REGNUM MARIAE

REGNUM MARIAE
COR JESU ADVENIAT REGNUM TUUM, ADVENIAT PER MARIAM! "La Inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios. Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad. Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús. Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro. Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin límites ni reservas." (San Maximiliano María Kolbe)

miércoles, 30 de abril de 2014

JOSÉ SE ENTREGABA A SU HUMILDE TAREA



En medio, pues, de su familia de Nazaret, José se entregaba a su humilde tarea, preocupado ante todo de agradar a Dios observando la Ley. Vestía como los obreros de su corporación, y llevaba en la oreja, según la costumbre, una viruta de madera. Es de suponer, sin embargo, que su rostro reflejaría su dignidad y, más todavía, su santidad. Bajo sus hábitos artesanos, había unas maneras que llamaban la atención, pues no se solían encontrar entre gentes de su oficio. Tenía en su actitud y en su compostura un no sé qué de digno y sosegado que imponía respeto; en su rostro un aire de dulzura y de bondad, y en sus ojos un mirar limpio y profundo.
Todos, en la comarca, sabían que pertenecía a la casa de David, pero como era sencillo y humilde y jamás hacía valer sus títulos, y por otra parte la modestia de su oficio desdecía de su nobleza de origen, había quien se resistía a creerlo... ¡Ya era tiempo de que Dios viniese en persona a la tierra para revelar a los hombres en lo que consiste la verdadera grandeza!


Fr. Michel Gasnier

CONCORDIA, TESTIMONIO Y ATENCIÓN A LOS POBRES



Toda comunidad cristiana debería confrontar su propia vida con la que animaba a la primera Iglesia y verificar su propia capacidad de vivir en “armonía”, de dar testimonio de la Resurrección de Cristo y de asistir a los pobres. Lo afirmó el Papa Francisco en su homilía de la misa matutina celebrada en la Capilla de la Casa de Santa Marta.
Un "icono" con tres “pinceladas”: es lo que presenta a la primera comunidad cristiana tal como aparece descrita en los Hechos de los Apóstoles. El Papa se detuvo en las tres características de este grupo, capaz de plena concordia en su interior, de dar testimonio de Cristo hacia fuera, y de impedir que sus miembros padecieran la miseria: las “tres peculiaridades del pueblo renacido”.
Francisco desarrolló su homilía a partir de lo que la Iglesia ha destacado durante toda la semana de Pascua: “renacer desde lo Alto”, del Espíritu, que da vida al primer núcleo de los “nuevos cristianos”, cuando “aún no se llamaban así”:



“‘Tenía un solo corazón y una sola alma’. La paz. Una comunidad en paz. Esto significa que en aquella comunidad no había lugar para los chismes, para las envidias, para las calumnias, para las difamaciones. Paz. El perdón: ‘El amor lo cubría todo’. Para calificar a una comunidad cristiana sobre esto, debemos preguntarnos cómo es la actitud de los cristianos. ¿Son mansos, humildes? En esa comunidad ¿hay peleas entre ellos por el poder? ¿Peleas de envidia? ¿Hay chismes? No están por el camino de Jesucristo. Esta característica es muy importante, muy importante, porque el demonio trata de dividirnos siempre. Es el padre de la división”.

No es que faltaran los problemas en aquella primera comunidad. De hecho, el Papa Francisco recordó “las luchas internas, las luchas doctrinales, las luchas de poder” que también aparecieron más adelante. Por ejemplo, dijo, cuando las viudas se lamentaron de no ser asistidas bien por los Apóstoles, por lo que “debieron hacer a los diáconos”.

Sin embargo, aquel “momento fuerte” del inicio fija para siempre la esencia de la comunidad nacida del Espíritu. Una comunidad acorde y, en segundo lugar, una comunidad de testigos de la fe, sobre la cual el Papa invitó a confrontar toda comunidad actual:




¿Es una comunidad que da testimonio de la resurrección de Jesucristo? Esta parroquia, esta comunidad, esta diócesis ¿cree verdaderamente que Jesucristo ha resucitado? O dice: ‘Sí, ha resucitado, pero de esta parte’, porque lo cree aquí solamente, con el corazón lejos de esta fuerza. Dar testimonio de que Jesús está vivo, está entre nosotros. Y así se puede verificar cómo va una comunidad”.






La tercera característica sobre la cual verificar cómo va la vida de una comunidad cristiana está relacionada con “los pobres”. Y aquí el Papa Francisco distinguió el metro de verificación en dos puntos:

“Primero: ¿Cómo es tu actitud o la actitud de esta comunidad con los pobres? Y segundo: Esta comunidad ¿es pobre? ¿Pobre de corazón, pobre de espíritu? ¿O pone su confianza en las riquezas? ¿En el poder?

Armonía, testimonio, pobreza y atender a los pobres. Y esto es lo que Jesús explicaba a Nicodemo: este nacer desde lo Alto. Porque el único que puede hacer esto es el Espíritu. Esta es obra del Espíritu. A la Iglesia la hace el Espíritu. El Espíritu hace la unidad. El Espíritu te impulsa hacia el testimonio. El Espíritu te hace pobre, porque Él es la riqueza y hace que tú te ocupes de los pobres”.


“Que el Espíritu Santo – concluyó Francisco – nos ayude a caminar por este camino de renacidos por la fuerza del Bautismo”.

martes, 29 de abril de 2014

NO HAY VERDADERA DEVOCIÓN SIN OBRAS


El culto a la Divina Misericordia no está hecho de sólo oraciones. Responde a un planteamiento preciso de la vida, aquél que Jesús ha propuesto a todo cristiano: "Sean misericordiosos como el Padre... Ámense como Yo les he amado".
Ciertamente, la confianza en Dios se vincula con esta segunda exigencia: "CUALQUIER COSA QUE HAYAN HECHO AL MÁS PEQUEÑO DE USTEDES, ME LA HAN HECHO A MÍ. A esta declaración está ligada igualmente una promesa: "BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS PORQUE OBTENDRÁN MISERICORDIA".
El culto de la Misericordia es de tal naturaleza que más que cualquier otra de nuestras devociones exige de nosotros la imitación: "SI NO AMAS AL PRÓJIMO A QUIEN VES, NO PUEDES AMAR A DIOS A QUIEN NO VES" (I- Jn 4,20).
Coherentemente con esto Jesús dice a la Santa María Faustina:

"Si por medio tuyo pido a los hombres el culto a mi Divina Misericordia, debes ser tú la primera en distinguirte por la confianza en esta Misericordia. De tí quiero obras de misericordia que fluyan del amor que me tienes. Debes mostrarte misericordiosa hacia los demás, siempre y en todas partes; no te puedes eximir de esto, ni excusar mucho menos justificar. Has de saber que Yo estoy contigo. Yo establezco las dificultades y Yo las supero y en un instante puedo cambiar las posturas contrarias en posturas favorables a este causa" (D-1578).


Y continúa:
"Si un alma de algún modo no ejerce la misericordia hacia el prójimo, no conseguirá mi Misericordia en el día del juicio. Si las almas supieran acumular para sí estos tesoros, ni siquiera serían juzgadas, con la misericordia previenen mi juicio (D-1317).

