REGNUM MARIAE

REGNUM MARIAE
COR JESU ADVENIAT REGNUM TUUM, ADVENIAT PER MARIAM! "La Inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios. Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad. Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús. Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro. Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin límites ni reservas." (San Maximiliano María Kolbe)

SOBRE EL APOSTOLADO DE LOS LAICOS





La identidad eclesial de los laicos

1. A lo largo de las catequesis eclesiológicas después de haber reflexionado sobre la Iglesia como pueblo de Dios, como comunidad sacerdotal y sacramental, nos hemos detenido en varios oficios y ministerios. Así, hemos pasado de los Apóstoles, elegidos y mandados por Cristo, a los obispos, sus sucesores, a los presbíteros, colaboradores de los obispos, y a los diáconos. Es lógico que nos ocupemos ahora de la condición y del papel de los laicos, que constituyen la gran mayoría del populus Dei. Trataremos este tema siguiendo la línea del concilio Vaticano II, pero también recogiendo las directrices y las orientaciones de la exhortación apostólica Christifideles laici, publicada el 30 de diciembre de 1988, como fruto del Sínodo de los obispos de 1987.

2. Es bien conocido que la palabra laico proviene del término griego laikós, que a su vez deriva de laos: pueblo. Laico, por consiguiente, significa uno del pueblo. Bajo este aspecto es una palabra hermosa. Por desgracia, tras una larga evolución histórica, en el lenguaje profano, sobre todo político, laico ha llegado a significar oposición a la religión y, en particular, a la Iglesia, de suerte que expresa una actitud de separación rechazo o, al menos, indiferencia declarada. Esa evolución constituye, ciertamente, un hecho lamentable.
En el lenguaje cristiano, por el contrario, la palabra laico se aplica a quien pertenece al pueblo de Dios y, de manera especial a quien, por no tener funciones y ministerios vinculados al sacramento del orden, no forma parte del clero, según la distinción tradicionalmente establecida entre clérigos y laicos (cf. Código de derecho canónico, can. 207, § 1). Los clérigos son los ministros sagrados, o sea: el Papa, los obispos, los presbíteros y los diáconos; laicos son, por tanto, los demás christifideles que, junto con los pastores y ministros, constituyen el pueblo de Dios.
Al hacer esta distinción, el Código de derecho canónico añade que tanto entre los clérigos como entre los laicos hay fieles consagrados a Dios de modo especial por la profesión, reconocida canónicamente, de los consejos evangélicos (can. 207,  §2). Según la distinción que acabamos de recordar, cierto número de religiosos o consagrados, que emiten los votos pero no reciben las órdenes sagradas, bajo este aspecto deben ser considerados como laicos. Con todo, por su estado de consagración, ocupan un lugar especial en la Iglesia, de modo que se distinguen de los demás laicos. Por su parte, el Concilio prefirió tratar de ellos aparte, y consideró como laicos a quienes no eran ni clérigos ni religiosos (cf. Lumen gentium, 31). Esta ulterior distinción, que no encierra complicaciones o confusiones, es útil para simplificar y facilitar el razonamiento sobre los diversos grupos y clases que existen dentro del organismo de la Iglesia.
Aquí adoptaremos esa triple distinción, y hablaremos de los laicos como de miembros del pueblo de Dios que no pertenecen al clero ni están consagrados en el estado religioso o en la profesión de los consejos evangélicos (cf. Christifideles laici 9, y Catecismo de la Iglesia católica, n. 897, que recogen la concepción del Concilio). Después de haber hablado del estado y de la misión de esta gran mayoría de miembros del pueblo de Dios, podremos hablar sucesivamente del estado y de la misión de los christifideles religiosos o consagrados.

3. Aún advirtiendo que los laicos no son toda la Iglesia, el Concilio quiere reconocer plenamente su dignidad: si, bajo el aspecto ministerial y jerárquico, las órdenes sagradas colocan a los fieles que las reciben en una condición de particular autoridad en función de la misión que se les asigna, los laicos tienen en plenitud la cualidad de miembros de la Iglesia, lo mismo que los ministros sagrados o los religiosos. En efecto, según el Concilio, han sido incorporados a Cristo por el bautismo y han recibido el sello indeleble de su pertenencia a Cristo en virtud del carácter bautismal. Forman parte del Cuerpo místico de Cristo.
Por otro lado, la consagración inicial, realizada por el bautismo, los compromete en la misión de todo el pueblo de Dios: a su modo son partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo. Por tanto, lo que hemos dicho en las catequesis sobre la Iglesia como comunidad sacerdotal y comunidad profética se puede aplicar también a los laicos que, junto con los miembros de la Iglesia a los que se han confiado funciones y ministerios jerárquicos, están llamados a desarrollar sus potencialidades bautismales en comunión con Cristo, única cabeza del Cuerpo místico.

4. El reconocimiento de los laicos como miembros de la Iglesia con pleno derecho, excluye la identificación de ésta con la sola Jerarquía. Pecaría de reduccionismo; más aún, sería un error antievangélico y antiteológico concebir la Iglesia exclusivamente como un cuerpo jerárquico: ¡una Iglesia sin pueblo! Ciertamente, según el Evangelio y la tradición cristiana, la Iglesia es una comunidad en la que existe una Jerarquía, pero precisamente porque existe un pueblo de laicos al que debe servir y guiar por los caminos del Señor. Es de desear que tanto los clérigos como los laicos, en vez de contemplar la Iglesia desde fuera, como si fuera una organización que se les impone, sin ser su cuerpo, su alma, tomen cada vez más conciencia de esa verdad. Clérigos y laicos, Jerarquía y fieles no ordenados forman un solo pueblo de Dios una sola Iglesia, una sola comunión de seguidores de Cristo, de suerte que la Iglesia es de todos y de cada uno, y todos somos responsables de su vida y de su desarrollo. Más aún, se han hecho famosas las palabras del Papa Pío XII, que en un discurso del año 1946 dirigido a los nuevos cardenales, afirmaba: los laicos «deben tomar cada vez mayor conciencia de que, además de pertenecer a la Iglesia, son también la Iglesia» (AAS 38 [1946], p. 149; citado en Christifideles laici, 9 y Catecismo de la Iglesia católica, n. 899). Declaración memorable, que marcó un hito en la psicología y en la sociología pastoral, a la luz de la mejor teología.

5. El concilio Vaticano II afirmó también esa misma convicción, como conciencia de los pastores (cf. Lumen gentium, 30).
Es preciso añadir que en los últimos decenios había madurado una conciencia más nítida y más rica de esta misión, con la contribución de los pastores y también de eximios teólogos y expertos de pastoral que antes y después de la intervención de Pío XII y el primer Congreso mundial para el apostolado de los laicos (1951), habían tratado de aclarar las cuestiones teológicas relativas al laicado en la Iglesia escribiendo casi un nuevo capítulo de la eclesiología. Asimismo, fueron de gran ayuda para ello los encuentros y congresos, en que hombres de estudio y expertos de acción y de organización discutían acerca de los resultados de sus reflexiones y los datos adquiridos en su trabajo pastoral y social, preparando así un material muy valioso para el magisterio del Papa y del Concilio. Sin embargo, todo se hallaba dentro de la línea de una tradición que se remontaba a los primeros tiempos del cristianismo y, en particular, a la exhortación de san Pablo, citada por el Concilio (cf. Lumen gentium, 30), que pedía solidaridad a toda la comunidad y le recordaba la responsabilidad del trabajo para la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 15-16).

6. En realidad, tanto ayer como hoy, innumerables laicos han actuado y actúan en la Iglesia y en el mundo según las exhortaciones y las recomendaciones de los pastores. ¡Son realmente dignos de admiración! Algunos laicos desempeñan un papel vistoso pero mucho más numerosos son los que, sin llamar la atención, viven intensamente su vocación bautismal, derramando en la Iglesia los beneficios de su caridad. De su silencio florece un apostolado que el Espíritu hace eficaz y fecundo.



El carácter secular propio de los laicos

1. Es sabido que el concilio Vaticano II, al distinguir, entre los miembros de la Iglesia a los laicos de los que pertenecen al clero o a los institutos religiosos, reconoce como nota distintiva del estado laical el carácter secular. «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos», afirma (Lumen gentium, 31), señalando así una condición de vida que especifica la vocación y la misión de los laicos, como el orden sagrado y el ministerio sacerdotal especifican el estado de los clérigos, y la profesión de los consejos evangélicos el de los religiosos, sobre la base de la consagración bautismal, común a todos.

2. Se trata de una vocación especial, que precisa la vocación cristiana común, por la que todos estamos llamados a obrar según las exigencias de nuestro ser, es decir, como miembros del Cuerpo místico de Cristo y, en él, hijos adoptivos de Dios. Siempre según el Concilio (ib.), los ministros ordenados están llamados a desempeñar las funciones sagradas con una especial concentración de su vida en Dios para procurar a los hombres los bienes espirituales, la verdad, la vida y el amor de Cristo. Los religiosos, a su vez, dan testimonio de la búsqueda de lo único necesario con la renuncia a los bienes temporales por el reino de Dios: son, por tanto, testigos del cielo. Los laicos, como tales, están llamados y destinados a honrar a Dios en el uso de las cosas temporales y en la cooperación al progreso temporal de la sociedad. En este sentido el Concilio habla del carácter secular del laicado en la Iglesia. Cuando aplica esta expresión a la vocación de los laicos, el Concilio valoriza el orden temporal y, podemos decir, el siglo; pero el modo como define luego esa vocación demuestra su trascendencia sobre las perspectivas del tiempo y sobre las cosas del mundo.

3. En efecto, según el texto conciliar, existe en el laico cristiano, en cuanto cristiano, una verdadera vocación que, en cuanto laico, tiene su característica específica; pero no deja de ser vocación al reino de Dios. El laico cristiano es una persona que vive, ciertamente, en el siglo, donde se ocupa de las cosas temporales para proveer a la satisfacción de sus propias necesidades, tanto personales como familiares y sociales, y cooperar, en la medida de sus posibilidades y capacidades, al desarrollo económico y cultural de toda la comunidad, de la que debe sentirse miembro vivo, activo y responsable. A este género de vida lo llama y en él lo sostiene Cristo, y lo reconoce y respeta la Iglesia. En virtud de su situación en el mundo, debe buscar el reino de Dios y ordenar las cosas temporales según el designio de Dios. El texto conciliar reza así: «A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (ib.). Y eso mismo reafirma el Sínodo de 1987 (propositio 4, en Christifideles laici, 15; y Catecismo de la Iglesia católica, n. 898).
El Concilio precisa también que los laicos «viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida» (Lumen gentium, 31). Así testimonian que la Iglesia, fiel al Evangelio, no considera al mundo esencialmente malo e incorregible, sino capaz de acoger la fuerza salvífica de la cruz.

4. En este punto la vocación de los laicos y el carácter secular de su condición y misión plantean un problema fundamental en la evangelización: la relación de la Iglesia con el mundo, su juicio sobre él y el planteamiento auténticamente cristiano de la acción salvífica. Ciertamente, no se puede ignorar que, en el evangelio de san Juan, con el término el mundo se designa a menudo el ambiente hostil a Dios y al Evangelio: ese mundo humano que no acepta la luz (1, 10), no reconoce al Padre (17, 25), ni al Espíritu de verdad (14, 17); y está lleno de odio hacia Cristo y sus discípulos (7, 7; 15, 18-19). Jesús no quiere orar por ese mundo (17, 9) y arroja al «príncipe de este mundo», que es Satanás (12, 31). En este sentido, los discípulos no son del mundo, como Jesús mismo no es del mundo (17, 14. 16; 8, 23). Esa neta oposición se manifiesta también en la primera carta de Juan: «Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del maligno» (1 Jn 5, 19).
Con todo, no hay que olvidar que en el mismo evangelio de san Juan el concepto de mundo se refiere también a todo el ámbito humano, al que está destinado el mensaje de la salvación: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Si Dios ha amado al mundo, donde reinaba el pecado, este mundo recibe con la Encarnación y la Redención un nuevo valor y debe ser amado. Es un mundo destinado a la salvación: «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17).

