REGNUM MARIAE

REGNUM MARIAE
COR JESU ADVENIAT REGNUM TUUM, ADVENIAT PER MARIAM! "La Inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios. Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad. Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús. Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro. Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin límites ni reservas." (San Maximiliano María Kolbe)

CARITAS CHRISTI

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CÁRITAS CHRISTI URGET NOS

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"Si hablando lenguas de hombres y de ángeles no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe" (1 Cor 13,1)

Enumera el Apóstol de las gentes diversos carismas otorgados por el Espíritu Santo, y los compara con la virtud teologal de la caridad. En este versículo se refiere concretamente al don de hablar en lenguas.
Te invito a que me acompañes amigablemente y recorramos juntos el trecho del camino que nos falta, con la intención de salir al encuentro de Aquel que viene a redimirnos y salvarnos.
En esta andadura puede servirnos de guía e inspiración la Palabra que Dios dirige a los cristianos de Corinto por medio de San Pablo. Si el Mesías enviado nos encuentra cuando llegue con las brasas de amor encendidas en nuestro corazón, habrá valido la pena.
Al leer eso de "hablar lenguas de hombres y de ángeles", quizás el primer pensamiento que te asalte sea que estamos sobrados de palabras, desencantados de falsas promesas, hastiados de palabras huecas y vacías; quizás también heridos y maltrechos por palabras cargadas de falsedad y mentira que alguien de corazón malvado y perverso haya podido disparar contra nosotros como flechas envenenadas y mortíferas.
Fácil y temerariamente olvidan los hombres que de toda palabra que salga de su boca habrán de rendir estricta cuenta a Dios.
Está la palabra que consuela al triste y al abatido. La palabra que anima y levanta al que está postrado. La que se alza con valentía para denunciar la injusticia. La palabra que se hace clamor de los pobres y queja de los desheredados y maltratados. La palabra que es portadora de perdón, de paz y reconciliación. Está aquella palabra preñada de misericordia que es extendida como un blanco velo para cubrir piadosamente las miserias y defectos del prójimo. La palabra que se resiste a juzgar y a condenar al hermano. También está la palabra que busca corregir sin pretensión de humillar. La palabra que acoge, que abraza, que seca las lágrimas del que llora. La palabra que no margina, ni apunta, ni señala al otro con altanería y soberbia para hacerlo objeto de escarnio.
Está la palabra del amigo verdadero que es palabra leal, honrada, fiel y eterna.
Todas estas palabras vienen de Dios. Son por Dios inspiradas y son un canto a su gloria. Son palabras de verdad, de amor y de luz. Son palabras divinas que nos hacen verdaderamente humanos, creados "a imagen y semejanza de Dios" que es la Suma Bondad. Son palabras de bendición.
Pero no hemos de olvidarnos que en nuestro mundo circula también la sucia palabra preñada de mentira y de odio, de violencia e injusticia, de difamación y calumnia, de frialdad y arrogancia. La palabra que se ensaña hasta dar muerte física o moral al hermano. La palabra envenenada pronunciada por el hombre de corazón perverso, instigadora de odios y venganzas; aquella  que alimenta el fuego devorador de todos los infiernos que los malvados mantienen y promueven en el mundo para tortura de sus propios hermanos.
Esas palabras vienen del Maligno, del Padre de la mentira que es homicida y enemigo de Dios. Son palabras de muerte que  hacen a quienes las pronuncian hijos del Príncipe de este mundo, sembrador incansable de odio, oscuridad y sufrimiento.Son palabras de maldición.
Estamos a la espera y vamos al encuentro de Aquel que viene a nosotros. Aquel que es Palabra eterna del Padre, Palabra veraz, Palabra de justicia, de misericordia, bondad y perdón. Aquel que es Palabra de Paz y reconciliación. Palabra que ilumina, que da vida en abundancia y plenitud.