"Escribe para las muchas almas que se afligen por no poseer bienes materiales, por lo cual padecen impotentes para las obras de misericordia diles que la misericordia del espíritu obtiene méritos aún mayores, y es accesible a todas las almas" (D. 1317).

Por lo demás, el Señor se adelanta con una indicación precisa:
Te propongo tres maneras de cumplir con misericordia hacia el prójimo: la primera es acción; la segunda la palabra; la tercera la oración. En estos tres puntos está la plenitud de la misericordia y ellos constituyen una prueba irrefutable del amor que se me tiene. Es así como el alma da gloría y culto a mi Misericordia (D. 742).

El pensamiento de la misericordia que debemos ejercitar entre nosotros no se pierde de vista cuando se habla de la Fiesta de la Misericordia:
"El primer domingo después de Pascua es la Fiesta que exijo se celebre solemnemente, pero deben practicarse también las obras de misericordia" (D.742).



La misma exigencia reaparece también cuando trata de la veneración de la Imagen:
"Por medio de mi Imagen concederé muchas gracias, pero ella debe también recordar las exigencias prácticas de la misericordia, porque la fe, aunque sea fuerte, de nada sirve sin las obras" (D. 742).

Al colocar en un lugar de honor en nuestras casas la imagen del Salvador misericordioso, no hemos de hacerlo solamente para que nos defienda y proteja, ni mucho menos únicamente como signo auspicioso de gracias y favores, sino también para que haga florecer entre las paredes domésticas el espíritu de misericordia y dé a nuestras relaciones con el prójimo -ya se trate de nuestros seres queridos o de los desconocidos- el reflejo de los rayos de una bondad fraterna y solidaria.

Para entender hasta dónde se extienden las exigencias de las que habla Jesús, no necesitamos sino buscar en el Evangelio, donde el Señor dice sin vacilación:

"Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo; porque Él es bueno aún con los ingratos y los malvados" (Lc 6,35).


SAN LUIS MARÍA


San Luis María Grignion de Montfort, santo francés que vivió en los siglos XVII y XVIII y que al ser ordenado sacerdote escogió como lema de su vida sacerdotal «ser esclavo de María»: «Totus Tuus» (soy todo tuyo).
San Luis María fue poco comprendido por los demás. Su tiempo en el seminario estuvo lleno de grandes pruebas. Sus superiores no sabían si considerarlo un santo o como un fanático. Enseguida empezaron a surgir cruces mas grandes en su vida: le negaron varias veces ejercer sus funciones de sacerdote, no podía confesar ni predicar. Fue rechazado por sus amigos mas íntimos, hasta su propio obispo empieza a dudar seriamente de el. San Luis María comprende que la razón de los ataques es la doctrina mariana que enseñaba. Recurre al Papa y le visita en Roma; quería saber si de verdad estaba equivocado como todos decían o si cumplía la voluntad de Dios, que era su único deseo. En Roma, San Luis María recibe la bendición y el titulo de Misionero Apostólico.
Siento vivos anhelos de hacer amar al Señor y a su Santísima Madre, de ir en forma pobre y sencilla a enseñar el catecismo a los pobres de los campos y excitar a los pecadores a la devoción a la Santísima Virgen.

Ante todo, San Luis María es un misionero. Recorre los caminos de Francia con un un bastón, coronado por un crucifijo o una estatuilla de la Virgen; a la espalda una mochila en la que lleva su Biblia, su breviario, su cuaderno de notas. Lleva a la cintura un rosario muy grande que atrae las miradas de todos. Pero no por eso cesaron las incomprensiones y la persecución y San Luis tiene que buscar diócesis cuyos obispos eran notoriamente contrarios al jansenismo, la herejía tan del gusto de aquella Francia del siglo de la ilustración y del racionalismo. Como ocurre en nuestros días, entre los seguidores de las ideologías “modernas” se reclutaban los más radicales enemigos del cristianismo.
De ahí su predicación en la región de la Vandea, que después, en 1793, se levantaría contra la sangrienta y atea Revolución Francesa. Fue allí donde trabajó durante los últimos cinco años de su vida, implantando en aquellas poblaciones una sólida formación católica. Ésta fue, décadas más tarde, un decisivo hecho para la gloriosa Guerra de la Vandea, contra los impíos revolucionarios de 1789.

¿Qué nos enseña Grignon de Montfort? No nos dice nada nuevo. ¿Queremos ir a Jesucristo? ¡Vayamos por María!
Hay que ir a Jesucristo, y por Jesucristo a Dios en el Espíritu Santo. Pero escogemos un camino fácil, encantador, podríamos decir, como es María. Porque María nos llevará necesariamente a Jesucristo. María se convierte en el atajo más rápido para llegar a Dios.
  • Hacer todo CON María, en su compañía, sin perderla nunca de vista, pues, haciéndolo todo con Ella, venimos a hacerlo todo como María, con su misma finura, y salimos imitadores suyos perfectos.
  • Hacer todo EN María, es decir, meterse en María, en sus sentimientos, en su corazón, de modo que sea María el motor de toda nuestra actividad.
  • Hacer todo POR María, o sea, dirigirse a Jesucristo y a Dios por medio de la Virgen María, por ser una intercesora y una Medianera poderosa de la Gracia.
  • Hacer todo PARA María, porque nos rendimos a Ella como unos esclavos, que no tienen más ilusión que servir gozosos a su Reina y Señora.

Para nosotros cuando se trata del amor y devoción a la Virgen, parece que sobran todas las recomendaciones. El amor a la Virgen María lo llevamos entrañado en el alma. Y ahora, al escuchar a San Luis María nosotros nos llenamos de ilusión por formar parte en esa legión de hijos amantes de María, para que Ella nos lleve a Jesús.
Y para que nos lleve —aunque esto ya nos resulta más fuerte— precisamente por el camino real de la Cruz. Con la Virgen, y llevando con gallardía cada uno nuestra cruz, el seguir a Jesucristo se hace más fácil como lo predicaba siempre Luis María Grignion de Montfort.


Su mensaje final dirigido hoy a nosotros, lo resume en estas palabras, que son el compendio de toda su vida de santo y de apóstol: ¡Amad ardientemente a Jesucristo, amadle por María!
Fuente: tradiciondigital.es

viernes, 25 de abril de 2014

MISTERIO


La sangre del justo
y la del malvado,
pasan por tu mismo corazón.

La espalda del que golpea
y la que recibe el latigazo
son parte de tu mismo cuerpo.

En tus lágrimas lloran
el dolor del bueno
y la confusión de su agresor.

Tu misma ternura abraza
el rostro de tu Madre María
y la del soldado que te clava.

En tu corazón no hay excluidos,
en tu cuerpo todos cabemos,
en tus lagrimas todos lloramos,
en tu ternura todos existimos.

¡Déjame entrar contigo,
Señor, en tu misterio,
y vivir en el hogar de tu pasión
donde reconcilias lo imposible!”