5. Son numerosos los textos evangélicos que prueban la actitud de clemencia y misericordia que Jesús tiene con respecto al mundo, en cuanto que es su Salvador: el pan que baja del cielo «da la vida al mundo» (Jn 6, 33), en la Eucaristía la carne de Cristo es entregada «para la vida del mundo» (6, 51). El mundo recibe, así, la vida divina de Cristo. Y recibe también su luz, pues Cristo es «la luz del mundo» (8, 12; 9, 5). Asimismo, sus discípulos están llamados a ser «luz del mundo» (Mt 5, 14): son enviados, como Jesús, «al mundo» (Jn 17, 18). El mundo es, por tanto, el campo de la evangelización y de la conversión: el campo en que el pecado ejercita y hace sentir su poder, pero en el que también actúa la redención, en una especie de tensión que el creyente sabe destinada a concluir con la victoria de la cruz, victoria cuyos signos se ven en el mundo desde el día de la Resurrección.
En esta perspectiva se coloca el concilio Vaticano II, especialmente en la constitución Gaudium et spes, que trata sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo, entendido como «toda la familia humana», donde actúa la fuerza redentora de Cristo y se realiza el plan de Dios que él lleva poco a poco a su cumplimiento (cf. 2, 2). El Concilio no ignora el influjo del pecado en el mundo, pero subraya que el mundo es bueno en cuanto creado por Dios y en cuanto salvado por Cristo. Se comprende, por consiguiente, que el mundo, considerado en su lado positivo, que recibe de la creación y de la Redención constituye «el ámbito y el medio de la vacación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo» (Christifideles laici, 15). A ellos, pues, según el Concilio, corresponde de manera especial actuar en él, para que se lleve a cumplimiento la obra del Redentor.

6. Por eso, los laicos, lejos de huir del mundo, están llamados a trabajar para santificarlo. Repitámoslo una vez más, con un hermoso texto del Concilio, que puede servir como conclusión de esta catequesis: los laicos «están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad" (Lumen gentium, 31).


Los laicos y el misterio de Cristo

1. Ya hemos advertido que el carácter secular, propio de la vida de los laicos no puede concebirse según una dimensión puramente mundana, porque incluye la relación del hombre con Dios dentro de la Iglesia, comunidad de salvación. Hay, pues, en el cristiano un valor que trasciende la condición laical, que brota del bautismo, con el que el hombre se convierte en hijo adoptivo de Dios y miembro de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.
Por esta razón, ya desde la primera catequesis sobre los laicos, hemos dicho también que sólo por abuso se puede entender y emplear esa palabra -laico- en oposición a Cristo o a la Iglesia para indicar una actitud de separación, de independencia o incluso de mera indiferencia. En el lenguaje cristiano, laico se aplica a quien es miembro del pueblo de Dios y, al mismo tiempo, vive inserto en el mundo.

2. La pertenencia de los laicos a la Iglesia, como parte viva, activa y responsable de la misma, brota de la voluntad de Jesucristo, que quiso que su Iglesia estuviera abierta a todos. Baste aquí recordar el comportamiento del amo de la viña, en la parábola tan significativa y sugestiva que nos narra Jesús. Viendo a aquellos hombres desocupados, el amo les dice: «Id también vosotros a mi viña» (Mt 20, 4). Este llamamiento, comenta el Sínodo de los obispos de 1987 «no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo [...]. La llamada no se dirige sólo a los pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo» (Christifideles laici, 2). Todos están invitados a «dejarse reconciliar con Dios» (cf. 2 Co 5, 20), a dejarse salvar y a cooperar en la salvación universal, porque Dios «quiere que todos los hombres se salven» (1 Tm 2, 4). Todos están invitados, con sus cualidades personales a trabajar en la viña del Padre, donde cada uno tiene su puesto y su premio.

3. La llamada de los laicos implica su participación en la vida de la Iglesia y por consiguiente su comunión íntima en la vida misma de Cristo. Es, al mismo tiempo, don divino y compromiso de correspondencia. ¿No pedía Jesús a los discípulos que lo habían seguido que permanecieran constantemente unidos a él y en él, y que dejaran irrumpir en su mente y en su corazón su mismo impulso de vida? «Permaneced en mí, como yo en vosotros... Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 4-5). La verdadera fecundidad de los laicos, como la de los sacerdotes, depende de su unión con Cristo.
Es verdad que ese sin mí no podéis hacer nada no significa que sin Cristo no puedan ejercitar sus facultades y cualidades en el orden de las actividades temporales. Esas palabras de Jesús, transmitidas por el evangelio de Juan, nos advierten a todos, tanto clérigos como laicos que sin Cristo no podemos producir el fruto más específico de nuestra existencia cristiana. Para los laicos ese fruto es específicamente la contribución a la transformación del mundo mediante la gracia, y a la construcción de una sociedad mejor. Sólo con la fidelidad a la gracia es posible abrir en el mundo los caminos de la gracia, en el cumplimiento de los propios deberes familiares, especialmente en la educación de los hijos; en el propio trabajo; en el servicio a la sociedad, en todos los niveles y en todas las formas de compromiso en favor de la justicia, el amor y la paz.

4. De acuerdo con esta doctrina evangélica, repetida por san Pablo (cf. Rm 9 16) y reafirmada por san Agustín (cf. De correctione et gratia, c. 2) el concilio de Trento enseñó que, aunque es posible hacer obras buenas incluso sin hallarse en estado de gracia (cf. Denz-S., 1.957), sin embargo sólo la gracia da un valor salvífico a las obras (ib., 1.551). A su vez, el Papa san Pío V, aún condenando la sentencia de quienes sostenían que «todas las obras de los infieles son pecados, y las virtudes de los filósofos [paganos] son vicios» (ib., 1.925), rechazaba igualmente todo naturalismo y legalismo, y afirmaba que el bien meritorio y salvífico brota del Espíritu Santo, que infunde la gracia en el corazón de los hijos adoptivos de Dios (ib., 1.912 - 1.915). Es la línea de equilibrio que siguió santo Tomás de Aquino quien a la cuestión «si el hombre puede querer y realizar el bien, sin la gracia» respondía: «No estando la naturaleza humana totalmente corrompida por el pecado hasta el punto de quedar privada de todo bien natural, el hombre puede realizar en virtud de su naturaleza algunos bienes particulares como construir casas, plantar viñas y otras cosas por el estilo (campo de los valores y de las actividades de tipo laboral, técnico, económico...), pero no puede llevar a cabo todo el bien connatural a él... como un enfermo, por sí mismo, no puede realizar perfectamente los mismos movimientos de un hombre sano, si no es curado con la ayuda de la medicina...» (Summa Theologiae, I-II, q. 109, a. 2). Mucho menos aún puede realizar el bien superior y sobrenatural (bonum superexcedens, supernaturale), que es obra de las virtudes infusas y, sobre todo, de la caridad que brota de la gracia (cf. ib.).
Como se puede ver, también en este punto relativo a la santidad de los laicos, se halla implicada una de las tesis fundamentales de la teología de la gracia y de la salvación.

5. Los laicos pueden llevar a cabo en su vida la conformación al misterio de la Encarnación, precisamente mediante el carácter secular de su estado. En efecto, sabemos que el Hijo de Dios quiso compartir nuestra condición humana, haciéndose semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Hb 2, 17; 4, 15). Jesús se definió como «aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn 10, 36). El Evangelio nos atestigua que el Hijo eterno se identificó plenamente con nuestra condición, viviendo en el mundo su propia consagración. La vida íntegramente humana de Jesús en el mundo es el modelo que ilumina e inspira la vida de todos los bautizados (cf. Gaudium et spes, 32): el Evangelio mismo invita a descubrir en la vida de Cristo una imagen perfecta de la que puede y debe ser la vida de cuantos lo siguen como discípulos y participan en su misión y en la gracia del apostolado.

6. En particular, podemos notar que al elegir vivir la vida común de los hombres, el Hijo de Dios confirió a esa vida un nuevo valor, elevándola a las alturas de la vida divina (cf. santo Tomás, Summa Theologiae, III, q. 40, aa. 1-2). Siendo Dios, infundió incluso en los gestos más humildes de la existencia humana una participación de la vida divina. En él podemos y debemos reconocer y honrar al Dios que, como hombre, nació y vivió como nosotros, y comió, bebió, trabajó, Cristo llevó a cabo las actividades necesarias a todos, de forma que sobre toda la vida y todas las actividades de los hombres, elevadas a un nivel superior, se refleja el misterio de la vida trinitaria. Para quien vive a la luz de la fe, como los laicos cristianos, el misterio de la Encarnación penetra también las actividades temporales, infundiendo en ellas el fermento de la gracia.
A la luz de la fe, los laicos que siguen la lógica de la Encarnación, realizada por nuestra salvación, participan también en el misterio de la cruz salvífica. En la vida de Cristo la Encarnación y la Redención constituyen un único misterio de amor. El Hijo de Dios se encarnó para rescatar a la humanidad mediante su sacrificio: «El Hijo del hombre ha venido... a dar su vida como rescate por muchos (Mc 10. 45; Mt 20, 28).»
Cuando la carta a los Hebreos afirma que el Hijo se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, habla de semejanza y participación en las pruebas dolorosas de la vida presente (cf. Hb 4, 15). También en la carta a los Filipenses se lee que el que se hizo semejante a los hombres obedeció hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2, 7-8).
Como la experiencia de las dificultades diarias en la vida de Cristo culmina en la cruz, de la misma manera en la vida de los laicos las pruebas diarias culminan en la muerte unida a la de Cristo, que venció la muerte. En Cristo y en todos sus seguidores, tanto sacerdotes como laicos, la cruz es la clave de la salvación.


La vocación de los laicos a la santidad

1. La Iglesia es santa y todos sus miembros están llamados a la santidad. Los laicos participan en la santidad de la Iglesia, al ser miembros con pleno derecho de la comunidad cristiana; y esta participación, que podríamos definir ontológica, en la santidad de la Iglesia, se traduce también para los laicos en un compromiso ético personal de santificación. En esta capacidad y en esta vocación de santidad, todos los miembros de la Iglesia son iguales (cf. Ga 3, 28).
El grado de santidad personal no depende de la posición que se ocupa en la sociedad o en la Iglesia, sino únicamente del grado de caridad que se vive (cf. I Co 13). Un laico que acepta generosamente la caridad divina en su corazón y en su vida es más santo que un sacerdote o un obispo que la aceptan de modo mediocre.

2. La santidad cristiana tiene su raíz en la adhesión a Cristo por medio de la fe y del bautismo. Este sacramento es la fuente de la comunión eclesial en la santidad. Es lo que pone de relieve el texto paulino: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5), citado por el concilio Vaticano II, que de ahí deduce la afirmación sobre la comunión que vincula a los cristianos en Cristo y en la Iglesia (Lumen gentium, 32). En esta participación en la vida de Cristo mediante el bautismo se injerta la santidad ontológica, eclesiológica y ética de todo creyente, sea clérigo o laico.
El Concilio afirma: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos» (Lumen gentium, 40). La santidad es pertenencia a Dios, y esta pertenencia se realiza en el bautismo, cuando Cristo toma posesión del ser humano para hacerlo «partícipe de la naturaleza divina» (cf. 2 Pe 1, 4) que hay en él en virtud de la Encarnación (cf. Summa Theol. III, q. 7 a. 13; q. 8, a. 5). Cristo se convierte así de verdad, como se ha dicho, en vida del alma. El carácter sacramental impreso en el hombre por el bautismo es el signo y el vínculo de la consagración a Dios. Por eso san Pablo hablando de los bautizados los llama «los santos» (cf. Rm 1, 7; 1 Co 1; 2 Co 1, 1; etc.).

