-Nació en Pontevedra (España) el 29 de octubre del 1965.
-Fue bautizada 6 de noviembre del mismo año en la Parroquia de San José de Campolongo (Pontevedra)
-Recibió el sacramento de la confirmación en la misma parroquia el 19 de marzo de 1979.
-Fue uno de los 4 primeros miembros fundacionales del grupo de oración, formación y apostolado que en un principio se autodenominó como "Compañía de la Santa Cruz" y que años después se constituiría como Asociación privada de fieles, Fraternidad de Cristo Sacerdote y Santa María Reina, erigida y aprobada canónicamente el 25 de enero de 1999 en la Archidiócesis de Santiago de Compostela por Su Excelencia Reverendísima Monseñor Don Julián Barrio Barrio, Arzobispo de Santiago.
-El 23 de junio de 1990, en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y vísperas del Inmaculado Corazón de María, emitió sus primeros votos privados como consagrada de la Fraternidad, en la Celda-Capilla de la Aparición del Inmaculado Corazón de María a Sor Lucía en Pontevedra.
-A partir de 1994 colabora en el apostolado parroquial de la Fraternidad en Arcos de la Condesa, después será en Sayar, Perdecanay, Briallos y Barro. Sus cualidades para el canto y la música serán desarrolladas en el Canto Litúrgico y sobre todo en la dirección de los coros parroquiales de Arcos de la Condesa y Briallos.
-El 25 de marzo de 1999 tomó hábito e hizo profesión de votos perpetuos ante el Excmo. Sr. Arzobispo de Santiago de Compostela, Mons. Julián Barrio Barrio. A partir de ese momento es elegida como Superiora General de las Misioneras de la Fraternidad.
-El 19 de marzo de 2006, a las cinco de la tarde, en la Solemnidad de San José, Padre y Guardián de la Fraternidad, después de haber ofrecido su vida por los sacerdotes, es llamada a la Casa del Padre.
-El 21 de marzo se celebraron las Exequias en la parroquia de Barro donde tienen su Priorato las Misioneras de la Fraternidad y fue inhumada, como era su deseo, en el Cementerio Parroquial de Arcos de la Condesa. A sus funerales asistieron más de treinta sacerdotes y numerosas religiosas de distintas Congregaciones e Institutos y varios centenares de personas.
- Entre sus muchas virtudes, destacó por su profundo amor a los Sagrados Corazones de Jesús y de María, por su heroico espíritu de sacrificio y de conformidad plena con la voluntad de Dios en su vida, por su sencillez evangélica, por su afán apostólico como fruto de su intensa vida de oración y de piedad eucarística, así como por su amor y veneración hacia el sacerdocio católico.
Las virtudes teologales estaban fuertemente arraigadas en su alma y eran el motor de su vida paciente, entregada y generosa.
- Entre sus muchas virtudes, destacó por su profundo amor a los Sagrados Corazones de Jesús y de María, por su heroico espíritu de sacrificio y de conformidad plena con la voluntad de Dios en su vida, por su sencillez evangélica, por su afán apostólico como fruto de su intensa vida de oración y de piedad eucarística, así como por su amor y veneración hacia el sacerdocio católico.
Las virtudes teologales estaban fuertemente arraigadas en su alma y eran el motor de su vida paciente, entregada y generosa.
ANTE MI CRUCIFIJO
Tú eres el compañero de mi vida, desde el día dichoso de mi Consagración en que mis manos te estrecharon por vez primera y mis labios te besaron con fervor.
Tú en el trabajo descansas mi alma, en el desaliento la elevas, en las luchas la fortaleces.
De tus brazos abiertos pende el Maestro Divino que para todos murió.
Crucifijo de mi consagración, con tu mudo lenguaje me enseñas que el secreto del apostolado está en la Cruz. Que toda redención es obra de sacrificio y de dolor, y que, por tanto, todo apostolado es unión con Cristo crucificado.
¡Crucifijo de mi Consagración! Recuerdo perenne del amor que le debo a mi Señor, que no dudó en darse a la muerte por mí, enséñame a vivir a Él sólo consagrada.
Que comparta las penas y los sentimientos de su alma. Que la ilusión suprema de mi vida sea poder repetir con el Apóstol: "Estoy crucificada con Cristo en la Cruz..."
Crucifijo de mi Consagración, que pregonas las misteriosas predilecciones de Cristo para conmigo, enséñame la lección del amor y enciende en mí la llama del celo apostólico.