Fuente: Caminar (Religiosa contemplativa)

jueves, 24 de abril de 2014

COMO EL HIJO CUBIERTO DE LLAGAS



Conviene evocar en todas las cosas la memoria de la gloriosísima Virgen María, Madre bendita de Jesús, a cuyos méritos y ruegos te debes encomendar cada día y recurrir a ella en todas las necesidades como acude a su querida madre el hijo cubierto de llagas. Pues el dulce nombre de María da confianza al que la invoca y la llama. Y ella está dispuesta a decir cosas buenas a su hijo Jesús a favor del alma atribulada y miserable.

Si María, con los santos en el cielo, no rogara diariamente por el mundo, ¿cómo podría permanecer aún el mundo, que tanto ofende a Dios con tan graves pecados y tan poca enmienda?

María, pues, ha de ser invocada por todos los cristianos: por los justos y los pecadores, y principalmente por los religiosos y personas consagradas, que tienen el propósito de la continencia y por medio de santos deseos suspiran por las cosas del cielo y nada quieren tener ni obrar con el mundo.

Mas ¿qué se ha de pedir? Pide, en primer lugar, el perdón de tus pecados; después, la virtud de la continencia y humildad, que es un don muy grato a Dios, para que siempre aparezcas humilde en presencia de Dios y desees ser tomado por vil y miserable y no te gloríes de ningún bien, no vayas a perder todo lo que pareces tener. Lamenta estar tan lejos de las verdaderas virtudes, de la humildad profunda, de la santa pobreza, de la perfecta obediencia, de la purísima castidad, de la oración devotísima, de la ferviente caridad, que todas estas cosas estuvieron plenísimamente en María, la Madre de Dios.

Por tanto, arrójate a sus pies como pobre mendigo para que al menos adquieras el mínimo grado de estas virtudes, ya que por tu desidia no puedes subir al máximo. Cualquier cosa que desees, pídelo humildemente por manos de la bienaventurada María, porque con sus gloriosos méritos son ayudados los que están en el purgatorio y en la tierra.

Gran gracia, gran gloria la suya en Jesús, su Salvador, sobre todos los santos en el cielo; pero todo para nosotros que vivimos en el mundo.

Confíate, pues, con seguridad a la fidelidad de aquella cuyas oraciones son escuchadas por Dios, no pidiendo, sin embargo, ni buscando otra cosa sino lo que agrada a ella y a su amado Hijo y conviene a tu salvación, como saben ellos mejor.
Rogar por los pecadores y conservar el corazón en la humildad agrada mucho a Dios y a la bienaventurada Virgen. Pues ella se glorió ante Dios únicamente de la humildad, y de lo demás nada dijo; y, a pesar de la gracia que tuvo, no se apartó de la humildad. Ruegue, pues, por nosotros piadosamente la Virgen María para que seamos dignos de la gracia de Dios.


P. Antonio Royo Marín

miércoles, 23 de abril de 2014

LA MIRADA



La mirada. ¡Qué importante es! ¡Cuántas cosas pueden decirse con una mirada! Afecto, aliento, compasión, amor, pero también reproche, envidia, soberbia, incluso odio. Con frecuencia, la mirada dice más que las palabras, o dice aquello que las palabras no pueden o no se atreven a decir.

¿A quién mira la Virgen María? Nos mira a todos, a cada uno de nosotros. Y, ¿cómo nos mira? Nos mira como Madre, con ternura, con misericordia, con amor. Así ha mirado al hijo Jesús en todos los momentos de su vida, gozosos, luminosos, dolorosos, gloriosos, como contemplamos en los Misterios del Santo Rosario, simplemente con amor.

Cuando estamos cansados, desanimados, abrumados por los problemas, volvámonos a María, sintamos su mirada que dice a nuestro corazón: "¡Animo, hijo, que yo te sostengo!" La Virgen nos conoce bien, es madre, sabe muy bien cuáles son nuestras alegrías y nuestras dificultades, nuestras esperanzas y nuestras desilusiones. Cuando sintamos el peso de nuestras debilidades, de nuestros pecados, volvámonos a María, que dice a nuestro corazón: "!Levántate, acude a mi Hijo Jesús!, en Él encontrarás acogida, misericordia y nueva fuerza para continuar el camino".

La mirada de María no se dirige solamente a nosotros. Al pie de la cruz, cuando Jesús le confía al Apóstol Juan, y con él a todos nosotros, diciendo: "Mujer, ahí tienes a tu hijo", los ojos de María están fijos en Jesús. Y María nos dice, como en las Bodas de Caná: "Haced lo que Él os diga". María indica a Jesús, nos invita a dar testimonio de Jesús, nos guía siempre a su Hijo Jesús, porque sólo en Él hay salvación, sólo Él puede trasformar el agua de la soledad, de la dificultad, del pecado, en el vino del encuentro, de la alegría, del perdón. Sólo Él.

"Bienaventurada porque has creído". María es bienaventurada por su fe en Dios, por su fe, porque la mirada de su corazón ha estado siempre fija en Dios, en el Hijo de Dios que ha llevado en su seno y que ha contemplado en la cruz. En la Adoración del Santísimo Sacramento, María nos dice: "Mira a mi Hijo Jesús, ten los ojos fijos en Él, escúchalo, habla con Él. Él te mira con amor. No tengas miedo. Él te enseñará a seguirlo para dar testimonio de Él en las grandes y pequeñas obras de tu vida, en las relaciones de familia, en tu trabajo, en los momentos de fiesta; te enseñará a salir de ti mismo, de ti misma, para mirar a los demás con amor, como Él, que te ha amado y te ama, no de palabra, sino con obras".

¡Oh María!, haznos sentir tu mirada de Madre, guíanos a tu Hijo, haz que no seamos cristianos "de escaparate", sino de los que saben "mancharse la manos" para construir con tu Hijo Jesús su Reino de amor, de alegría y de paz”.


Fuente: Caminar ( monja contemplativa)

martes, 22 de abril de 2014

LA DEVOCIÓN PERFECTA A MARÍA



Consiste en darse todo entero, como esclavo, a María y a Jesús por Ella; y en hacer todas las cosas con María, en María, por María y para María. Voy a explicar estas palabras.

Hay que escoger un día señalado para entregarse, consagrarse y sacrificarse; y esto ha de ser voluntariamente y por amor, sin encogimiento, por entero y sin reserva alguna; cuerpo y alma, bienes exteriores y fortuna, como casa, familia, rentas; bienes interiores del alma, a saber: sus méritos, gracias, virtudes y satisfacciones.

Es preciso notar aquí que con esta devoción se inmola el alma a Jesús por María, con un sacrificio, que ni en orden religiosa alguna se exige, de todo cuanto el alma más aprecia; y del derecho que cada cual tiene para disponer a su arbitrio del valor de todas sus oraciones, limosnas, mortificaciones y satisfacciones; de suerte que todo se deja a disposición de la Virgen Santísima, que a voluntad suya lo aplicará, para la mayor gloria de Dios, que sólo Ella perfectamente conoce.




A disposición de María se deja todo el valor satisfactorio e impetratorio de las buenas obras; así que, después de la oblación que de ellas se ha hecho, aunque sin voto alguno, de nada de cuanto bueno hace es ya uno dueño; la Virgen Santísima puede aplicarlo; ya a un alma del purgatorio para aliviarla o libertarla, ya a un pobre pecador para convertirle.