3. Pero, como hemos dicho, de esta santidad ontológica brota el compromiso de la santidad ética. Como dice el Concilio, «es necesario que todos, con la ayuda de Dios, conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (Lumen gentium, 40). Todos deben tender a la santidad, porque ya tienen en sí mismos el germen; deben desarrollar esa santidad que se les ha concedido. Todos deben vivir «como conviene a los santos» (Ef 5, 3) y revestirse, «como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia» (Col 3, 12). La santidad que poseen no les libra de las tentaciones ni de las culpas, porque en los bautizados sigue existiendo la fragilidad de la naturaleza humana en la vida presente. El concilio de Trento enseña, al respecto que nadie puede evitar durante toda su vida el pecado incluso venial, sin un privilegio especial de Dios, como la Iglesia cree que acaeció con la santísima Virgen (cf. Denz-S., 1.573). Eso nos impulsa a orar para obtener del Señor una gracia siempre nueva, la perseverancia en el bien y el perdón de los pecados: «Perdona nuestras ofensas»(Mt 6, 12).

4. Según el Concilio, todos los seguidores de Cristo, incluidos los laicos, están llamados a la perfección de la caridad (Lumen gentium, 40). La tendencia a la perfección no es privilegio de algunos, sino compromiso de todos los miembros de la Iglesia. Y compromiso por la perfección cristiana significa camino perseverante hacia la santidad. Como dice el Concilio, «el divino Maestro y modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que él es iniciador y consumador: "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48)» (ib.). Por ello: «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (ib.). Precisamente gracias a la santificación de cada uno se introduce una nueva perfección humana en la sociedad terrena: como decía la sierva de Dios Isabel Leseur, «toda alma que se eleva consigo el mundo». EL Concilio enseña que «esta santidad suscita un nivel de vida más humano, incluso en la sociedad terrena» (ib.).

5. Conviene observar aquí que la riqueza infinita de la gracia de Cristo, participada a los hombres, se traduce en una gran cantidad y variedad de dones, con los que cada uno puede servir y beneficiar a los demás en el único cuerpo de la Iglesia. Era la recomendación de san Pedro a los cristianos esparcidos en Asia Menor cuando, exhortándolos a la santidad, escribía: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 P 4, 10).
También el concilio Vaticano II dice que «una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios» (Lumen gentium, 41). Así recuerda el camino de santidad para los obispos, los sacerdotes, los diáconos, los clérigos que aspiran a convertirse en ministros de Cristo, y «aquellos laicos elegidos por Dios que son llamados por el obispo para que se entreguen por completo a las tareas apostólicas» (ib.). Pero de forma más expresa considera el camino de santidad para los laicos cristianos comprometidos en el matrimonio: «Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella» (ib.).
Lo mismo se puede y debe decir de las personas que viven solas, o por libre elección o por acontecimientos y circunstancias particulares: como los célibes o las núbiles, los viudos y las viudas, los separados y los alejados. Para todos vale la llamada divina a la santidad, realizada en forma de caridad. Y lo mismo se puede y debe decir, como afirma el Sínodo de 1987 (cf. Christifideles laici, 17), de aquellos que en la vida profesional ordinaria y en el trabajo cotidiano actúan por el bien de sus hermanos y el progreso de la sociedad, a imitación de Jesús obrero. Y lo mismo se puede y debe decir, por último, de todos los que, como dice el Concilio, «se encuentran oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos o los que padecen persecución por la justicia»: éstos «están especialmente unidos a Cristo, paciente por la salvación del mundo» (Lumen gentium, 41).

6. Son muchos, por consiguiente, los aspectos y las formas de la santidad cristiana que están al alcance de los laicos, en sus diversas condiciones de vida, en las que están llamados a imitar a Cristo, y pueden recibir de él la gracia necesaria para cumplir su misión en el mundo. Todos están invitados por Dios a recorrer el camino de la santidad y a atraer hacia este camino a sus compañeros de vida y de trabajo en el mundo de las cosas temporales.


Espiritualidad de los laicos

1. El papel específico de los seglares en la Iglesia exige, de su parte, una profunda vida espiritual. Para ayudarles a lograrla y vivirla, se han publicado obras teológicas y pastorales de espiritualidad para seglares, basadas en la convicción de que todo bautizado está llamado a la santidad. El modo de realizar esa llamada varía según las diversas vocaciones particulares, las condiciones de vida y de trabajo, las capacidades e inclinaciones las preferencias personales por alguno de los maestros de oración y de apostolado por alguno de los fundadores de órdenes o instituciones religiosas: como ha sucedido y sucede en todos los grupos que forman la Iglesia orante, operante y peregrina hacia el cielo. El mismo concilio Vaticano II traza las líneas de una espiritualidad específica de los seglares, en el marco de la doctrina de vida válida para todos en la Iglesia.

2. Como fundamento de cualquier espiritualidad cristiana deben estar las palabras de Jesús sobre la necesidad de una unión vital con él: «Permaneced en mí... El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15, 4-5). Es significativa la distinción, a que alude el texto, entre dos aspectos de la unión: hay una presencia de Cristo en nosotros, que debemos acoger, reconocer, desear cada vez más, alegrándonos de que alguna vez se nos conceda experimentarla de forma especialmente intensa; y hay una presencia de nosotros en Cristo, que se nos invita a actuar mediante nuestra fe y nuestro amor.
Esta unión con Cristo es don del Espíritu Santo, quien la infunde en el alma que la acepta y la secunda, ya sea en la contemplación de los misterios divinos, ya en el apostolado que tiende a comunicar la luz, ya en la acción en el ámbito personal o social (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II, q. 45, a. 4). Los seglares, como todos los demás miembros del pueblo de Dios, están llamados a esa experiencia de comunión. Lo recordó el Concilio, afirmando: «Al cumplir como es debido las obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida personal» (Apostolicam actuositatem, 4).

3. Dado que se trata de un don del Espíritu Santo, la unión con Cristo debe implorarse por medio de la oración. Sin duda, cuando se realiza la propia actividad según la voluntad divina, se hace algo agradable al Señor, y eso ya es una forma de oración. Así, incluso los actos más sencillos se convierten en un homenaje que da gloria a Dios y le agrada. Pero también es verdad que no basta eso: es necesario reservar momentos específicos para dedicar expresamente a la oración, según el ejemplo de Jesús que, incluso en medio de la actividad mesiánica más intensa, se retiraba a orar (cf. Lc 5, 16).
Eso vale para todos, por tanto, también para los seglares. Las formas y los modos de esas pausas de oración pueden ser muy diferentes, pero siempre queda en pie el principio de que la oración es indispensable para todos, tanto en la vida personal como en el apostolado. Sólo gracias a una intensa vida de oración los seglares pueden encontrar inspiración, energía, valor entre las dificultades y los obstáculos, equilibrio y capacidad de iniciativa, de resistencia y de recuperación.

4. La vida de oración de todo fiel y, por tanto, también del seglar, tendrá asimismo necesidad de la participación en la liturgia, de la recepción del sacramento de la reconciliación y, sobre todo, de la participación en la celebración eucarística, donde la comunión sacramental con Cristo es la fuente de esa especie de mutua inmanencia entre el alma y Cristo, que él mismo anuncia: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6, 56). El banquete eucarístico asegura ese alimento espiritual que nos hace capaces de producir mucho fruto. También los christifideles laici están, por tanto, llamados e invitados a una intensa vida eucarística. La participación sacramental en la misa dominical deberá ser para ellos la fuente de su vida espiritual y de su apostolado. Dichosos aquellos que, además de la misa y la comunión dominical, se sientan atraídos e impulsados a la comunión frecuente, recomendada por tantos santos, especialmente en épocas recientes, en que el apostolado de los seglares se ha desarrollado cada vez más.

5. El Concilio quiere recordar a los seglares que la unión con Cristo puede y debe abarcar todos los aspectos de su vida terrena: «Ni las preocupaciones familiares ni los demás negocios temporales deben ser ajenos a esta orientación espiritual de la vida según el aviso del Apóstol: "Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él" (Cor 3, 17) (Apostolicam actuositatem, 4). Toda la actividad humana asume en Cristo un significado más alto. Se abre aquí una perspectiva amplia y luminosa sobre el valor de las realidades terrestres. La teología ha puesto de relieve que es positivo todo lo que existe y actúa en virtud de su participación en el ser en la verdad en la belleza en el bien de Dios Creador y Señor del cielo y de la tierra, o sea de todo el universo y de toda realidad, pequeña o grande, que forme parte del universo. Era una de las tesis fundamentales de la visión del cosmos de santo Tomás (cf. Summa Theologiae, I, q. 6, a. 4; q. 16, a. 6; q. 18, a. 4; q. 103, aa. 5-6; q. 105, a. 5, etc.) que la fundaba en el libro del Génesis y en otros muchos textos bíblicos, y que la ciencia confirma ampliamente con los admirables resultados de sus investigaciones sobre el microcosmos y el macrocosmos: todo encierra una entidad propia, todo se mueve según su propia capacidad de movimiento, pero todo manifiesta también sus propios limites, su dependencia y su finalismo inmanente.

6.Una espiritualidad, fundada en esta visión verídica de las cosas, está abierta al Dios infinito y eterno, buscado, amado y servido en toda la vida, y descubierto y reconocido como luz que explica los acontecimientos del mundo y de la historia. La fe funda y perfecciona este espíritu de verdad y sabiduría, y permite ver la proyección de Cristo en todas las cosas incluso en las que solemos llamar temporales, que la fe y la sabiduría hacen descubrir en su relación con el Dios en que «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28; cf. Apostolicam actuositatem, 4). Con la fe se percibe, incluso en el orden temporal, la actuación del designio divino de amor salvífico, y en el desarrollo de la propia vida, la continua solicitud del Padre, revelada por Jesús, es decir las intervenciones de la Providencia en respuesta a las oraciones y a las necesidades humanas (cf. Mt 6, 25-34). En la condición de los seglares, esta visión de fe ilumina adecuadamente las cosas de cada día, en el bien y en el mal, en la alegría y en el dolor, en el trabajo y en el descanso en la reflexión y en la acción.

7. Si la fe da una nueva visión de las cosas, la esperanza da una nueva energía también para el compromiso en el orden temporal (cf. Apostolicam actuositatem, 4). Así, los seglares pueden testimoniar que la espiritualidad y el apostolado no paralizan el esfuerzo por el perfeccionamiento del orden temporal, al mismo tiempo, muestran la mayor grandeza de los fines a que se encaminan y de la esperanza que los anima, y que quieren comunicar también a los demás. Es una esperanza que no elimina las pruebas y los dolores, pero que no puede defraudar, porque está fundada en el misterio pascual, misterio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Los seglares saben y dan testimonio de que la participación en el sacrificio de la cruz conduce a la participación en la alegría comunicada por el Cristo glorioso. Así, en la misma mirada hacia los bienes externos y temporales resplandece la íntima certeza de quien los ve y trata, aún respetando su finalidad propia, como medio y camino hacia la perfección de la vida eterna. Todo sucede en virtud de la caridad, que el Espíritu Santo infunde en el alma (cf. Rm 5, 5) para hacerla, ya en la tierra, partícipe de la vida de Dios.


La participación de los laicos en el sacerdocio de Cristo

1. En las anteriores catequesis sobre los laicos hemos aludido varias veces al servicio de alabanza a Dios y a otras funciones de culto que corresponden a los seglares. Queremos ahora desarrollar más directamente este tema, partiendo de los textos del concilio Vaticano II, donde leemos: «Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta» (Lumen gentium, 34). Bajo este impulso del Espíritu Santo, se produce en los seglares una participación en el sacerdocio de Cristo, en la forma que a su debido tiempo definimos común a la Iglesia entera, en la que todos, incluidos los seglares, están llamados a dar a Dios el culto espiritual. «Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también (Cristo) les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo cual, los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu» (ib.).