Él, desde el silencio de su cuna, desde la humildad de su pesebre, desde su abajamiento, sin pronunciar palabra alguna, nos lo dirá todo con claridad y contundencia. Hasta que llegue su hora no hablará lenguas de hombres ni de ángeles, sin embargo solo Él es la Palabra, comprensible y clara para todos aquellos de corazón pobre y humilde que le reciben y vienen a ser hijos de Dios. Esta Palabra habla el lenguaje divino, que no es otro que el lenguaje del amor: Deus Caritas est. Quien no conoce el amor no conoce a Dios. Quien no conoce la palabra de amor, ese tal no es de Dios. Porque Dios es Amor infinito.
Este lenguaje, hecho de gestos concretos, de actitudes y de vida es el único que en la hora presente puede devolvernos la esperanza, instaurar la justicia y lograr la paz personal y social.
Si los seguidores de Cristo no hablamos este lenguaje, entonces sólo seremos bronce que suena o platillos que aturden.
Si nuestro lenguaje es mera palabrería y no es la caridad efectiva de nada nos sirve. Puro ruido serán nuestras palabras rebuscadas y repetitivas. Puro ruido nuestra pose de altanería y superioridad. Pura mentira nuestro testimonio de seguidores de Cristo, Palabra del Padre.En la vida de todo cristiano la Palabra  de bendición ha de hacerse carne tangible y visible en cada gesto, en cada decisión, en cada encuentro con el prójimo.
P. Manuel María de Jesús
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"Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia, y tanta fe que trasladase  los montes, si no tengo caridad no soy nada" (1 Cor 13, 2)

El don de profecía es otro de los carismas que el Espíritu Santo puede otorgar a alguno de los miembros de la comunidad cristiana en función del bien común. No se trata tanto de adivinar el futuro, ni de conocer anticipadamente los acontecimientos venideros, cuanto de transmitir a la comunidad el juicio que Dios hace sobre la fidelidad de la misma comunidad a su voluntad salvadora y a sus planes de redención.
No es el que ha recibido el don de profecía quien juzga a la comunidad a la luz de la Palabra de Dios. Es Dios mismo a través de su Palabra el que juzga. Y juzga no para condenar sino para redimir y salvar, para conducir como Buen Pastor a los fieles por la senda de la justicia, de la verdad y del amor. Dios juzga para condenar el pecado, para condenar toda forma de injusticia y maldad, pero siempre con la intención de salvar, con el  propósito de que el pecador se convierta y viva.
Quien ha recibido el carisma de profecía es un mero instrumento al servicio de Dios y de los hermanos. Y él mismo habrá de ser el primero en dejarse juzgar por la Palabra, antes de transmitir el juicio a los hermanos.
De forma permanente nos acecha la tentación de erigirnos en jueces del prójimo. Reparamos en la mota que tiene el otro en el ojo, disimulando la viga que tenemos en el nuestro. Jesús condena este proceder calificándolo como pecado de hipocresía.
Hay quien vive consagrado a esta denigrante y penosa tarea de juzgar permanentemente a su prójimo condenándolo y dándole muerte en su corazón. Este tipo de personas se convierten en verdaderos sepulcros ambulantes, limpios y blanqueados por fuera, pero rebosantes de inmundicia por dentro. En su corazón se acumulan los cadáveres de todos aquellos prójimos a los que han ido sentenciando y ejecutando en su corazón.