También nuestros méritos los ponemos con esta devoción en manos de la Virgen Santísima; pero es para que nos los guarde, aumente y embellezca; puesto que ni los méritos de la gracia santificante, ni los de la gloria podemos unos a otros comunicarnos.Le entregamos todas nuestras oraciones y obras buenas, en cuanto son satisfactorias e impetratorias, para que Ella las distribuya y aplique a quien le plazca. Y si después de estar así consagrados a la Santísima Virgen, deseamos aliviar algún alma del purgatorio, salvar a algún pecador, sostener a alguno de nuestros amigos con nuestras oraciones, mortificaciones, limosnas, sacrificios, preciso es pedírselo humildemente a Ella, y estar a lo que determine, aunque no lo conozcamos: bien persuadidos de que el valor de nuestras acciones, administrado por las mismas manos (las de la Virgen) de las que Dios se sirve para distribuirnos sus gracias y dones, no podrá menos de aplicarse a la mayor gloria suya.



He dicho que consiste esta devoción en entregarse a María en calidad de esclavo; y es de notar que hay tres clases de esclavitud. La primera es esclavitud de naturaleza; buenos y malos son de esta manera esclavos de Dios. La segunda es esclavitud forzada; los demonios y los condenados son de este modo esclavos de Dios. La tercera es esclavitud de amor y voluntad; y con ésta debemos consagrarnos a Dios por medio de María, del modo más perfecto en que una criatura puede entregarse a su Creador.

Debes tener en cuenta, además, que de criado a esclavo hay mucha diferencia. El criado pide paga por sus servicios; el esclavo, no. El criado está libre para dejar a su señor cuando quiera, y no le sirve sino a plazos, el esclavo no puede dejarle, pues se le ha entregado para siempre. El criado no da a su señor derecho de vida y muerte sobre su persona; el esclavo se le entrega por completo, de suerte que su señor puede hacerle morir sin que la justicia le inquiete. Fácilmente se echa de ver que el esclavo forzado vive en la más estrecha de las sujeciones. Tal, que sólo puede convenir al hombre respecto de su Creador.

 ¡Feliz y mil veces feliz el alma generosa que se consagra a Jesús por María, como esclava de amor, después de haber sacudido en el bautismo la esclavitud tiránica del demonio!

 San Luis María Grignion de Montfort

lunes, 21 de abril de 2014

MADRE, AYUDA NUESTRA FE


¡Madre, ayuda nuestra fe!

Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.

Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.

Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.

Ayúdanos a fiarnos plenamente de Él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y  a madurar.

Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.

Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.

Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que Él sea luz en nuestro camino.

Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor. 

Lumen fidei, 60

domingo, 20 de abril de 2014

¡EL SEÑOR HA RESUCITADO!


V. Alégrate, Reina del cielo; aleluya.
R. Porque el Señor a quien  mereciste llevar; aleluya.
V. Ha resucitado, según su palabra; aleluya.
R. Ruega al Señor por nosotros ; aleluya.
V. Gózate y alégrate, Virgen María; aleluya.
R. Porque verdaderamente ha resucitado el Señor; aleluya.
Oración

Oh Dios que por la resurrección de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, te has dignado dar la alegría al mundo, concédenos que por su Madre, la Virgen María, alcancemos el gozo de la vida eterna. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.

R. Amén.


sábado, 19 de abril de 2014

MARÍA SANTÍSIMA EN SU SOLEDAD



Palidecidas las rosas
de tus labios angustiados;
mustios los lirios morados
de tus mejillas llorosas;
recordando las gozosas
horas idas de Belén,
sin consuelo ya y sin bien
que tus soledades llene...
¡Miradla por donde viene,
hijas de Jerusalén!

Virgen de la Soledad:
rendido de gozos vanos,
en las rosas de tus manos
se ha muerto mi voluntad.

Cruzadas con humildad
en tu pecho sin aliento, 
la mañana del portento,
tus manos fueron, Señora,
la primer cruz redentora:
la cruz del sometimiento.

Como tú te sometiste,
someterme yo querría:
para ir haciendo mi vía
con claro sol o noche triste.

Ejemplo santo nos diste
cuando, en la tarde deicida,
tu soledad dolorida
por los senderos mostrabas:
tocas de luto llevabas,
ojos de paloma herida.
La fruta de nuestro Bien
fue de tu llanto regada:
refugio fueron y almohada
tus rodillas, de su sien.

Otra vez, como en Belén,
tu falda cuna le hacía,
y sobre Él tu amor volvía
a las angustias primeras...
Señora: si tú quisieras
contigo lo lloraría.

Por tu dolor sin testigos,
por tu llanto sin piedades,
Maestra de soledades,
enséñame a estar contigo.

Que al quedarte tú conmigo
partido ya de tu vera
el Hijo que en la madera
de la Santa Cruz dejaste,
yo sé que en ti lo encontraste
de una segunda manera.

Yo en mi alma, Madre, lavada
de las bajas suciedades,
a fuerza de soledades,
le estoy haciendo morada.
Prendida tengo y colgada
ya mi cámara de flores.

Y a husmear por los alcores
por si llega el peregrino
he soltado en mi camino
mis cinco perros mejores.

Quiero yo que el alma mía,
tenga, de sí vaciada,
su soledad preparada
para la gran compañía.

Con una nueva paz y alegría
quiero, por amor, tener
la vida muerta al placer
y muerta al mundo, de suerte
que cuando venga la muerte
le quede poco que hacer.

Pero en tanto que Él asoma,
Señora, por las calladas,
-¡por tus tocas enlutadas
y tus ojos de paloma!-
recibe mi angustia y toma
en tus manos mi ansiedad.
Y séame, por piedad,
Señora del mayor duelo,
tu soledad sin consuelo
consuelo en mi soledad.

( José María Pemán)

viernes, 18 de abril de 2014

VÍA CRUCIS


VÍA CRUCIS DEL VIERNES SANTO, Coliseo Romano, 18-4-2014 «EL ROSTRO DE CRISTO, EL ROSTRO DEL HOMBRE», MEDITACIONES  de S.E. Mons. Giancarlo Maria BREGANTINI, Arzobispo de Campobasso-Boiano

INTRODUCCIÓN
«El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que atravesaron”» (Jn 19,35-37).

Dulce Jesús,
subiste al Gólgota sin titubear, como gesto de amor,
y te dejaste crucificar sin lamento.
Humilde hijo de María,
cargaste con nuestra noche
para mostrarnos con cuánta luz
querías henchir nuestro corazón.
En tu dolor, reside nuestra redención,
en tus lágrimas, se bosqueja la «hora»
en la que se desvela el amor gratuito de Dios.
Siete veces perdonados
en tus últimos suspiros de hombre entre los hombres,
nos devuelves a todos al corazón del Padre,
para indicarnos en tus últimas palabras
la vía redentora para todo nuestro dolor.
Tú, el plenamente encarnado, te anonadas en la cruz,
solamente comprendido por Ella, la Madre,
que permanecía fielmente al pie de aquel patíbulo.
Tu sed es fuente de esperanza siempre encendida,
mano tendida incluso para el malhechor arrepentido,
que hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en el paraíso.
Concédenos a todos nosotros, Señor Jesús crucificado,
tu infinita misericordia,
perfume de Betania en el mundo,
gemido de vida para la humanidad.
Y, confiados finalmente en las manos de tu Padre,
ábrenos la puerta de la vida que nunca muere. Amén.