2. Notemos que el Concilio no se limita a asegurar que los laicos son «partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo» (ib., 31), sino que precisa que Cristo mismo continúa el ejercicio de su sacerdocio en su vida, en la que, por consiguiente, la participación en el sacerdocio común de la Iglesia se realiza por encargo y por obra de Cristo, eterno y único sumo sacerdote.
Más aún: esta obra sacerdotal de Cristo en los seglares se realiza por medio del Espíritu Santo. Cristo los vivifica con su Espíritu. Es lo que había prometido Jesús cuando había formulado el principio según el cual el Espíritu es quien da vida (cf. Jn 6, 63). Aquel que fue enviado en Pentecostés para formar la Iglesia tiene la misión perenne de desarrollar el sacerdocio y la actividad sacerdotal de Cristo en la Iglesia, también en los seglares, que gozan con pleno derecho del título de miembros del Corpus Christi en virtud de su bautismo. En efecto, con el bautismo se inaugura la presencia y la actividad sacerdotal de Cristo en todo miembro de su Cuerpo, en el que el Espíritu Santo infunde la gracia e imprime el carácter dando al creyente la capacidad de participar vitalmente en el culto tributado por Cristo al Padre en la Iglesia. En cambio, en la confirmación confiere la capacidad de comprometerse, como adultos en la fe, en el servicio de testimonio y de propagación del Evangelio, que pertenece a la misión de la Iglesia (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 63, a. 3; q. 72, aa. 5-6)

3. En virtud de esta participación de su sacerdocio Cristo da a todos sus miembros, incluidos los seglares (cf. Lumen gentium, 34), la facultad de ofrecer en su vida aquel culto que él mismo llamaba «adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Con el ejercicio de ese culto, el fiel, animado por el Espíritu Santo, participa en el sacrificio del Verbo encarnado y en su misión de sumo sacerdote y de Redentor universal.
Según el Concilio, en esta trascendente realidad sacerdotal del misterio de Cristo los seglares están llamados a ofrecer toda su vida como sacrificio espiritual, cooperando así con toda la Iglesia en la consagración del mundo realizada continuamente por el Redentor. Es la gran misión de los laicos: «Pues todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y de cuerpo si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo, que en la celebración de la eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo también los laicos, como adoradores qué en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios» (Lumen gentium, 34; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 901).

4. El culto espiritual implica una participación de los seglares en la celebración eucarística, centro de toda la economía de las relaciones entre los hombres y Dios en la Iglesia. En este sentido, también «los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria del Padre» (Christifideles laici, 14). En la celebración eucarística los laicos participan activamente mediante la oblación de sí mismos en unión con Cristo sacerdote y hostia; y su ofrenda tiene un valor eclesial en virtud del carácter bautismal que los hace aptos para dar a Dios, con Cristo y en la Iglesia, el culto oficial de la religión cristiana (cf. santo Tomás, Summa Theologiae, III, a. 63, a. 3). La participación sacramental en el banquete eucarístico estimula y perfecciona su oblación, infundiendo en ellos la gracia sacramental, que les ayudará a vivir y obrar según las exigencias de la ofrenda realizada con Cristo y con la Iglesia.

5. Aquí conviene reafirmar la importancia de la participación en la celebración dominical de la eucaristía, prescrita por la Iglesia. Para todos es el acto más elevado de culto en el ejercicio del sacerdocio universal como la oblación sacramental de la misa lo es en el ejercicio del sacerdocio ministerial para los sacerdotes. La participación en el banquete eucarístico es para todos una condición de unión vital con Cristo, como él mismo dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). El Catecismo de la Iglesia católica recuerda a todos los fieles el significado de la participación dominical en la eucaristía (cf. nn. 2.181 - 2.182). Aquí quiero concluir con las conocidas palabras de la primera carta de Pedro, que describen la figura de los seglares, participes del misterio eucarístico-eclesial: «También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 P 2, 5).

Catequesis del Beato Juan Pablo II Año 1993


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DECRETO


APOSTOLICAM ACTUOSITATEM

SOBRE EL APOSTOLADO DE LOS LAICOS




PROEMIO




1. Queriendo intensificar más la actividad apostólica del Pueblo de Dios, el Santo Concilio se dirige solícitamente a los cristianos seglares, cuyo papel propio y enteramente necesario en la misión de la Iglesia ya ha mencionado en otros lugares. Porque el apostolado de los laicos, que surge de su misma vocación cristiana nunca puede faltar en la Iglesia.

Cuán espontánea y cuán fructuosa fuera esta actividad en los orígenes de la Iglesia lo demuestran abundantemente las mismas Sagradas Escrituras (Cf. Act., 11,19-21; 18,26; Rom., 16,1-16; Fil., 4,3).
Nuestros tiempos no exigen menos celo en los laicos, sino que, por el contrario, las circunstancias actuales les piden un apostolado mucho más intenso y más amplio. Porque el número de los hombres, que aumenta de día en día, el progreso de las ciencias y de la técnica, las relaciones más estrechas entre los hombres no sólo han extendido hasta lo infinito los campos inmensos del apostolado de los laicos, en parte abiertos solamente a ellos, sino que también han suscitado nuevos problemas que exigen su cuidado y preocupación diligente.
Y este apostolado se hace más urgente porque ha crecido muchísimo, como es justo, la autonomía de muchos sectores de la vida humana, y a veces con cierta separación del orden ético y religioso y con gran peligro de la vida cristiana. Además, en muchas regiones, en que los sacerdotes son muy escasos, o, como sucede con frecuencia, se ven privados de libertad en su ministerio, sin la ayuda de los laicos, la Iglesia a duras penas podría estar presente y trabajar.
Prueba de esta múltiple y urgente necesidad, y respuesta feliz al mismo tiempo, es la acción del Espíritu Santo, que impele hoy a los laicos más y más conscientes de su responsabilidad, y los inclina en todas partes al servicio de Cristo y de la Iglesia.
El Concilio en este decreto se propone explicar la naturaleza, el carácter y la variedad del apostolado seglar, exponer los principios fundamentales y dar las instrucciones pastorales para su mayor eficacia; todo lo cual ha de tenerse como norma en la revisión del derecho canónico, en cuanto se refiere el apostolado seglar.

CAPÍTULO I


VOCACIÓN DE LOS LAICOS AL APOSTOLADO




Participación de los laicos en la misión de la Iglesia

2. La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, se llama apostolado, que ejerce la Iglesia por todos sus miembros y de diversas maneras; porque la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Como en la complexión de un cuerpo vivo ningún miembro se comporta de una forma meramente pasiva, sino que participa también en la actividad y en la vida del cuerpo, así en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, "todo el cuerpo crece según la operación propia, de cada uno de sus miembros" (Ef., 4,16).Y por cierto, es tanta la conexión y trabazón de los miembros en este Cuerpo (Cf. Ef., 4,16), que el miembro que no contribuye según su propia capacidad al aumento del cuerpo debe reputarse como inútil para la Iglesia y para sí mismo.
En la Iglesia hay variedad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y a sus sucesores les confirió Cristo el encargo de enseñar, de santificar y de regir en su mismo nombre y autoridad. Mas también los laicos hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo.
En realidad, ejercen el apostolado con su trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico de forma que su laboriosidad en este aspecto sea un claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres. Pero siendo propio del estado de los laicos el vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento.

Fundamento del apostolado seglar
3. Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza. Ya que insertos en el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Son consagrados como sacerdocio real y gente santa (Cf. 1 Pe., 2,4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras, y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo. La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los Sacramentos, sobre todo de la Eucaristía.
El apostolado se ejerce en la fe, en la esperanza y en la caridad, que derrama el Espíritu Santo en los corazones de todos los miembros de la Iglesia. Más aún, el precepto de la caridad, que es el máximo mandamiento del Señor, urge a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su reino, y la vida eterna para todos los hombres: que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo (Cf. Jn., 17,3).
Por consiguiente, se impone a todos los fieles cristianos la noble obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra.
Para ejercer este apostolado, el Espíritu Santo, que produce la santificación del pueblo de Dios por el ministerio y por los Sacramentos, concede también dones peculiares a los fieles (Cf. 1 Cor., 12,7) "distribuyéndolos a cada uno según quiere" (1 Cor., 12,11), para que "cada uno, según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los otros", sean también ellos "administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe., 4,10), para edificación de todo el cuerpo en la caridad (Cf. Ef., 4,16).
De la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, procede a cada uno de los creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos para bien de los hombres y edificación de la Iglesia, ya en la Iglesia misma., ya en el mundo, en la libertad del Espíritu Santo, que "sopla donde quiere" (Jn., 3,8), y, al mismo tiempo, en unión con los hermanos en Cristo, sobre todo con sus pastores, a quienes pertenece el juzgar su genuina naturaleza y su debida aplicación, no por cierto para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno (Cf. 1 Tes., 5,12; 19,21).


La espiritualidad seglar en orden al apostolado
4. Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen de todo el apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado seglar depende de su unión vital con Cristo, porque dice el Señor: "El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer" (Jn. 15,4-5). Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre de auxilios espirituales, que son comunes a todos los fieles, sobre todo por la participación activa en la Sagrada Liturgia, de tal forma los han de utilizar los fieles que, mientras cumplen debidamente las obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de las actividades de su vida, sino que han de crecer en ella cumpliendo su deber según la voluntad de Dios.
Es preciso que los seglares avancen en la santidad decididos y animosos por este camino, esforzándose en superar las dificultades con prudencia y paciencia. Nada en su vida debe ser ajeno a la orientación espiritual, ni las preocupaciones familiares, ni otros negocios temporales, según las palabras del Apóstol: "Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por El" (Col., 3,17).
Pero una vida así exige un ejercicio continuo de fe, esperanza y caridad.
Solamente con la luz de la fe y la meditación de su palabra divina puede uno conocer siempre y en todo lugar a Dios, "en quien vivimos, nos movemos y existimos" (Act., 17,28), buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, sean deudos o extraños, y juzgar rectamente sobre el sentido y el valor de las cosas materiales en sí mismas y en consideración al fin del hombre.
Los que poseen esta fe viven en la esperanza de la revelación de los hijos de Dios, acordándose de la cruz y de la resurrección del Señor.
Escondidos con Cristo en Dios, durante la peregrinación de esta vida, y libres de la servidumbre de las riquezas, mientras se dirigen a los bienes imperecederos, se entregan gustosamente y por entero a la expansión del reino de Dios y a informar y perfeccionar el orden de las cosas temporales con el espíritu cristiano. En medio de las adversidades de este vida hallan la fortaleza de la esperanza, pensando que "los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rom., 8,18).
Impulsados por la caridad que procede de Dios hacen el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe (Cf. Gál., 6,10), despojándose "de toda maldad y de todo engaño, de hipocresías, envidias y maledicencias" (1 Pe., 2,1), atrayendo de esta forma los hombres a Cristo. Mas la caridad de Dios que "se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom., 5,5) hace a los seglares capaces de expresar realmente en su vida el espíritu de las Bienaventuranzas. Siguiendo a Cristo pobre, ni se abaten por la escasez ni se ensoberbece por la abundancia de los bienes temporales; imitando a Cristo humilde, no ambicionan la gloria vana (Cf.Gál., 5,26) sino que procuran agradar a Dios antes que a los hombres, preparados siempre a dejarlo todo por Cristo (Cf. Lc., 14,26), a padecer persecución por la justicia (Cf. Mt., 5,10), recordando las palabras del Señor: "Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt., 16,24). Cultivando entre sí la amistad cristiana, se ayudan mutuamente en cualquier necesidad.
La espiritualidad de los laicos debe tomar su nota característica del estado de matrimonio y de familia, de soltería o de viudez, de la condición de enfermedad, de la actividad profesional y social. No descuiden, pues, el cultivo asiduo de las cualidades y dotes convenientes para ello que se les ha dado y el uso de los propios dones recibidos del Espíritu Santo.
Además, los laicos que, siguiendo su vocación, se han inscrito en alguna de las asociaciones o institutos aprobados por la Iglesia, han de esforzarse al mismo tiempo en asimilar fielmente la característica peculiar de la vida espiritual que les es propia. Aprecien también como es debido la pericia profesional, el sentimiento familiar y cívico y esas virtudes que exigen las costumbres sociales, como la honradez, el espíritu de justicia, la sinceridad, la delicadeza, la fortaleza de alma, sin las que no puede darse verdadera vida cristiana.
El modelo perfecto de esa vida espiritual y apostólica es la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, la cual, mientras llevaba en este mundo una vida igual que la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo, cooperó de un modo singularísimo a la obra del Salvador; más ahora, asunta el cielo, "cuida con amor maternal de los hermanos de su Hijo, que peregrinan todavía y se debaten entre peligros y angustias, hasta que sean conducidos a la patria feliz". Hónrenla todos devotísimamente y encomienden su vida y apostolado a su solicitud de Madre.