El hombre de corazón perverso está pronto para absolverse a sí mismo y condenar al prójimo. Utiliza para sí una medida distinta de aquella que utiliza con los demás. Su criterio es del todo opuesto al que nos propone el Salvador del mundo: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. Porque con la medida con que midáis se os medirá” (Lc 6, 36-38)
La perversión de la mente y del corazón alcanza su cima cuando se autoengaña y se convence a sí mismo de ser el único inocente condenado a vivir entre culpables. Sobre el prójimo descarga todas sus frustraciones, envidias, maledicencias, e incluso la responsabilidad de sus propios  fracasos y pecados.
Se trata de la asumpción de la actitud del fariseo como pauta de comportamiento ante Dios, ante los demás y ante sí mismo, frente a la actitud humilde del publicano. Su modus vivendi se rige por el "yo no soy como los demás hombres". Una forma de autoengaño, un mecanismo de defensa, un pecado de soberbia y vanagloria. No sólo no asume su condición, sino que se proyecta a sí mismo en su prójimo intentando dar muerte en él a su propia imagen.
De nada sirven nuestros juicios sobre los demás, porque a fin de cuentas sólo el juicio de Dios será el que se imponga eternamente. Esos juicios se volverán contra nosotros, pues la medida que utilicemos con los demás, con esa misma seremos medidos. "Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado" (Lc 18,14)
Este terrible pecado encuentra hoy nuevas plataformas que facilitan el daño irreparable a quienes son víctimas de juicios mediáticos, de difamaciones esparcidas a los cuatro vientos. Mentira, difamación y calumnia son armas mortíferas con las que el Príncipe de este mundo logra apagar en el corazón de muchos el fuego de la caridad que el Salvador vino a prender en nuestra tierra.
Menciona también San Pablo el conocimiento de los misterios y la ciencia. En otra ocasión recordará el Apóstol que nosotros no predicamos otra sabiduría que la Cruz de Cristo, y que la ciencia y el saber desconectados de la caridad sólo sirven como anzuelo para caer en la tentación de hincharse y pavonearse. En definitiva, la ciencia y la sabiduría consumadas consisten en el conocimiento del amor de Dios manifestado por medio de su Hijo amado, y en el amor al prójimo, del cual Él dió testimonio fehaciente entregando su vida por nosotros, siendo aún nosotros pecadores y por lo tanto enemigos de Dios.
No hay otro referente que pueda tener el que de verdad quiera ser discípulo y seguidor de Cristo. Un solo precepto nos dió Jesús: "Como yo os he amado, así también amaos mutuamente"(Jn 13, 34)
 En ese precepto se concentra toda la ciencia y toda la sabiduría a la que debiéramos aspirar. Fuera de ahí todo es vanidad de vanidades.
Finalmente está la virtud teologal de la fe sobre la cual es bueno recordar que sin obras está muerta. La fe verdadera engendra la caridad, impulsa la caridad, se manifiesta a través de la caridad. La fe, junto con la esperanza desaparecerán y sólo la caridad permanecerá eternamente, alimentada y avivada por la contemplación de Dios Hermosura Soberana, Bondad infinita, Felicidad sin sombra ni fin.
Ya podría, pues, conocer y adivinar el futuro; arrogarme el derecho de juzgar a mi prójimo y buscar mil maneras de disponer de su vida, de su honra y de su fama. Ya podría entregarme a la adquisición de toda la ciencia y sabiduría posibles. Ya podría pensar que mi fe es fuerte y recia como un frondoso árbol, y ya podría engañarme a mí mismo autoconvenciéndome que mi relación con Dios marcha bien al margen de mi relación con el prójimo y de mi compromiso de amor fraternal con él.
SI NO TENGO CARIDAD NO SOY NADA.
P. Manuel María de Jesús
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“Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad de nada me sirve” (1 Cor 13, 3)


Pudiera parecer a alguno que el Apóstol restara importancia a la preocupación por los pobres y al debido socorro de sus necesidades. De ninguna manera pueden ser tomadas sus palabras en este sentido. Pensemos que el mismo Jesús proclama como signo de la llegada del reino de Dios que a los pobres se les anuncia el Evangelio. Jesús es no sólo el portador de la Buena Noticia para los pobres, sino que Él mismo: su Persona, su mensaje y su obra redentora, es la Buena Nueva  que los pobres aguardan oír y ver: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3).
La Iglesia de Cristo está llamada a ser Iglesia pobre, que opta por los pobres. Sólo así puede identificarse con Cristo, ser portadora de la Buena Noticia y hacer presente el reino de Dios.
Esto lo tenían muy claro las primeras comunidades cristianas: “Todos los que creían vivían unidos, teniendo sus bienes en común; pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos según la necesidad de cada uno” (Hech 2, 44-46).
Recordemos como San Pablo organiza una colecta en las Iglesia de Asia Menor para atender a los hermanos de Jerusalén. Y el precioso testimonio del diácono San Lorenzo, martirizado en el año 257 durante la persecución decretada por el Emperador Valeriano: el diácono Lorenzo viendo que el peligro llegaba, recogió todos los dineros y demás bienes que la Iglesia tenía en Roma y los repartió entre los pobres. Y vendió los cálices de oro, copones y candeleros valiosos, y el dinero lo dio a las gentes más necesitadas.
El alcalde de Roma, que era un pagano muy amigo de conseguir dinero, llamó a Lorenzo y le dijo: "Me han dicho que los cristianos emplean cálices y patenas de oro en sus sacrificios, y que en sus celebraciones tienen candeleros muy valiosos. Vaya, recoja todos los tesoros de la Iglesia y me los trae, porque el emperador necesita dinero para costear una guerra que va a empezar".
Lorenzo le pidió que le diera tres días de plazo para reunir todos los tesoros de la Iglesia, y en esos días fue invitando a todos los pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y leprosos que él ayudaba con sus limosnas. Y al tercer día los hizo formar en filas, y mandó llamar al alcalde diciéndole: "Ya tengo reunidos todos los tesoros de la iglesia. Le aseguro que son más valiosos que los que posee el emperador".
Los cristianos aprendemos de Jesús, y a esto se refiere el Apóstol Pablo, que el amor verdadero no se limita a la mera beneficencia. La caridad va mucho más allá de la limosna, va más allá de dar o compartir unos bienes por mera filantropía. No se trata de atender al pobre por lástima o por pena. No se trata tan sólo de soñar o trabajar por el ideal, noble en sí mismo, de un mundo mejor, de un mundo más justo, de la erradicación de la miseria. Todo eso es bueno, justo, noble, digno, humano. Pero la caridad es todavía mucho más que eso.