PRIMERA ESTACIÓN
Jesús condenado a muerte
El dedo acusador
«Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Por tercera vez les dijo: “Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad» (Lc 23,20-25).
Un Pilato atemorizado que no busca la verdad, el dedo acusador y el creciente clamor de la multitud, son los primeros pasos de la muerte de Jesús. Inocente como un cordero cuya sangre salva a su pueblo. Ese Jesús, que ha pasado entre nosotros curando y bendiciendo, es condenado ahora a la pena capital. Ninguna palabra de gratitud por parte del gentío que, en cambio, elige a Barrabás. Para Pilato, se convierte en un caso embarazoso. Lo entrega a la muchedumbre y se lava las manos, enteramente apegado a su poder. Lo entrega para que sea crucificado. No quiere saber nada de él. Para él, el caso está cerrado.
La condena apresurada de Jesús acoge así las acusaciones fáciles, los juicios superficiales entre la gente, las insinuaciones y prejuicios, que cierran el corazón y se convierten en cultura racista, de exclusión y descarte, con cartas anónimas y horribles calumnias. Si acusados, se salta inmediatamente en primera página; si absueltos, se termina en la última.
¿Y nosotros? ¿Sabremos tener una conciencia recta y responsable, transparente, que nunca dé la espalda al inocente, sino que luche con valor en favor de los débiles, resistiéndose a la injusticia y defendiendo por doquier la verdad ultrajada?

ORACIÓN
Señor Jesús,
hay manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas.
Haz que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie.
Defiéndenos de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos a buscar siempre la verdad,
y a estar siempre de parte de los débiles.
Y concede tu luz a quien, por misión, debe juzgar en el tribunal,
para que emita siempre sentencias justas y verdaderas. Amén.

SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas
El pesado madero de la crisis

«Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados. Pues andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y guardián de vuestras almas» (1 P 2,24-25).
Pesa el madero de la cruz, porque, en él, Jesús lleva consigo todos nuestros pecados. Se tambalea bajo este peso, demasiado grande para un solo hombre (cf. Jn 19,17).
Es también el peso de todas las injusticias que ha causado la crisis económica, con sus graves consecuencias sociales: precariedad, desempleo, despidos; un dinero que gobierna en lugar de servir, la especulación financiera, el suicidio de empresarios, la corrupción y la usura, las empresas que abandonan el propio país.
Esta es la pesada cruz del mundo del trabajo, la injusticia en la espalda de los trabajadores. Jesús la carga sobre sus hombros y nos enseña a no vivir más en la injusticia, sino a ser capaces, con su ayuda, de crear puentes de solidaridad y esperanza, para no ser ovejas errantes ni extraviadas en esta crisis.
Volvamos, pues, a Cristo, pastor y guardián de nuestras almas. Luchemos juntos por el trabajo en reciprocidad, superando el miedo y el aislamiento, recuperando la estima por la política y tratando de solventar juntos los problemas.
La cruz, entonces, se hará más ligera, si la llevamos con Jesús y la levantamos todos juntos, porque con sus heridas – resquicios de luz – hemos sido curados.

ORACIÓN
Señor Jesús,
cada vez se hace más densa nuestra noche.
La pobreza se torna miseria.
No tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías.
Nuestro futuro es incierto. Vela por el trabajo que falta.
Despierta en nosotros el celo por la justicia,
para que no arrastremos la vida,
sino que la llevemos con dignidad. Amén.

TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez
La fragilidad que se abre a la acogida

«Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él» (Is 53,4-5).
Es un Jesús frágil, muy humano, el que contemplamos con asombro en esta estación de gran dolor. Pero es precisamente esta caída en tierra lo que revela aún más su inmenso amor. Está acorralado por el gentío, aturdido por los gritos de los soldados, cubierto por las llagas de la flagelación, lleno de amargura interior por la inmensa ingratitud humana. Y cae. Cae por tierra.
Pero en esta caída, en este ceder al peso y la fatiga, Jesús vuelve a ser una vez más maestro de vida. Nos enseña a aceptar nuestras fragilidades, a no desanimarnos por nuestros fallos, a reconocer con lealtad nuestras limitaciones: «El deseo del bien está a mi alcance – dice san Pablo – pero no el realizarlo» (Rm 7,18).
Con esta fuerza interior que viene del Padre, Jesús también nos ayuda a aceptar las debilidades de los demás; a no indignarnos con quien ha caído, a no ser indiferentes con quien cae. Y nos da la fuerza para no cerrar la puerta a quien llama a nuestra casa pidiendo asilo, dignidad y patria. Conscientes de nuestra fragilidad, acogeremos entre nosotros la fragilidad de los emigrantes, para que encuentren seguridad y esperanza.
En efecto, en el agua sucia del cántaro del Cenáculo, es decir, en nuestra fragilidad, es donde se refleja el verdadero rostro de nuestro Dios. Por eso, «todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4,2).

ORACIÓN
Señor Jesús,
que te has humillado para rescatar nuestra debilidad,
haznos capaces de entrar en una verdadera comunión
con nuestros hermanos más pobres.
Arranca de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia,
que nos impide reconocerte en los emigrantes,
para dar testimonio de que tu Iglesia no tiene fronteras,
sino que es verdadera madre de todos. Amén.


CUARTA ESTACIÓN
Jesús se encuentra con la Madre
Lágrimas solidarias

«Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,34-35). «Llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros» (Rm 12,15-16).
Este encuentro de Jesús con María, su madre, está cargado de emoción, de lágrimas amargas. En él se expresa la fuerza invencible del amor materno, que supera todo obstáculo y sabe abrir caminos. Pero impresiona aún más la mirada solidaria de María, que comparte e infunde fuerza al Hijo. Nuestro corazón se llena así de asombro al contemplar la grandeza de María, precisamente en su hacerse, ella misma criatura, «prójimo» para con su Dios y su Señor.
Ella recoge las lágrimas de todas las madres por sus hijos lejanos, por los jóvenes condenados a muerte, asesinados o enviados a la guerra, especialmente por los niños soldados. En ellas escuchamos el lamento desgarrador de las madres por sus hijos, moribundos a causa de tumores producidos por la quema de residuos tóxicos.
¡Qué lágrimas tan amargas! ¡Solidaridad en compartir la ruina de los hijos! Madres que velan en la noche, con las luces encendidas, temblando por los jóvenes abrumados por la inseguridad o en las garras de la droga y el alcohol, especialmente las noches del sábado.
Junto a María, nunca seremos un pueblo huérfano. Nunca olvidados. Como a san Juan Diego, María también nos ofrece a nosotros la caricia de su consuelo materno, y nos dice: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).