CAPÍTULO II

FINES QUE HAY QUE LOGRAR




Introducción

5. La obra de la redención de Cristo, que de suyo tiende a salvar a los hombres, comprende también la restauración incluso de todo el orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico. Por consiguiente, los laicos, siguiendo esta misión, ejercitan su apostolado tanto en el mundo como en la Iglesia, lo mismo en el orden espiritual que en el temporal: órdenes que, por más que sean distintos, se compenetran de tal forma en el único designio de Dios, que el mismo Dios tiende a reasumir, en Cristo, todo el mundo en la nueva creación, incoactivamente en la tierra, plenamente en el último día. El laico, que es a un tiempo fiel y ciudadano, debe comportarse siempre en ambos órdenes con una conciencia cristiana.


El apostolado de la evangelización

y santificación de los hombres

6. La misión de la Iglesia tiende a la santificación de los hombres, que hay que conseguir con la fe en Cristo y con su gracia. El apostolado, pues, de la Iglesia y de todos sus miembros se ordena, ante todo, al mensaje de Cristo, que hay que revelar al mundo con las palabras y con las obras, y a comunicar su gracia.
Esto se realiza principalmente por el ministerio de la palabra y de los Sacramentos, encomendado especialmente al clero, en el que los laicos tienen que desempeñar también un papel importante, para ser "cooperadores de la verdad" incoactivamente aquí en la tierra, plenamente en el cielo(3 Jn., 8). En este orden sobre todo se completan mutuamente el apostolado de los laicos y el ministerio pastoral. A los laicos se les presentan innumerables ocasiones para el ejercicio del apostolado de la evangelización y de la santificación. El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas, realizadas con espíritu sobrenatural, tienen eficacia para atraer a los hombres hacia la fe y hacia Dios, pues dice el Señor: "Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt., 5,16).
Pero este apostolado no consiste sólo en el testimonio de la vida: el verdadero apóstol busca las ocasiones de anunciar a Cristo con la palabra, ya a los no creyentes para llevarlos a la fe; ya a los fieles para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más fervorosa: "la caridad de Cristo nos urge" (2 Cor., 5,14), y en el corazón de todos deben resonar aquellas palabras del Apóstol: "¡Ay de mí si no evangelizare"! (1 Cor., 9,16).
Mas como en nuestros tiempos surgen nuevos problemas, y se multiplican los errores gravísimos que pretenden destruir desde sus cimientos todo el orden moral y la misma sociedad humana, este Sagrado Concilio exhorta cordialísimamente a los laicos, a cada uno según las dotes de su ingenio y según su saber, a que suplan diligentemente su cometido, conforme a la mente de la Iglesia, aclarando los principios cristianos, defendiéndolos y aplicándolos convenientemente a los problemas actuales.

Instauración cristiana del orden temporal
7. Este en el plan de Dios sobre el mundo, que los hombres restauren concordemente el orden de las cosas temporales y lo perfeccionen sin cesar.
Todo lo que constituye el orden temporal, a saber, los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales, y otras cosas semejantes, y su evolución y progreso, no solamente son subsidios para el último fin del hombre, sino que tienen un valor propio, que Dios les ha dado, considerados en sí mismos, o como partes del orden temporal: "Y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno" (Gén., 1,31). Esta bondad natural de las cosas recibe una cierta dignidad especial de su relación con la persona humana, para cuyo servicio fueron creadas.
Plugo, por fin, a Dios el aunar todas las cosas, tanto naturales, como sobrenaturales, en Cristo Jesús "para que tenga El la primacía sobre todas las cosas" (Col., 1,18). No obstante, este destino no sólo no priva al orden temporal de su autonomía, de sus propios fines, leyes, ayudas e importancia para el bien de los hombres, sino que más bien lo perfecciona en su valor e importancia propia y, al mismo tiempo, lo equipara a la integra vocación del hombre sobre la tierra.
En el decurso de la historia, el uso de los bienes temporales ha sido desfigurado con graves defectos, porque los hombres, afectados por el pecado original, cayeron frecuentemente en muchos errores acerca del verdadero Dios, de la naturaleza, del hombre y de los principios de la ley moral, de donde se siguió la corrupción de las costumbres e instituciones humanas y la no rara conculcación de la persona del hombre. Incluso en nuestros días, no pocos, confiando más de lo debido, en los progresos de las ciencias naturales y de la técnica, caen como en una idolatría de los bienes materiales, haciéndose más bien siervos que señores de ellos.
Es obligación de toda la Iglesia el trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por Jesucristo. A los pastores atañe el manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales.
Es preciso, con todo, que los laicos tomen como obligación suya la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, obren directamente y en forma concreta en dicho orden; que cooperen unos ciudadanos con otros, con sus conocimientos especiales y su responsabilidad propia; y que busquen en todas partes y en todo la justicia del reino de Dios. Hay que establecer el orden temporal de forma que, observando íntegramente sus propias leyes, esté conforme con los últimos principios de la vida cristiana, adaptándose a las variadas circunstancias de lugares, tiempos y pueblos. Entre las obras de este apostolado sobresale la acción social de los cristianos, que desea el Santo Concilio se extienda hoy a todo el ámbito temporal, incluso a la cultura.


La acción caritativa como distintivo del apostolado cristiano
8. Si bien todo el ejercicio del apostolado debe proceder y recibir su fuerza de la caridad, algunas obras, por su propia naturaleza, son aptas para convertirse en expresión viva de la misma caridad, que quiso Cristo Señor fuera prueba de su misión mesiánica (Cf. Mt., 11,4-5).
El mandamiento supremo en la ley es amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí mismo (Cf. Mt., 22,27-40). Ahora bien, Cristo hizo suyo este mandamiento de caridad para con el prójimo y lo enriqueció con un nuevo sentido, al querer hacerse El un mismo objeto de la caridad con los hermanos, diciendo: "Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt., 25,40). El, pues, tomando la naturaleza humana, se asoció familiarmente todo el género humano, con una cierta solidaridad sobrenatural, y constituyó la caridad como distintivo de sus discípulos con estas palabras: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos con otros (Jn., 13,35).
Como la santa Iglesia en sus principios, reuniendo el ágape de la Cena Eucarística, se manifestaba toda unida en torno de Cristo por el vínculo de la caridad, así en todo tiempo se reconoce siempre por este distintivo de amor, y al paso que se goza con las empresas de otros, reivindica las obras de caridad como deber y derecho suyo, que no puede enajenar. Por lo cual la misericordia para con los necesitados y enfermos, y las llamadas obras de caridad y de ayuda mutua para aliviar todas las necesidades humanas son consideradas por la Iglesia con un singular honor.
Estas actividades y estas obras se han hecho hoy mucho más urgentes y universales, porque los medios de comunicación son más expeditos, porque se han acortado las distancias entre los hombre y porque los habitantes de todo el mundo vienen a ser como los miembros de una familia. La acción caritativa puede y debe llegar hoy a todos los hombres y a todas las necesidades. Donde haya hombres que carecen de comida y bebida, de vestidos, de hogar, de medicinas, de trabajo, de instrucción, de los medios necesarios para llevar una vida verdaderamente humana, que se ven afligidos por las calamidades o por la falta de salud, que sufren en el destierro o en la cárcel, allí debe buscarlos y encontrarlos la caridad cristiana, consolarlos con cuidado diligente y ayudarlos con la prestación de auxilios. Esta obligación se impone, ante todo, a los hombres y a los pueblos que viven en la prosperidad.
Para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente extraordinario y aparezca como tal, es necesario que se vea en el prójimo la imagen de Dios según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor a quien en realidad se ofrece lo que se da al necesitado; se considere como la máxima delicadeza la libertad y dignidad de la persona que recibe el auxilio; que no se manche la pureza de intención con ningún interés de la propia utilidad o por el deseo de dominar; se satisfaga ante todo a las exigencias de la justicia, y no se brinde como ofrenda de caridad lo que ya se debe por título de justicia; se quiten las causas de los males, no sólo los defectos, y se ordene el auxilio de forma que quienes lo reciben se vayan liberando poco a poco de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos.
Aprecien, por consiguiente, en mucho los laicos y ayuden en la medida de sus posibilidades las obras de caridad y las organizaciones de asistencia social, sean privadas o públicas, o incluso internacionales, por las que se hace llegar a todos los hombres y pueblos necesitados un auxilio eficaz, cooperando en esto con todos los hombres de buena voluntad.


CAPÍTULO III

VARIOS CAMPOS DE APOSTOLADO




Introducción

9. Los laicos ejercen un apostolado múltiple, tanto en la Iglesia como en el mundo. En ambos órdenes se abren varios campos de actividad apostólica, de los que queremos recordar aquí los principales, que son: las comunidades de la Iglesia, la familia, la juventud, el ámbito social, el orden nacional e internacional. Como en nuestros tiempos participan las mujeres cada vez más activamente en toda la vida social, es de sumo interés su mayor participación también en los campos del apostolado de la Iglesia. Las comunidades de la Iglesia
10. Los laicos tienen su papel activo en la vida y en la acción de la Iglesia, como partícipes que son del oficio de Cristo Sacerdote, profeta y rey. Su acción dentro de las comunidades de la Iglesia es tan necesaria que sin ella el mismo apostolado de los pastores muchas veces no puede conseguir plenamente su efecto.
Pues los laicos de verdadero espíritu apostólico, a la manera de aquellos hombre y mujeres que ayudaban a Pablo en el Evangelio (Cf. Act., 18,18-26; Rom., 16,3), suplen lo que falta a sus hermanos y reaniman el espíritu tanto de los pastores como del resto del pueblo fiel (Cf. 1 Cor., 16,17-18).
Porque nutridos ellos mismos con la participación activa en la vida litúrgica de su comunidad, cumplen solícitamente su cometido en las obras apostólicas de la misma; conducen hacia la Iglesia a los que quizá andaban alejados; cooperan resueltamente en la comunicación de la palabra de Dios, sobre todo con la instrucción catequética; con la ayuda de su pericia hacen más eficaz el cuidado de las almas e incluso la administración de los bienes de la Iglesia.
La parroquia presenta el modelo clarísimo del apostolado comunitario, reduciendo a la unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran e insertándolas en la Iglesia universal. Acostúmbrense los laicos a trabajar en la parroquia íntimamente unidos a sus sacerdotes; a presentar a la comunidad de la Iglesia los problemas propios y los del mundo, los asuntos que se refieren a la salvación de los hombres, para examinarlos y solucionarlos por medio de una discusión racional; y a ayudar según sus fuerzas a toda empresa apostólica y misionera de su familia eclesiástica.
Cultiven sin cesar el sentido de diócesis, de la que la parroquia es como una célula, siempre prontos a aplicar también sus esfuerzos en las obras diocesanas a la invitación de su Pastor. Más aún, para responder a las necesidades de las ciudades y de los sectores rurales, no limiten su cooperación dentro de los límites de la parroquia o de la diócesis, procuren más bien extenderla a campos interparroquiales, interdiocesanos, nacionales o internacionales, sobre todo porque, aumentando cada vez más la emigración de los pueblos, en el incremento de las relaciones mutuas y la facilidad de las comunicaciones, no permiten que esté encerrada en sí misma ninguna parte de la sociedad. Por tanto, vivan preocupados por las necesidades del pueblo de Dios, disperso en toda la tierra. Hagan sobre todo labor misionera, prestando auxilios materiales e incluso personales, puesto que es obligación honrosa de los cristianos devolver a Dios parte de los bienes que de El reciben.