Siempre será loable trabajar por esas causas, pero incluso así tras esos ideales se puede esconder la vanagloria personal, la búsqueda de la propia satisfacción, la pretensión de ser reconocidos por los demás, en definitiva la instrumentalización de los pobres y de su causa en provecho propio, aunque ese provecho no sea económico ni material.


¿Qué aprendemos al contemplar a Jesús? ¿Qué podemos llegar a comprender si contemplamos su encarnación, su vida, su Pasión y Muerte? : Comprenderemos “cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo; un amor que supera todo conocimiento y que nos llena de la plenitud misma de Dios” (Cf.  Ef. 3, 18-19)
En Jesús, Dios venido al mundo en carne (Cf. 1 Jn 4, 2 y ss.), podemos contemplar que el amor no es sino darse a sí mismo, entregarse por entero, sin reserva alguna, sin pedir nada a cambio. El amor es gastarse y consumirse del todo, porque “Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos” ( Jn 15, 13).
Pero, a la vez que afirmamos todo eso que podemos contemplar y aprender de Jesús, también hemos de afirmar que la vida cristiana, el ser cristiano no consiste en una ideología, en una mera imitación de Jesús. La vida cristiana no se reduce a una moral o a una ética de comportamiento.
Ese amor de caridad que contemplamos en Jesús no es posible que nosotros lo adquiramos por mero voluntarismo, por autoexigencia o a fuerza de imitación. “La caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él. En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como propiciación para nuestros pecados” (1 Jn 4, 7-10).


La vida cristiana sólo es posible por la comunión con Cristo. Consiste en recibir el amor de Cristo como don, y corresponder a dicho amor amando a Dios y al prójimo con ese mismo amor que de Él recibimos permanentemente.
Sólo es posible amar a la manera de Cristo y participar de la profundidad de su amor si Él lo infunde en nosotros, “porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rom 5, 5)
Ese amor que transforma nuestro ser y nuestra existencia, se convierte entonces, a través de nosotros, en un amor transformante de la realidad, haciendo posible el advenimiento y la instauración de la justicia, del amor y de la paz.
Es a la luz y por la fuerza del amor de Dios como únicamente podemos llegar a vivir  hasta sus últimas consecuencias las exigencias del amor fraterno: la caridad de Dios es la caridad fraterna. No va por un lado el amor a Dios y por otro el amor al prójimo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primer mandamiento y el más importante. El segundo es semejante a éste: Amarás al prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se basa toda la ley y los profetas” (Mt 22, 37-40)
En esto consiste el amor de caridad que hace posible hallar la auténtica respuesta a la pregunta,  ¿y quién es mi prójimo? Y actuar en conformidad y con coherencia. A esta pregunta responde Jesús en el Evangelio con la parábola del Buen Samaritano.
Es gracias al amor de caridad que podemos reconocer y respetar en cada uno de nuestros prójimos la dignidad que les ha sido otorgada por Dios, reconociendo en cada uno de ellos la imagen divina: “Todo lo que hagáis a uno de esos mis pequeños hermanos, a mí me lo hacéis” (Mc 2, 9).
Es, entonces, que el prójimo se transforma en hermano, gracias al amor de Dios que rebosa en nuestros corazones. Y pobre es todo aquél que pasa a mi lado, necesitado de bienes materiales, o necesitado de ánimo, de compañía, de comprensión, de perdón o de consejo. Cada uno de ellos encontrarán en mí la obra de misericordia que esperan y necesitan, sin buscarme nunca a mí mismo y buscando en cada uno de ellos el rostro y la persona de Cristo.
Sólo la caridad hace posible en medio de nuestro mundo el milagro delcor unum et anima una –ser un solo corazón y una sola alma con nuestros hermanos- para que la luz de nuestra fe alumbre delante de los hombres y Dios nuestro Padre sea glorificado (Cf. Mt 5, 16).
SI NO TENGO CARIDAD NADA ME SIRVE
P. Manuel María de Jesús

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“La caridad es paciente y bondadosa; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia” 
(1 Cor 13, 4)