ORACIÓN
Salve, Madre,
dame tu santa bendición.
Bendíceme, a mí y a toda mi casa.
Dígnate ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré,
unido a tus méritos y a los de tu santísimo Hijo.
Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis cosas a tu servicio,
poniéndome por entero bajo tu manto.
Obtén para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo,
y haz que, en este día,
no haga nada que desagrade a Dios.
Te lo pido por tu Inmaculada Concepción
y tu intacta virginidad. Amén
(San Gaspar Bertoni).

QUINTA ESTACIÓN
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
La mano amiga que levanta

«A uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz» (Mc 15,21).
Simón de Cirene pasa casualmente por allí. Pero se convierte en un encuentro decisivo en su vida. Él volvía del campo. Hombre de fatigas y vigor. Por eso se le obligó a llevar la cruz de Jesús, condenado a una muerte infame (cf. Flp 2,8).
Pero este encuentro, el principio casual, se trasformará en un seguimiento decisivo y vital de Jesús, llevando cada día su cruz, negándose a sí mismo (cf. Mt 16,24-25). En efecto, Simón es recordado por Marcos como el padre de dos cristianos conocidos en la comunidad de Roma: Alejandro y Rufo. Un padre que ha impreso ciertamente en el corazón de los hijos la fuerza de la cruz de Jesús. Porque la vida, si uno se aferra demasiado a ella, enmohece y se agosta. Pero si la ofrece, florece y se convierte en espiga de grano, para él y para toda la comunidad.
En esto radica la verdadera cura de nuestro egoísmo, siempre al acecho. La relación con el otro nos rehabilita y crea una hermandad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que puede soportar las penas de la vida, apoyándose en el amor de Dios. Sólo con el corazón abierto al amor divino, me veo impulsado a buscar la felicidad de los demás en tantos gestos de voluntariado: una noche en el hospital, un préstamo sin intereses, una lágrima enjugada en familia, la gratuidad sincera, el compromiso con altas miras por el bien común, el compartir el pan y el trabajo, venciendo toda forma de recelo y envidia.
El mismo Jesús nos lo recuerda: «Lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).

ORACIÓN
Señor Jesús,
en el Cireneo amigo vibra el corazón de tu Iglesia,
que se hace refugio de amor para cuantos tienen sed de ti.
La ayuda fraterna es la clave para atravesar juntos la puerta de la Vida.
No permitas que nuestro egoísmo nos haga pasar de largo,
y ayúdanos a derramar el ungüento de consolación en las heridas de los otros,
para hacernos compañeros leales de camino,
sin evasivas y sin cansarnos nunca de optar por la fraternidad. Amén.

SEXTA ESTACIÓN
Verónica enjuga el rostro de Jesús
La ternura femenina

«Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 26,8-9).
Jesús se arrastra con dificultad, jadeando. Pero la luz de su rostro se mantiene intacta. No hay ofensa que pueda oponerse a su belleza. Los salivazos no la han empañado. Los golpes no han conseguido quebrarla. Este rostro se parece a una zarza ardiente que, cuanto más se le ultraja, más consigue emanar una luz de salvación. De los ojos del Maestro manan lágrimas silenciosas. Lleva el peso del abandono. Sin embargo, Jesús avanza, no se detiene, no vuelve atrás. Afronta la opresión. Está turbado por la crueldad, pero él sabe que su muerte no será en vano.

Jesús, entonces, se detiene ante una mujer que viene a su encuentro sin titubeos. Es la Verónica, verdadera imagen femenina de la ternura.
El Señor encarna aquí nuestra necesidad de gratuidad amorosa, de sentirnos amados y protegidos por gestos de solicitud y de cuidados. Las caricias de esta criatura se empapan de la sangre preciosa de Jesús y parecen purificarlo de las profanaciones recibidas en aquellas horas de tortura. La Verónica consigue tocar al dulce Jesús, rozar su candor. No sólo para aliviar, sino para participar en su sufrimiento. Reconoce en Jesús a cada prójimo que ha de consolar, con un toque de ternura, para entrar en el gemido de dolor de los que hoy no reciben asistencia ni calor de compasión. Y mueren de soledad.

ORACIÓN
Señor Jesús,
¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del abandono,
que también tú sufriste injustamente.
Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno. Amén.


SÉPTIMA ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez
La angustia de la cárcel y de la tortura

«Me rodeaban cerrando el cerco… Me rodeaban como avispas, ardiendo como el fuego en las zarzas, en el nombre del Señor los rechacé. Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó… Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte»(Sal 117,11.12-13.18).
En Jesús se cumplen verdaderamente las antiguas profecías del Siervo humilde y obediente, que carga sobre sus hombros toda nuestra historia de dolor. Y así, Jesús, llevado a empellones, se desploma por la fatiga y la opresión, rodeado, circundado por la violencia, ya sin fuerzas. Cada vez más solo, cada vez más en la oscuridad. Lacerado en la carne, con los huesos magullados.
En él reconocemos la amarga experiencia de los detenidos en prisión, con todas sus contradicciones inhumanas. Rodeados y cercados, «empujados para derribarlos». A la cárcel se la mantiene aún hoy demasiado lejana, olvidada, rechazada por la sociedad civil. Hay absurdos de la burocracia, lentitud de la justicia. El hacinamiento es una doble pena, un dolor agravado, una opresión injusta, que desgasta la carne y los huesos. Algunos – demasiados – no sobreviven… Y aun cuando un hermano nuestro sale, lo seguimos considerando «ex recluso», cerrándole así las puertas del rescate social y laboral.
Pero más grave es la tortura, por desgracia muy practicada en varias partes de la tierra de muchos modos. Como lo fue para Jesús, también él golpeado, humillado por la soldadesca, torturado con la corona de espinas, azotado con crueldad.
Ante esta caída, cómo nos percatamos de la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Estuve en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25,36). En toda cárcel, junto a cada torturado, siempre está él, el Cristo que sufre, encarcelado y torturado. Aunque probados duramente, él es nuestra ayuda, para no ser entregados al miedo. Sólo juntos nos levantamos, acompañados por agentes apropiados, apoyados en la mano fraterna de los voluntarios y rescatados de una sociedad civil que hace suyas las muchas injusticias cometidas dentro de los muros de una prisión.

ORACIÓN
Señor Jesús,
una conmoción indecible me embarga
al verte postrado en tierra por mí.
No hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados, incongruencias, debilidades.
Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los juicios,
tú nos has bendecido para siempre.
Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por tierra, contigo, rescatados de la condena.
Haz que no eludamos nuestras responsabilidades,
concédenos vivir en tu humillación, a salvo de toda pretensión de omnipotencia,
para renacer a una vida nueva como criaturas hechas para el cielo. Amén.