La familia
11. Habiendo establecido el Creador del mundo la sociedad conyugal como principio y fundamento de la sociedad humana, convirtiéndola por su gracia en sacramento grande... en Cristo y en la Iglesia (Cf. Ef., 5,32), el apostolado de los cónyuges y de las familias tiene una importancia trascendental tanto para la Iglesia como para la sociedad civil.
Los cónyuges cristianos son mutuamente para sí, para sus hijos y demás familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Ellos son para sus hijos los primeros predicadores de la fe y los primeros educadores; los forman con su palabra y con su ejemplo para la vida cristiana y apostólica, los ayudan con mucha prudencia en la elección de su vocación y cultivan con todo esmero la vocación sagrada que quizá han descubierto en ellos.
Siempre fue deber de los cónyuges y constituye hoy parte principalísima de su apostolado, manifestar y demostrar con su vida la indisolubilidad y la santidad del vínculo matrimonial; afirmar abiertamente el derecho y la obligación de educar cristianamente la prole, propio de los padres y tutores; defender la dignidad y legítima autonomía de la familia. Cooperen, por tanto, ellos y los demás cristianos con los hombres de buena voluntad a que se conserven incólumes estos derechos en la legislación civil; que en el gobierno de la sociedad se tengan en cuenta las necesidades familiares en cuanto se refiere a la habitación, educación de los niños, condición de trabajo, seguridad social y tributos; que se ponga enteramente a salvo la convivencia doméstica en la organización de emigraciones.
Esta misión la ha recibido de Dios la familia misma para que sea la célula primera y vital de la sociedad. Cumplirá esta misión si, por la piedad mutua de sus miembros y la oración dirigida a Dios en común, se presenta como un santuario doméstico de la Iglesia; si la familia entera toma parte en el culto litúrgico de la Iglesia; si, por fin, la familia practica activamente la hospitalidad, promueve la justicia y demás obras buenas al servicio de todos los hermanos que padezcan necesidad. Entre las varias obras de apostolado familiar pueden recordarse las siguientes: adoptar como hijos a niños abandonados, recibir con gusto a los forasteros, prestar ayuda en el régimen de las escuelas, ayudar a los jóvenes con su consejo y medios económicos, ayudar a los novios a prepararse mejor para el matrimonio, prestar ayuda a la catequesis, sostener a los cónyuges y familias que están en peligro material o moral, proveer a los ancianos no sólo de los indispensable, sino procurarles los medios justos del progreso económico. Siempre y en todas partes, pero de una manera especial en las regiones en que se esparcen las primeras semillas del Evangelio, o la Iglesia está en sus principios, o se halla en algún peligro grave, las familias cristianas dan al mundo el testimonio preciosísimo de Cristo conformando toda su vida al Evangelio y dando ejemplo del matrimonio cristiano.
Para lograr más fácilmente los fines de su apostolado puede ser conveniente que las familias se reúnan por grupos.


Los jóvenes
12. Los jóvenes ejercen en la sociedad moderna un influjo de gran interés. Las circunstancias de su vida, el modo de pensar e incluso las mismas relaciones con la propia familia han cambiado mucho. Muchas veces pasan demasiado rápidamente a una nueva condición social y económica. Pero el paso que aumenta de día en día su influjo social, e incluso político, se ven como incapacitados para sobrellevar convenientemente esas nuevas cargas.
Este su influjo, acrecentado en la sociedad, exige de ellos una actividad apostólica semejante, pero su misma índole natural los dispone a ella. Madurando la conciencia de la propia personalidad, impulsados por el ardor de su vida y por su energía sobreabundante, asumen la propia responsabilidad y desean tomar parte en la vida social y cultural: celo, que si está lleno del espíritu de Cristo, y se ve animado por la obediencia y el amor hacía los pastores de la Iglesia, permite esperar frutos abundantes. (Ellos deben convertirse en los primeros e inmediatos apóstoles, de los jóvenes, ejerciendo el apostolado entre sí, teniendo en consideración el medio social en que viven).
Procuren los adultos entablar diálogo amigable con los jóvenes, que permita a unos y a otros, superada la distancia de edad, conocerse mutuamente y comunicarse entre sí lo bueno que cada uno tiene. Los adultos estimulen hacia el apostolado a la juventud, sobre todo en el ejemplo, y cuando haya oportunidad, con consejos prudentes y auxilios eficaces. Los jóvenes, por su parte, llénense de respeto y de confianza para con los adultos, y aunque, naturalmente, se sientan inclinados hacia las novedades, aprecien sin embargo como es debido las loables tradiciones.
También los niños tienen su actividad apostólica. Según su capacidad, son testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros.


El medio social
13. El apostolado en el medio social, es decir, el esfuerzo por llenar de espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes, y las estructuras de la comunidad en que uno vive, hasta tal punto es deber y carga de los laicos, que nunca lo pueden realizar convenientemente otros. En este campo, los laicos pueden ejercer perfectamente el apostolado de igual a igual. En él cumplen el testimonio de la vida por el testimonio de la palabra. En el campo del trabajo, o de la profesión, o del estudio, o de la vivienda, o del descanso, o de la convivencia son muy aptos los laicos para ayudar a los hermanos.
Los laicos cumplen esta misión de la Iglesia en el mundo, ante todo, por aquella coherencia de la vida con la fe por la que se convierten en la luz del mundo; por su honradez en cualquier negocio, que atrae a todos hacia el amor de la verdad y del bien, y por fin a Cristo y a la Iglesia; por la caridad fraterna, por la que participan de las condiciones de la vida de los trabajos y de los sufrimientos y aspiraciones de los hermanos, y disponen insensiblemente los corazones de todos hacia la operación de la gracia salvadora; con la plena conciencia de su papel en la edificación de la sociedad, por la que se esfuerzan en saturar sus preocupaciones domésticas, sociales y profesionales de magnanimidad cristiana. De esta forma ese modo de proceder va penetrando poco a poco en el ambiente de la vida del trabajo.
Este apostolado debe abrazar a todos los que se encuentran junto a él, y no debe excluir ningún bien espiritual o material que pueda hacerles. Pero los verdaderos apóstoles, lejos de contentarse con esta actividad, ponen todo su empeño en anunciar a Cristo a sus prójimos, incluso de palabra. Porque muchos hombres no pueden escuchar el Evangelio ni conocer a Cristo más que por sus vecinos seglares.

Orden nacional e internacional
14. El campo del apostolado se abre extensamente en el orden nacional e internacional, en que los laicos, sobre todo, son los dispensadores de la sabiduría cristiana. En el amor a la patria y en el fiel cumplimiento de los deberes civiles, siéntanse obligados los católicos a promover el verdadero bien común, y hagan pesar de esta forma su opinión para que el poder civil se ejerza justamente y las leyes respondan a los principios morales y al bien común. Los católicos peritos en los asuntos públicos, y firmes como es debido en la fe y en la doctrina católica, no rehúsen desempeñar cargos públicos, ya que por ellos, bien administrados, pueden procurar el bien común y preparar a un tiempo el camino al Evangelio.
Procuren los católicos cooperar con todos los hombres de buena voluntad en promover cuanto hay de verdadero, de justo, de santo, de amable (Cf. Fil., 4,8). Dialoguen con ellos, superándolos en prudencia y humanidad, e investiguen acerca de las instituciones sociales y públicas, para perfeccionarlas según el espíritu del Evangelio.
Entre las características de nuestro tiempo hay que contar, especialmente, con el creciente e inevitable sentimiento de solidaridad de todos los pueblos: el promoverlo solícitamente y convertirlo en sincero y verdadero afecto de fraternidad es deber del apostolado de los laicos. Los laicos, además, deben conocer el nuevo campo internacional y los problemas y soluciones ya doctrinales, ya prácticas que en él se originan, sobre todo respecto a los pueblos en vías de desarrollo.
Piensen todos los que trabajan en naciones extrañas, o les ayudan, que las relaciones entre los pueblos deben ser una comunicación fraterna, en que ambas partes dan y reciben. Y los que viajan por motivos de obras internacionales, o de negocios, o de descanso, no olviden que son en todas partes también heraldos viajeros de Cristo, y han de portarse como tales con toda verdad.


CAPÍTULO IV

LAS VARIAS FORMAS DEL APOSTOLADO



Introducción

15. Los laicos pueden ejercitar su labor de apostolado o como individuos o reunidos en diversas comunidades o asociaciones.


Importancia y multiplicidad del apostolado individual
16. El apostolado que se desarrolla individualmente, y que fluye con abundancia de la fuente de la vida verdaderamente cristiana (Cf. Jn., 4,14), es el principio y fundamento de todo apostolado seglar, incluso el asociado, y nada puede sustituirle.
Todos los laicos, de cualquier condición que sean son llamados y obligados a este apostolado, útil siempre y en todas partes, y en algunas circunstancias el único apto y posible, aunque no tengan ocasión o posibilidad para cooperar en asociaciones.
Hay muchas formas de apostolado con que los laicos edifican a la Iglesia y santifican al mundo, animándolo en Cristo.
La forma peculiar del apostolado individual y, al mismo tiempo, signo muy en consonancia con nuestros tiempos, y que manifiesta a Cristo viviente en sus fieles, es el testimonio de toda la vida seglar que fluye de la fe, de la esperanza y de la caridad. Con el apostolado de la palabra, enteramente necesario en algunas circunstancias, anuncian los laicos a Cristo, explican su doctrina, la difunden cada uno según su condición y saber y la profesan fielmente.
Cooperando, además, como ciudadanos de este mundo, en lo que se refiere a la ordenación y dirección del orden temporal, conviene que los laicos busquen a la luz de la fe motivos más elevados de obrar en la vida familiar, profesional y social, y los manifiesten a los otros oportunamente, conscientes de que con ello se hacen cooperadores de Dios Creador, Redentor y Santificador y de que lo glorifican.
Por fin vivifiquen los laicos su vida con la caridad y manifiéstenla en las obras como mejor puedan.
Piensen todos que con el culto público y la oración, con la penitencia y con la libre aceptación de los trabajos y calamidades de la vida, por la que se asemejan a Cristo paciente (Cf. 2 Cor., 4,10; Col., 1,24), pueden llegar a todos los hombres y ayudar a la salvación de todo el mundo.

El apostolado individual en determinadas circunstancias
17. Este apostolado individual urge con gran apremio en aquellas regiones en que la persecución desencadenada impide gravemente la libertad de la Iglesia. Los laicos, supliendo en cuanto pueden a los sacerdotes en estas circunstancias difíciles, exponiendo su propia libertad y en ocasiones su vida, enseñan a los que están junto así a la doctrina cristiana, los instruyen en la vida religiosa y en el pensamiento católico, y los inducen a la frecuente recepción de los Sacramentos y a las prácticas de piedad, sobre todo eucarística. El Sacrosanto Concilio, al tiempo que da de todo corazón gracias a Dios, que no deja de suscitar laicos de fortaleza heroica en medio de las persecuciones, aun en nuestros días, los abraza con afecto paterno y con gratitud.
El apostolado individual tiene un campo propio en las regiones en que los católicos son pocos y están dispersos. Allí los laicos, que solamente ejercen el apostolado individual por las causas dichas, o por motivos especiales surgidos por la propia labor profesional, re reúnen a dialogar oportunamente en pequeños grupos, sin forma alguna estrictamente dicha de institución o de organización, de forma que aparezca siempre delante de los otros el signo de la comunidad de la Iglesia, como verdadero testimonio de amor. De este modo, ayudándose unos a otros espiritualmente por la amistad y la comunicación de experiencias, se preparan para superar las desventajas de una vida y de un trabajo demasiado aislado y para producir mayores frutos en el apostolado.

