que se clavara en nuestras almas la inmensidad de ese amor, Cristo instituyó este Sacramento en la Última Cena, celebrada ya la Pascua con sus discípulos, y a punto ya de pasar de este mundo al Padre, y nos lo dejó como memorial perpetuo de su Pasión, culminación de los antiguos símbolos.
Es el más grande milagro de todos los milagros por Él realizados. Y así legó el consuelo más insigne a los que, al alejarse Él, iban a quedar sumidos en la tristeza."
Santo Tomás de Aquino

miércoles, 19 de febrero de 2014

LA BONDAD DE JESÚS EN EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA



 Audiencia General  19-02- 2014

Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!

A través de los Sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora, todos lo sabemos, esta vida, nosotros la llevamos “en vasos de barro” (2 Cor 4,7), estamos todavía sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la nueva vida. Por esto, el Señor Jesús, ha querido que la Iglesia continúe su obra de salvación también hacia sus propios miembros, en particular, con el Sacramento de la Reconciliación y el de la Unción de los enfermos, que pueden estar unidos bajo el nombre de “Sacramentos de sanación”. El sacramento de la reconciliación es un sacramento de sanación. Cuando yo voy a confesarme, es para sanarme: sanarme el alma, sanarme el corazón por algo que hice no está bien. El icono bíblico que los representa mejor, en su profundo vínculo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y de los cuerpos (Mc 2,1-12 / Mt 9,1-8; Lc 5,17-26).

1- El Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación – nosotros lo llamamos también de la Confesión - brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de Pascua el Señor se apareció a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y luego de haberles dirigido el saludo “¡Paz a ustedes!”, sopló sobre ellos y les dijo: “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen” (Jn. 20,21-23). Este pasaje nos revela la dinámica más profunda que está contenida en este Sacramento. Sobre todo, el hecho que el perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos nosotros mismos: yo no puedo decir: “Yo me perdono los pecados”; el perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino es un regalo, es don del Espíritu Santo, que nos colma de la abundancia de la misericordia y la gracia que brota incesantemente del corazón abierto del Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en paz. Y ésto lo hemos sentido todos, en el corazón, cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza. Y cuando sentimos el perdón de Jesús, ¡estamos en paz! Con aquella paz del alma tan bella, que sólo Jesús puede dar, ¡sólo Él!

2- En el tiempo, la celebración de este Sacramento ha pasado de una forma pública – porque al inicio se hacía públicamente – ha pasado de esta forma pública a aquella personal, a aquella forma reservada de la Confesión. Pero esto no debe hacer perder la matriz eclesial, que constituye el contexto vital. En efecto, es la comunidad cristiana el lugar en el cual se hace presente el Espíritu, el cual renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una sola cosa, en Cristo Jesús. He aquí por qué no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humildemente y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración de este Sacramento, el sacerdote no representa solamente a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que lo alienta y lo acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Alguno puede decir: “Yo me confieso solamente con Dios”. Sí, tú puedes decir a Dios: “Perdóname”, y decirle tus pecados. Pero nuestros pecados son también contra nuestros hermanos, contra la Iglesia y por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia y a los hermanos, en la persona del sacerdote. “Pero, padre, ¡me da vergüenza!”. También la vergüenza es buena, es ‘salud’ tener un poco de vergüenza. Porque cuando una persona no tiene vergüenza, en mi País decimos que es un ‘senza vergogna’ un ‘sinvergüenza’. La vergüenza también nos hace bien, nos hace más humildes. Y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios, perdona. También desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decirle al sacerdote estas cosas, que pesan tanto en mi corazón: uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia y con el hermano. Por eso, no tengan miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse siente todas estas cosas – también la vergüenza – pero luego, cuando termina la confesión sale libre, grande, bello, perdonado, blanco, feliz. Y esto es lo hermoso de la Confesión.

Quisiera preguntarles, pero no respondan en voz alta ¿eh?, cada uno se responda en su corazón: ¿cuándo ha sido la última vez que te has confesado? Cada uno piense. ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Cada uno haga la cuenta, y cada uno se diga a sí mismo: ¿cuándo ha sido la última vez que yo me he confesado? Y si ha pasado mucho tiempo, ¡no pierdas ni un día más! Ve hacia delante, que el sacerdote será bueno. Está Jesús, allí, ¿eh? Y Jesús es más bueno que los curas, y Jesús te recibe. Te recibe con tanto amor. Sé valiente, y adelante con la Confesión.

Queridos amigos, celebrar el Sacramento de la Reconciliación significa estar envueltos en un abrazo afectuoso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos aquella bella, bella Parábola del hijo que se fue de casa con el dinero de su herencia, despilfarró todo el dinero y luego, cuando ya no tenía nada, decidió regresar a casa, pero no como hijo, sino como siervo. Tanta culpa había en su corazón, y tanta vergüenza. Y la sorpresa fue que cuando comenzó a hablar y a pedir perdón, el Padre no lo dejó hablar: ¡lo abrazó, lo besó e hizo una fiesta! Y yo les digo, ¿eh? ¡Cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta! Vayamos adelante por este camino. Que el Señor los bendiga.