OCTAVA ESTACIÓN
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Compartir, no sólo conmiseración

«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28).
Las figuras femeninas en el camino del dolor se presentan como antorchas encendidas. Mujeres de fidelidad y valor que no se dejan intimidar por los guardias ni escandalizar por las llagas del Buen Maestro. Están dispuestas a encontrarlo y consolarlo. Jesús está allí, ante ellas. Hay quien lo pisotea mientras cae por tierra agotado. Pero las mujeres están allí, listas para darle ese cálido latido que el corazón ya no puede contener. Antes lo observan desde lejos, pero luego se acercan, como hace el amigo, el hermano o hermana cuando se da cuenta de las dificultades del ser querido.
Jesús se impresiona por su llanto amargo, pero les exhorta a no desgastar el corazón en verlo tan maltratado, a no ser mujeres que lloran, sino creyentes. Pide un dolor compartido y no una conmiseración sollozante. No más lamentos, sino deseos de renacer, de mirar hacia adelante, de proceder con fe y esperanza hacia esa aurora de luz que surgirá aún más cegadora sobre la cabeza de quienes caminan con los ojos puestos en Dios. Lloremos por nosotros mismos si aún no creemos en ese Jesús que nos ha anunciado el Reino de la salvación. Lloremos por nuestros pecados no confesados.
Y lloremos también por esos hombres que descargan sobre las mujeres la violencia que llevan dentro. Lloremos por las mujeres esclavizadas por el miedo y la explotación. Pero no basta compungirse y sentir compasión. Jesús es más exigente. Las mujeres deben ser amadas como un don inviolable para toda la humanidad. Para hacer crecer a nuestros hijos, en dignidad y esperanza.

ORACIÓN
Señor Jesús,
frena la mano que ataca a las mujeres.
Libera su corazón del abismo de la desesperación
cuando se convierten en víctimas de la violencia.
Enjuga su llanto cuando se encuentran solas.
Y abre nuestro corazón para compartir todo dolor,
con sinceridad y fidelidad,
más allá de la compasión natural,
para hacernos instrumentos de la verdadera liberación. Amén.

NOVENA ESTACIÓN
Jesús cae por tercera vez
Superar la nociva nostalgia

«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?… Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
San Pablo enumera sus pruebas, pero sabe que Jesús ha pasado antes por ellas, que en el camino hacia el Gólgota cayó una, dos, tres veces. Destrozado por la tribulación, la persecución, la espada; oprimido por el madero de la cruz. Exhausto. Parece decir, como nosotros en tantos momentos de oscuridad: «¡Ya no puedo más!».
Es el grito de los perseguidos, los moribundos, los enfermos terminales, los oprimidos por el yugo.
Pero en Jesús se ve también su fuerza: «Si hace sufrir, se compadece» (Lm 3,32). Nos muestra que en la aflicción siempre está su consuelo, un «más allá» que se entrevé en la esperanza. Como la poda de la vid que el Padre celestial, con sabiduría, hace precisamente con los sarmientos que dan fruto (cf. Jn 15,8). Nunca para cercenar, sino siempre para rebrotar. Como una madre cuando llega su hora: se inquieta, gime, sufre en el parto. Pero sabe que son los dolores de la nueva vida, de la primavera en flor, precisamente por esa poda.
Que la contemplación de Jesús caído, pero capaz de ponerse en pie, nos ayude a vencer la congoja que el temor por el mañana imprime en nuestro corazón, especialmente en este tiempo de crisis. Superemos la nociva nostalgia del pasado, la comodidad del inmovilismo, del «siempre se ha hecho así». Ese Jesús que se tambalea y cae, pero que luego se levanta, es la certeza de una esperanza que, alimentada por la oración intensa, nace precisamente durante la prueba, y no después de la prueba ni sin prueba. Por la fuerza de su amor, saldremos más que victoriosos.

ORACIÓN
Señor Jesús,
te rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del pueblo
y asígnales un puesto de honor.
Quiebra el arco de los fuertes y reviste a los débiles de vigor,
porque sólo tú nos haces ricos precisamente con tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9). Amén.



DÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es despojado de las vestiduras
La unidad y la dignidad

«Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: “No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica”. Esto hicieron los soldados»(Jn 19,23-24).
No dejaron ni un trozo de tela que cubriera el cuerpo de Jesús. Lo despojaron. No tenía manto ni túnica, ningún vestido. Lo desnudaron como un acto de humillación extrema. Sólo le cubría la sangre, que borbotaba de sus numerosas heridas.
La túnica queda intacta: es símbolo de la unidad de la Iglesia, una unidad que se ha de recobrar mediante un camino paciente, una paz artesana, construida día a día en un tejido recompuesto con los hilos de oro de la fraternidad, en un clima de reconciliación y perdón mutuo.
En Jesús, inocente, despojado y torturado, reconocemos la dignidad violada de todos los inocentes, especialmente de los pequeños. Dios no impidió que su cuerpo despojado fuera expuesto en la cruz. Lo hizo para rescatar todo abuso injustamente cubierto, y demostrar que él, Dios, está irrevocablemente y sin medias tintas de parte de las víctimas.

ORACIÓN
Señor Jesús,
queremos volver a ser inocentes como niños,
para poder entrar en el reino de los cielos,
purificados de nuestra suciedad y de nuestros ídolos.
Retira de nuestro pecho el corazón de piedra de las divisiones,
que hacen a tu Iglesia poco creíble.
Danos un corazón nuevo y un espíritu nuevo,
para vivir según tus preceptos
y observar y poner en práctica tus leyes. Amén.

UNDÉCIMA ESTACIÓN
Jesús clavado en la cruz
En el lecho de los enfermos

«Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: “Lo consideraron como un malhechor”» (Mc 15,24-28).
Y lo crucificaron. La pena de los infames, de los traidores, de los esclavos rebeldes. Esta es la pena que se aplica a nuestro Señor Jesús: ásperos clavos, dolor lacerante, la congoja de la madre, la vergüenza de verse acomunado a dos bandidos, la ropa repartida entre los soldados como un botín, la burlas crueles de quienes pasaban por allí: «A otros ha salvado y él no se puede salvar…, que baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mt 27,42).
Y lo crucificaron. Jesús no desciende, no abandona la cruz. Permanece obediente hasta el fin a la voluntad del Padre. Ama y perdona.
También hoy, como Jesús, muchos hermanos y hermanas nuestros están clavados al lecho de dolor, en hospitales, asilos de ancianos, en nuestras familias. Es el tiempo de la prueba, de días amargos, de soledad e incluso de desesperación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
Que nuestra mano nunca sea para clavar, sino siempre para acercar, consolar y acompañar a los enfermos, levantándolos de su lecho de dolor. La enfermedad no pide permiso. Llega siempre de improviso. A veces trastoca, limita los horizontes, pone a dura prueba la esperanza. Su hiel es amarga. Sólo si tenemos junto a nosotros a alguien que nos escucha, que nos es cercano, que se sienta en nuestro lecho…, entonces la enfermedad puede convertirse en una gran escuela de sabiduría, en encuentro con el Dios paciente. Cuando alguno toma sobre sí nuestra enfermedad por amor, también la noche del dolor se abre a la luz pascual de Cristo crucificado y resucitado. Lo que humanamente es una condena, puede transformarse en un ofrecimiento redentor por el bien de nuestras comunidades y familias. A ejemplo de los Santos.

ORACIÓN
Señor Jesús,
no te alejes de mí,
siéntate en mi lecho de dolor y hazme compañía.
No me dejes solo, tiende tu mano y levántame.
Yo creo que tú eres el Amor,
y creo que tu voluntad es la expresión de tu amor;
por eso me encomiendo a tu voluntad,
porque me confío a tu amor. Amén.

DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús muere en la cruz
El suspiro de las siete palabras

«Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,28-30).
Las siete palabras de Jesús en la cruz son una obra maestra de esperanza. Jesús, lentamente, con pasos que también son los nuestros, atraviesa toda la oscuridad de la noche, para abandonarse confiado en los brazos del Padre. Es el gemido de los moribundos, el grito de los desesperados, la invocación de los perdedores. Es Jesús.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es el grito de Job, de todo hombre bajo el peso de la desgracia. Y Dios guarda silencio. Calla porque su respuesta está allí, en la cruz: él mismo, Jesús, es la respuesta de Dios, Palabra eterna encarnada por amor.
«Acuérdate de mí…» (Lc 23,42). La invocación fraterna del malhechor, convertido en compañero de dolor, llega al corazón de Jesús, que siente en ella el eco de su propio dolor. Y Jesús acoge la súplica: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,42-43). El dolor del otro nos redime siempre, porque nos hace salir de nosotros mismos.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo…» (Jn 19,26). Pero es su Madre, María, que estaba con Juan al pie de la cruz, rompiendo el acoso del miedo. La llena de ternura y esperanza. Jesús ya no se siente solo. Como nos pasa a nosotros cuando junto al lecho del dolor está quien nos ama. Fielmente. Hasta el final.
«Tengo sed» (Jn 19,28). Como el niño pide de beber a su mamá; como el enfermo abrasado por la fiebre… La sed de Jesús es la todos los sedientos de vida, de libertad, de justicia. Y es la sed del mayor de los sedientos, Dios, que infinitamente más que nosotros tiene sed de nuestra salvación.
«Está cumplido» (Jn 19,30). Todo cumplido: cada palabra, cada gesto, cada profecía, cada instante de la vida de Jesús. El tapiz está completo. Los mil colores del amor lucen ahora con hermosura. Nada se ha desperdiciado. Nada se ha desechado. Todo se ha convertido en amor. Todo está cumplido, para mí y para ti. Y, así, también el morir tiene un sentido.

«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Ahora, heroicamente, Jesús sale del miedo a la muerte. Porque si vivimos en el amor gratuito, todo es vida. El perdón renueva, sana, transforma y consuela. Crea un pueblo nuevo. Frena las guerras.
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Ya no más desesperación ante la nada. Más bien plena confianza en sus manos de Padre, recostado en su corazón. Porque, en Dios, cada fragmento se compone finalmente en unidad.

ORACIÓN
Oh Dios, que en la pasión de Cristo nuestro Señor,
nos has liberado de la muerte, heredad del antiguo pecado,
transmitida a todo el género humano,
renuévanos a imagen de tu Hijo;
y, así como hemos llevado en nosotros por nacimiento
la imagen del hombre terrenal,
haz que, por la acción de tu Espíritu,
llevemos la imagen del hombre celestial.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.


DECIMOTERCERA ESTACIÓN
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
El amor es más fuerte que la muerte
«Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran» (Mt 27,57-58).
Antes de ser puesto en la tumba, Jesús es entregado finalmente a su Madre. Es el icono de un corazón destrozado, que nos dice cómo la muerte no impide el último beso de la madre a su hijo. Postrada ante el cuerpo de Jesús, María se encadena a él en un abrazo total. Este icono se llama simplemente «Piedad». Es desgarrador, pero demuestra que la muerte no quiebra el amor. Porque el amor es más fuerte que la muerte. El amor puro es perdurable. Ha llegado la tarde. La batalla está vencida. El amor no se ha truncado. Quién está dispuesto a sacrificar su vida por Cristo, la encontrará. Transfigurada más allá de la muerte.

En esta trágica entrega, se mezclan lágrimas y sangre. Como en la vida de nuestras familias, atribuladas a veces por pérdidas imprevistas y dolorosas, creando un vacío insalvable, sobre todo cuando muere un niño.
Piedad, entonces, significa hacerse cercanos de los hermanos en luto y que no se resignan. Es una caridad muy grande cuidar de quien está sufriendo en el cuerpo llagado, en la mente deprimida, en el ánimo desesperado. Amar hasta el final es la suprema enseñanza que nos han dejado Jesús y María. Y la misión fraterna diaria de consuelo, que se nos entrega en este abrazo fiel entre Jesús muerto y su Madre Dolorosa.
ORACIÓN
Oh, Virgen de los Dolores,
que en nuestros santuarios nos muestras tu rostro de luz,
mientras que con los ojos hacia el cielo
y las manos abiertas
ofreces al Padre un signo de ofrenda sacerdotal,
la víctima redentora de tu Hijo Jesús.
Muéstranos la dulzura del último fiel abrazo
y danos tu maternal consuelo,
para que el dolor cotidiano
nunca apague la esperanza de vida más allá de la muerte. Amén.

DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Jesús es puesto en el sepulcro
El jardín nuevo

«Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía… Allí pusieron a Jesús» (Jn 19,41-42).
Aquel jardín, donde se encuentra la tumba en la que Jesús fue sepultado, recuerda otro jardín: el Jardín del Edén. Un jardín que, a causa de la desobediencia, perdió su belleza y se convirtió en desolación, lugar de muerte en vez de vida.
Las ramas silvestres que nos impiden respirar la voluntad de Dios, como el apego al dinero, la soberbia, el derroche de la vida, se han de cortar e injertarlas ahora en el madero de la cruz. Este es el nuevo jardín: la cruz plantada en la tierra.

Desde allí, Jesús puede ahora llevar todo a la vida. Cuando retorne de los abismos infernales, donde Satanás ha encerrado a muchas almas, comenzará la renovación de todas las cosas. Aquel sepulcro representa el fin del hombre viejo. Y, como para Jesús, Dios tampoco ha permitido para nosotros que sus hijos fueran castigados con la muerte definitiva. La muerte de Cristo abate todos los tronos del mal, basados en la codicia y la dureza de corazón.
La muerte nos desarma, nos hace entender que estamos expuestos a una existencia terrenal que termina. Pero, ante ese cuerpo de Jesús puesto en el sepulcro, tomamos conciencia de lo que somos: criaturas que, para no morir, necesitan a su Creador.
El silencio que rodea ese jardín nos permite escuchar el susurro de una suave brisa: «Yo soy el que vive, y yo estoy con vosotros» (cf. Ex 3,14). El velo del templo se rasgó. Finalmente vemos el rostro de nuestro Señor. Y conocemos plenamente su nombre: misericordia y fidelidad, para no quedar nunca confusos, ni siquiera ante la muerte, porque el Hijo de Dios fue libre en medio de los muertos (cf. Sal 87,6 Vulg.).

ORACIÓN
Protégeme, oh Dios, en ti me refugio.
Tú eres mi heredad y mi copa,
en tus manos está mi vida.
Te pongo siempre ante mí, como mi Señor,
contigo a mi derecha, no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se regocija mi alma,
y también mi carne descansa segura.
No abandones mi vida en el abismo
ni dejes a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. Amén.

(cf. Sal 15)