Importancia de las formas asociadas
18. Como los cristianos son llamados a ejercitar el apostolado individual en diversas circunstancias de la vida, no olviden, sin embargo, que el hombre es social por naturaleza y agrada a Dios el que los creyentes en Cristo se reúnan en Pueblo de Dios (Cf. 1 Pe., 2,5-10) y en un cuerpo (Cf. 1 Cor., 12,12). Por consiguiente, el apostolado asociado de los fieles responde muy bien a las exigencias humanas y cristianas, siendo el mismo tiempo expresión de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo, que dijo: "Pues donde estén dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt., 18,20).
Por tanto, los fieles han de ejercer su apostolado tendiendo a su mismo fin. Sean apóstoles lo mismo en sus comunidades familiares que en las parroquias y en las diócesis, que manifiestan el carácter comunitario del apostolado, y en los grupos espontáneos en que ellos se congreguen.
El apostolado asociado es también muy importante porque muchas veces exhibe que se lleve a cabo en una acción común o en las comunidades de la Iglesia o en los diversos ambientes. Las asociaciones, erigidas para los actos comunes del apostolado, apoyan a sus miembros y los forman para el apostolado, y organizan y regulan convenientemente su obra apostólica, de forma que son de esperar frutos mucho más abundantes que si cada uno trabaja separadamente.
Pero en las circunstancias presentes es en absoluto necesario que en el ámbito de la cooperación de los seglares se robustezca la forma asociada y organizada del apostolado, puesto que solamente la estrecha unión de las fuerzas puede conseguir todos los fines del apostolado moderno y proteger eficazmente sus bienes. En lo cual interesa sobre manera que tal apostolado llegue hasta las inteligencias comunes y las condiciones sociales de aquellos a quienes se dirige; de otra suerte, resultarían muchas veces ineficaces, ante la presión de la opinión pública y de las instituciones.

Variedad de formas del apostolado asociado
19. Las asociaciones del apostolado son muy variadas; unas se proponen el fin general apostólico de la Iglesia; otras, buscan de un modo especial los fines de evangelización y de santificación; otras, persiguen la inspiración cristiana del orden social; otras, dan testimonio de Cristo, especialmente por las obras de misericordia y de caridad.
Entre estas asociaciones hay que considerar primeramente las que favorecen y alientan una unidad más íntima entre la vida práctica de los miembros y su fe. Las asociaciones no se establecen para si mismas, sino que deben servir a la misión que la Iglesia tiene que realizar en el mundo; su fuerza apostólica depende de la conformidad con los fines de la Iglesia y del testimonio cristiano y espíritu evangélico de cada uno de sus miembros y de toda la asociación.
El cometido universal de la misión de la Iglesia, considerando a un tiempo el progreso de los institutos y el avance arrollador de la sociedad actual, exige que las obras apostólicas de los católicos perfeccionen más y más las formas asociadas en el campo internacional. Las Organizaciones Internacionales conseguirán mejor su fin si los grupos que en ellas se juntan y sus miembros se unen a ellas más estrechamente.
Guardada la sumisión debida a la autoridad eclesiástica, pueden los laicos fundar y regir asociaciones, y una vez fundadas, darles un nombre. Hay, sin embargo, que evitar la dispersión de fuerzas que surge al promoverse, sin causa suficiente, nuevas asociaciones y trabajos, o si se mantienen más de lo conveniente asociaciones y métodos anticuados. No siempre será oportuno el aplicar sin discriminación a otras naciones las formas que se establecen en alguna de ellas.

La Acción Católica
20. Hace algunos decenios los laicos, en muchas naciones, entregándose cada día más al apostolado, re reunían en varias formas de acciones y de asociaciones, que conservando muy estrecha unión con la jerarquía, perseguían y persiguen fines propiamente apostólicos. Entre estas y otras instituciones semejantes más antiguas hay que recordar, sobre todo, las que, aun con diversos sistemas de obrar, produjeron, sin embargo, ubérrimos frutos para el reino de Cristo, y que los Sumos Pontífices y muchos Obispos recomendaron y promovieron justamente y llamaron Acción Católica. La definían de ordinario como la cooperación de los laicos en el apostolado jerárquico.
Estas formas de apostolado, ya se llamen Acción Católica, ya con otro nombre, que desarrollan en nuestros tiempos un apostolado precioso, se constituyen por la acepción conjunta de todas las notas siguientes:
a) El fin inmediato de estas organizaciones es el fin apostólico de la Iglesia, es decir, la evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de sus conciencias, de suerte que puedan saturar del espíritu del Evangelio las diversas comunidades y los diversos ambientes.
b) Los laicos, cooperando, según su condición, con la jerarquía, ofrecen su experiencia y asumen la responsabilidad en la dirección de estas organizaciones, en el examen diligente de las condiciones en que ha de ejercerse la acción pastoral de la Iglesia y en la elaboración y desarrollo del método de acción.
c) Los laicos trabajan unidos, a la manera de un cuerpo orgánico, de forma que se manifieste mejor la comunidad de la Iglesia y resulte más eficaz el apostolado.
d) Los laicos, bien ofreciéndose espontáneamente o invitados a la acción y directa cooperación con el apostolado jerárquico, trabajan bajo la dirección superior de la misma jerarquía, que puede sancionar esta cooperación, incluso por un mandato explícito.
Las organizaciones en que, a juicio de la jerarquía, se hallan todas estas notas a la vez han de entenderse como Acción Católica, aunque por exigencias de lugares y pueblos tomen varias formas y nombres.
El Sagrado Concilio recomienda con todo encarecimiento estas instituciones que responden ciertamente a las necesidades del apostolado entre muchas gentes, e invita a los sacerdotes y a los laicos a que trabajen en ellas, que cumplan más y más los requisitos antes recordados y cooperen siempre fraternalmente en la Iglesia con todas las otras formas de apostolado.

Aprecio de las asociaciones
21. Hay que apreciar debidamente todas las asociaciones del apostolado; pero, aquellas que la jerarquía ha alabado o recomendado, declarado y urgentes, según las necesidades de los tiempos y de los lugares, han de apreciarlas sobremanera los sacerdotes, los religiosos y los laicos y han de promoverlas cada cual a su modo. Entre ellas han de contarse, sobre todo hoy, las asociaciones o grupos internacionales católicos.


Laicos que se entregan con título especial

al servicio de la Iglesia

22. Dignos de especial honor y recomendación en la Iglesia son los laicos, solteros o casados, que se consagran para siempre o temporalmente con su pericia profesional al servicio de esas instituciones y de sus obras. Sirve de gozo a la Iglesia el que cada día aumenta el número de los laicos que prestan el propio ministerio a las asociaciones y obras de apostolado o dentro de la nación, o en el ámbito internacional o, sobre todo, en las comunidades católicas de misiones y de Iglesias nuevas.
Reciban a estos laicos los Pastores de la Iglesia con gusto y gratitud, procuren satisfacer lo mejor posible las exigencias de la justicia, de la equidad y de la caridad, según su condición, sobre todo en cuanto al congruo sustento suyo y de sus familias, y ellos disfruten de la instrucción necesaria, del consuelo y del aliento espiritual.


CAPÍTULO V

ORDEN QUE HAY QUE OBSERVAR



Introducción

23. El apostolado de los laicos, ya se desarrolle individualmente, ya por fieles asociados, ha de ocupar su lugar correspondiente en el apostolado de toda la Iglesia; más aún, el elemento esencial del apostolado cristiano es la unión con quienes el Espíritu Santo puso para regir su Iglesia (Cf. Act., 20,28). No es menos necesaria la cooperación entre las varias formas de apostolado, que ha de ordenar la Jerarquía convenientemente.
Pues, a fin de promover el espíritu de unidad para que resplandezca en todo el apostolado de la Iglesia la caridad fraterna, para que se consigan los fines comunes y se eviten las emulaciones perniciosas, se requiere un mutuo aprecio de todas las formas de apostolado de la Iglesia y una coordinación conveniente, conservando el carácter propio de cada una.
Cosa sumamente necesaria, porque la acción peculiar de la Iglesia requiere la armonía y la cooperación apostólica del clero secular y regular, de los religiosos y laicos.

Relaciones con la Jerarquía
24. Es deber de la Jerarquía promover el apostolado de los laicos, prestar los principios y subsidios espirituales, ordenar el ejercicio del apostolado al bien común de la Iglesia y vigilar para que se respeten la doctrina y el orden.
El apostolado seglar admite varias formas de relaciones con la Jerarquía, según las varias maneras y objetos del mismo apostolado.
Hay en la Iglesia muchas obras apostólicas constituidas por la libre elección de los laicos y se rigen por su juicio y prudencia. En algunas circunstancias, la misión de la Iglesia puede cumplirse mejor por estas obras y por eso no es raro que la Jerarquía las alabe y recomiende. Ninguna obra, sin embargo, puede arrogarse el nombre de católica sin el asentimiento de la legítima autoridad eclesiástica.
La Jerarquía reconoce explícitamente, de varias formas, algunos otros sistemas del apostolado seglar.
Puede, además, la autoridad eclesiástica, por exigencias del bien común de la Iglesia, de entre las asociaciones y obras apostólicas, que tienden inmediatamente a un fin espiritual, elegir algunas y promoverlas de un modo peculiar en las que asume una responsabilidad especial. Así, la Jerarquía, ordenando el apostolado de diversas maneras, según las circunstancias, asocia más estrechamente alguna de sus formas a su propia misión apostólica, conservando, no obstante, la propia naturaleza y peculiaridad de cada una, sin privar por eso a los laicos de su necesaria facultad de obrar espontáneamente. Este acto de la Jerarquía en varios documentos eclesiásticos se llama mandato.
Finalmente, la Jerarquía encomienda a los laicos algunas funciones que están muy estrechamente unidas con los ministerios de los pastores, como en la explicación de la doctrina cristiana, en ciertos actos litúrgicos, en cura de almas. En virtud de esta misión, los laicos, en cuanto al ejercicio de su misión, están plenamente sometidos a la dirección superior de la Iglesia.
En cuanto atañe a las obras e instituciones del orden temporal, el oficio de la Jerarquía eclesiástica es enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que hay que seguir en los asuntos temporales; tiene también derecho, bien consideradas todas las cosas, y sirviéndose de la ayuda de los peritos, a discernir sobre la conformidad de tales obras e instituciones con los principios morales y decidir cuanto se requiere para salvaguardar y promover los bienes del orden sobrenatural.

Ayuda que debe prestar el clero al apostolado de los laicos
25. Tengan presente los Obispos, los párrocos y demás sacerdotes de uno y otro clero que el derecho y la obligación de ejercer el apostolado es común a todos los fieles, sean clérigos o seglares, y que éstos tienen también su cometido en la edificación de la Iglesia. Trabajen, pues, fraternalmente con los laicos en la Iglesia y por la Iglesia y tengan especial cuidado de los laicos en sus obras apostólicas.
Elíjanse cuidadosamente sacerdotes idóneos y bien formados para ayudar a las formas especiales del apostolado de los laicos. Los que se dedican a este ministerio, en virtud de la misión recibida de la Jerarquía, la representan en su acción pastoral; fomenten las debidas relaciones de los laicos con la Jerarquía adhiriéndose fielmente al espíritu y a la doctrina de la Iglesia; esfuércense en alimentar la vida espiritual y el sentido apostólico de las asociaciones católicas que se les han encomendado; asistan con su prudente consejo a la labor apostólica de los laicos y estimulen sus empresas. En diálogo continuo con los laicos, averigüen cuidadosamente las formas más oportunas para hacer más fructífera la acción apostólica; promuevan el espíritu de unidad dentro de la asociación y en las relaciones de éstas con las otras.
Por fin, los religiosos Hermanos o Hermanas aprecien las obras apostólicas de los laicos, entréguense gustosos a ayudarles en sus obras según el espíritu y las normas de sus Institutos; procuren sostener, ayudar y completar los ministerio sacerdotales.