A partir del versículo cuarto el Apóstol San Pablo nos ofrece una relación de las características principalesde la caridad. En realidad nos está presentando el rostro de Dios, está describiendo el rostro de Cristo.
Deus caritas est, afirma el Apóstol San Juan en su primera carta. Hemos de ver en ello, más que una afirmación filosófica o teológica, un testimonio vital, que tiene su raíz en el hecho de haber conocido a Jesús, de haber vivido con Él y, sobre todo, de haberse sentido amado por Él. Reparemos que quien nos ofrece este valiosísimo testimonio es precisamente el discípulo amado: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de vida, -pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó-, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” ( 1 Jn 1, 1-3)
Nos atreveríamos a decir que el Himno de la caridad bien podría ser considerado un himno cristológico, en el sentido de que todo cuanto expresa podemos verlo hecho realidad en la Persona de Jesucristo: en su ser, en su obrar y en todas sus enseñanzas. Es una descripción maravillosa del ser de Dios y de su manera de proceder, siempre amorosa, con el género humano.
La manifestación del amor de Dios alcanza su plenitud en la Encarnación redentora de Jesucristo, Hijo de Dios vivo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él”(Jn 3, 16-17) Y el mismo Juan en su Primera Carta volverá a insistir:“En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él ha dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3, 16)
Toda la Historia de la Salvación no es otra cosa que la revelación del amor de Dios hacia los hombres. Desde el principio Dios se mostrará en todo momento paciente con el ser humano: “El Señor es paciente con los hombres, y derrama sobre ellos su misericordia. El ve y sabe que su fin es miserable, por eso los perdona una y otra vez. La compasión del hombre se limita a su prójimo, la del Señor llega a todo viviente” (Eclo 18, 11-13).

Esta bondad de Dios se pondrá de manifiesto de manera particular en la relación con su Pueblo elegido. En los distintos avatares y a pesar de la infidelidad de su Pueblo, el Señor permanecerá siempre fiel a su amor, como “un Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel; que mantiene su amor eternamente, que perdona la iniquidad, la maldad y el pecado” (Ex 34, 6-7) Ello no obsta para que deje de corregirnos, “porque el Señor corrige a quien ama, y castiga a aquél a quien recibe como hijo”(Heb 12, 6); por lo tanto si lo hace es debido únicamente al gran amor que nos tiene: “Pues ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija? Si estuvierais exentos del castigo que ha alcanzado a todos, seríais bastardos, no hijos. Por lo demás, si a nuestros padres de la tierra los respetábamos cuando nos corregían, ¡cuánto más hemos de someternos al Padre del cielo para tener vida! Nuestros padres nos educaban para esta vida, que es breve, según sus criterios; Dios, en cambio nos educa para algo mejor, para que participemos de su santidad. Es cierto que toda corrección, en el momento en que se recibe, es más un motivo de pena que de alegría; pero después aporta a los que la han sufrido frutos de paz y salvación” (Heb 12, 7- 11).
El amor de Dios adquiere tintes de ternura cuando leemos en el Libro del Profeta Isaías: “Como un niño al que su madre consuela, así os consolaré yo a vosotros” (Is 66, 13). En este y en otros textos de la Sagrada Escritura encontró Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia, inspiración para vivir el camino de infancia espiritual, que es un camino de plena confianza y abandono en Dios: “Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina. Ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre... «El que sea pequeñito, que venga a mí», dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón. Y ese mismo Espíritu de amor dijo también que «a los pequeños se les compadece y perdona». Y, en su nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último día «el Señor apacentará como un pastor a su rebaño, reunirá a los corderitos y los estrechará contra su pecho». Y como si todas esas promesas no bastaran, el mismo profeta, cuya mirada inspirada se hundía ya en las profundidades de la eternidad, exclama en nombre del Señor: «Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en brazos y sobre las rodillas os acariciaré»”.
Como plenitud de la Revelación de Dios, Jesús nos manifestará el rostro amoroso del Padre: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9). Lo hará no sólo hablándonos del Padre, como por ejemplo en la parábola del hijo pródigo, sino a través de sus mismas obras, portadoras de ese amor para comunicarlo a los hombres. Podemos verlo en ese Jesús que acoge y perdona a los pecadores, que bendice a los pequeños, que sana a los enfermos, que siente compasión por las gentes que viven como ovejas sin pastor. Es el fuego de ese amor divino el que Jesús viene a prender en nuestro corazón, para que no sólo nos sintamos infinitamente amados por Dios, sino para que también a través de nosotros el amor de Dios llegue a nuestros hermanos: “Entonces se acercó Pedro y le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces? Jesús le respondió: No te digo siete veces, sino setenta veces siete”(Mt 18, 21-22) Y para ilustrar su enseñanza, Jesús les narra la parábola del perdón. (Cf. Mt 18, 23-35).


P. Manuel María de Jesús

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