Ciertos medios que sirven para la mutua cooperación
26. En las diócesis, en cuanto sea posible, deben existir consejos que ayuden la obra apostólica de la Iglesia, ya en el campo de la evangelización y de la santificación, ya en el campo caritativo social, etcétera, cooperando convenientemente los clérigos y los religiosos con los laicos. Estos consejos podrán servir para la mutua coordinación de las varias asociaciones y empresas seglares, salva la índole propia y la autonomía de cada una. Estos consejos, si es posible, han de establecerse también en el ámbito parroquial o interparroquial, interdiocesano y en el orden nacional o internacional.
Establézcase, además en la Santa Sede, algún Secretario especial para servicio e impulso del apostolado seglar, como centro que, con medios aptos proporcione noticias de las diversas obras del apostolado de los laicos, fomente las investigaciones sobre los problemas que hoy surgen en estos campos y ayude con sus consejos a la Jerarquía y a los laicos en las obras apostólicas. En este Secretariado han de tomar parte también los diversos movimientos y empresas del apostolado seglar existentes en todo el mundo, cooperando también los clérigos y los religiosos con los seglares.

Cooperación con otros cristianos y con los no cristianos
27. En común patrimonio evangélico y, en consecuencia, el común deber del testimonio cristiano recomiendan, y muchas veces exigen, la cooperación de los católicos con otros cristianos, que hay que realizar por individuos particulares y por comunidades de la Iglesia, ya en las acciones, ya en las asociaciones, en el campo nacional o internacional.
Los valores comunes exigen también no rara vez una cooperación semejante de los cristianos que persiguen fines apostólicos con quienes no llevan el nombre cristiano, pero reconocen estos valores.
Con esta cooperación dinámica y prudente, que es de gran importancia en las actividades temporales, los laicos rinden testimonio a Cristo, Salvador del mundo, y a la unidad de la familia humana.


CAPÍTULO VI

FORMACIÓN PARA EL APOSTOLADO



Necesidad de la formación para el apostolado

28. El apostolado solamente puede conseguir plena eficacia con una formación multiforme y completa. La exigen no sólo el continuo progreso espiritual y doctrinal del mismo seglar, sino también las varias circunstancias de cosas, de personas y de deberes a que tiene que acomodar su actividad. Esta formación para el apostolado debe apoyarse en las bases que este Santo Concilio ha asentado y declarado en otros lugares. Además de la formación común a todos los cristianos, no pocas formas de apostolado, por la variedad de personas y de ambientes, requieren una formación específica y peculiar.


Principios de la formación de los laicos para el apostolado
29. Como los laicos participan, a su modo, de la misión de la Iglesia, su formación apostólica recibe una característica especial por su misma índole secular y propia del laicado y por el carácter espiritual de su vida.
La formación para el apostolado supone una cierta formación humana, íntegra, acomodada al ingenio y a las cualidades de cada uno. Porque el seglar, conociendo bien el mundo contemporáneo, debe ser un miembro acomodado a la sociedad de su tiempo y a la cultura de su condición.
Ante todo, el seglar ha de aprender a cumplir la misión de Cristo y de la Iglesia, viviendo de la fe en el misterio divino de la creación y de la redención movido por el Espíritu Santo, que vivifica al Pueblo de Dios, que impulsa a todos los hombres a amar a Dios Padre, al mundo y a los hombres por El. Esta formación debe considerarse como fundamento y condición de todo apostolado fructuoso.
Además de la formación espiritual, se requiere una sólida instrucción doctrinal, incluso teológica, ético-social, filosófica, según la diversidad de edad, de condición y de ingenio. No se olvide tampoco la importancia de la cultura general, juntamente con la formación práctica y técnica.
Para cultivar las relaciones humanas es necesario que se acrecienten los valores verdaderamente humanos; sobre todo, el arte de la convivencia fraterna, de la cooperación y del diálogo.
Pero ya que la formación para el apostolado no puede consistir en la mera instrucción teórica, aprendan poco a poco y con prudencia desde el principio de su formación, a verlo, juzgarlo y a hacerlo todo a la luz de la fe, a formarse y perfeccionarse a sí mismos por la acción con los otros y a entrar así en el servicio laborioso de la Iglesia. Esta formación, que hay que ir complementando constantemente, pide cada día un conocimiento más profundo y una acción más oportuna a causa de la madurez creciente de la persona humana y por la evolución de los problemas. En la satisfacción de todas las exigencias de la formación hay que tener siempre presente la unidad y la integridad de la persona humana, de forma que quede a salvo y se acreciente su armonía y su equilibrio.
De esta forma el seglar se inserta profunda y cuidadosamente en la realidad misma del orden temporal y recibe eficazmente su parte en el desempeño de sus tareas, y al propio tiempo, como miembro vivo y testigo de la Iglesia, la hace presente y actuante en el seno de las cosas temporales.

A quiénes pertenece formar a otros para el apostolado
30. La formación para el apostolado debe empezar desde la primera educación de los niños. Pero los adolescentes y los jóvenes han de iniciarse de una forma peculiar en el apostolado e imbuirse de este espíritu. Esta formación hay que ir completándola durante toda la vida, según lo exijan las nuevas empresas. Es claro, pues, que a quienes pertenece la educación cristiana están obligados también a dar la formación para el apostolado.
En la familia es obligación de los padres disponer a sus hijos desde la niñez para el conocimiento del amor de Dios hacia todos los hombres, enseñarles gradualmente, sobre todo con el ejemplo, la preocupación por las necesidades del prójimo, tanto de orden material como espiritual. Toda la familia y su vida común sea como una iniciación al apostolado.
Es necesario, además, educar a los niños para que, rebasando los límites de la familia, abran su alma a las comunidades, tanto eclesiásticas como temporales. Sean recibidos en la comunidad local de la parroquia, de suerte que adquieran en ella conciencia de que son miembros activos del Pueblo de Dios. Los sacerdotes, en la catequesis y en el ministerio de la palabra, en la dirección de las almas y en otros ministerios pastorales, tengan presente la formación para el apostolado.
Es deber también de las escuelas, de los colegios y de otras instituciones dedicadas a la educación, el fomentar en los niños los sentimientos católicos y la acción apostólica. Si falta esta formación porque los jóvenes no asisten a esas escuelas o por otra causa, razón de más para que la procuren los padres, los pastores de almas y las asociaciones apostólicas. Pero los maestros y educadores, que por su vocación y oficio ejercen una forma extraordinaria del apostolado seglar, han de estar formados en la doctrina necesaria y en la pedagogía para poder comunicar eficazmente esta educación.
Los equipos y asociaciones seglares, ya busquen el apostolado, ya otros fines sobrenaturales, deben fomentar cuidadosa y asiduamente, según su fin y carácter, la formación para el apostolado. Ellas constituyen muchas veces el camino ordinario de la formación conveniente para el apostolado, pues en ellas se da una formación doctrinal espiritual y práctica. Sus miembros revisan, en pequeños equipos con los socios y amigos, los métodos y los frutos de su esfuerzo apostólico y examinan a la luz del Evangelio su método de vida diaria.
Esta formación hay que ordenarla de manera que se tenga en cuenta todo el apostolado seglar, que ha de desarrollarse no sólo dentro de los mismos grupos de las asociaciones, sino en todas las circunstancias y por toda la vida, sobre todo profesional y social. Más aún, cada uno debe prepararse diligentemente para el apostolado, obligación que es más urgente en la vida adulta, porque avanzando la edad, el alma se abre mejor y cada uno puede descubrir con más exactitud los talentos con que Dios enriqueció su alma y aplicar con más eficacia los carismas que en el Espíritu Santo le dio para el bien de sus hermanos.

Adaptación de la formación a las varias formas de apostolado
31. Las diversas formas de apostolado requieren también una formación conveniente.
a) Con relación al apostolado de evangelizar y santificar a los hombres, los laicos han de formarse especialmente para entablar diálogo con los otros, creyentes o no creyentes, para manifestar directamente a todos el mensaje de Cristo. Pero como en estos tiempos se difunde ampliamente y en todas partes el materialismo de toda especie, incluso entre los católicos, los laicos no sólo deben aprender con más cuidado la doctrina católica, sobre todo en aquellos puntos en que se la ataca, sino que han de dar testimonio de la vida evangélica contra cualquiera de las formas del materialismo.
b) En cuanto a la instauración cristiana del orden temporal, instrúyanse los laicos acerca del verdadero sentido y valor de los bienes materiales, tanto en sí mismos como en cuanto se refiere a todos los fines de la persona humana; ejercítense en el uso conveniente de los bienes y en la organización de las instituciones, atendiendo siempre al bien común, según los principios de la doctrina moral y social de la Iglesia. Aprendan los laicos, sobre todo, los principios y conclusiones de la doctrinal social, de forma que sean capaces de ayudar, por su parte, en el progreso de la doctrina y de aplicarla rectamente en cada caso particular.
c) Puesto que las obras de caridad y de misericordia ofrecen un testimonio magnífico de vida cristiana, la formación apostólica debe conducir también a practicarlas, para que los fieles aprendan desde niños a compadecerse de los hermanos y a ayudarlos generosamente cuando lo necesiten.

Medios de formación
32. Los laicos que se entregan al apostolado tienen muchos medios, tales como congresos, reuniones, ejercicios espirituales, asambleas numerosas, conferencias, libros, comentarios, para lograr un conocimiento más profundo de la Sagrada Escritura y de la doctrina católica, para nutrir su vida espiritual, para conocer las condiciones del mundo y encontrar y cultivas medios convenientes. Estos medios de formación tienen en cuenta el carácter de las diversas formas de apostolado en los ambientes en que se desarrolla.
Con este fin se han erigido también centros e institutos superiores, que han dado ya frutos excelentes.
El Sagrado Concilio se congratula de estas empresas, florecientes en algunas partes, y desea que se promuevan en otros sitios donde sean necesarias.
Establézcanse, además, centros de documentación y de estudios, no sólo teológicos, sino también antropológicos, psicológicos, sociológicos y metodológicos, para fomentar más y mejor las facultades intelectuales de los laicos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, para todos los campos del apostolado.
EXHORTACIÓN
33. Por consiguiente, el Sagrado Concilio ruega encarecidamente en el Señor a todos los laicos, que respondan con gozo, con generosidad y corazón dispuesto a la voz de Cristo; que en esta hora invita con más insistencia y al impulso del Espíritu Santo, sientan los más jóvenes que esta llamada se hace de una manera especial a ellos; recíbanla, pues, con entusiasmo y magnanimidad. Pues el mismo Señor invita de nuevo a todos los laicos, por medio de este Santo Concilio, a que se unan cada vez más estrechamente, y sintiendo sus cosas como propias (Cf. Fil., 2,5), se asocien a su misión salvadora. De nuevo los envía a toda ciudad y lugar adonde El ha de ir (Cf. Lc., 10,1), para que con las diversas formas y modos del único apostolado de la Iglesia ellos se le ofrezcan como cooperadores aptos siempre para las nuevas necesidades de los tiempos, abundando siempre en la obra de Dios, teniendo presente que su trabajo no es vano delante del Señor (Cf. 1 Cor., 15,58).
Todas y cada una de las cosas contenidas en este Decreto han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, 18 de noviembre de 1965.


Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica.




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