Que a tus pies mi soberbia se doble y triunfe en mí la humildad, que besando tus llagas aprenda yo el valor de la pureza, del sacrificio y d ela abnegación.
Que cuando el desaliento me invada y el frío me penetre vuelva los ojos a Ti que me esperas, inmóvil, para conducirme de nuevo a mi Señor.
¡Crucifijo de mi Consagración! Después de haber sido fiel compañero de mi peregrinar, cuando anochezca mi vida, recoge el último beso de mis labios, como una postrera oblación.
Y después de haber sido para mí en esta vida enseñanza y recuerdo, fortaleza y amor, Crucifijo de mi Consagración, sea Cristo mi corona y mi premio por toda la eternidad.
(Por una monja Clarisa del Convento de Pontevedra, confidente espiritual de la Madre María Elvira de la Santa Cruz)
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HOMILÍA DEL SUPERIOR DE LA FRATERNIDAD
DE CRISTO SACERDOTE Y SANTA MARÍA REINA,
EN LAS EXEQUIAS DE LA MADRE MARIA ELVIRA
DE LA SANTA CRUZ
DE LA SANTA CRUZ
(21 de marzo de 2006)
“Ya podría yo hablar las lenguas de los ángeles; si no tengo caridad no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden.
Ya podría yo tener el don de predicación y conocer todos los secretos y todo el saber, podría yo tener una fe como para mover montañas, si no tengo caridad no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aún dejarme quemar vivo; si no tengo caridad de nada me sirve… La caridad no pasa nunca”.
Estas palabras del Apóstol San Pablo son la Carta Magna de las Hermanas Misioneras de la Fraternidad. A través de ellas Dios nos revela el misterio profundo de nuestra vida y nos deja entrever también el misterio de la eternidad.
El amor es el manantial de la vida, es la fuente en la que brota y se mantiene nuestra existencia. El amor es la respuesta a nuestros interrogantes. El amor es la meta hacia la cual somos atraídos mediante una fuerza misteriosa. El amor es Dios.
La búsqueda de Dios se convierte para todo ser humano en la razón última de su paso por esta vida.
Dime lo que buscas y te diré quien eres, bien podríamos decir. La categoría y la grandeza interior de una persona se manifiesta en aquello que busca en su vida. El alma que busca a Dios por encima de todas las cosas, como lo primero y lo más importante, como lo único necesario, es el que ha alcanzado la verdadera sabiduría y el camino de una gloria eterna.
Si es el amor la respuesta, la meta y la plenitud. ¿Dónde podemos alcanzarlo? ¿Cómo podremos adquirirlo?.
El Libro del Cantar de los Cantares nos indica con claridad: “Si alguien quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su casa se haría despreciable”.
Estas palabras resuenan con una carga profética y estremecedora en la hora presente, en la sociedad del materialismo y de la riqueza, de la técnica y del gran dominio que el hombre ha adquirido en los campos de la ciencia y de la técnica.
Justamente lo más importante, lo único importante no se puede comprar.
El amor de Dios es un don, es una gracia, es un regalo. Y sólo es posible adquirir la mayor de las riquezas, que es Dios mismo, cuando se emprende el arduo camino de la negación de sí mismo, el camino de la purificación del corazón. No se puede alcanzar el amor de Dios sin el requisito de la humildad, de un corazón pobre y desasido de todo orgullo, de toda vanagloria. El Corazón Inmaculado de María es el referente, el espejo en el que nos debemos mirar si queremos ser agraciados, enriquecidos, transfigurados por el amor de Dios.
¿Y cómo podemos nosotros, pobres y limitadas criaturas, confiar en llegar a alcanzar la gracia y la meta del amor?. ¿Cómo puede el hombre del siglo XXI fiarse de aquello que no puede pesar, contar, medir científica y experimentalmente?.
No se nos ha dado, ni se nos dará otro signo más que el signo de la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Un signo escandaloso, un signo necio para los de corazón orgulloso y arrogante, para los que viven embotados y ebrios en la soberbia de la vida, en la trampa del dinero, en la locura de las bajas pasiones y de los bajos instintos.
No se nos dará otro signo más que el signo del Hijo enviado y entregado a la muerte y una muerte de Cruz.
El amor sólo puede manifestarse y hacerse patente mediante el mismo amor. Un amor crucificado y crucificante. Un amor hasta el extremo. Un amor que da voluntariamente la propia vida. No se la arrebatan, sino que Él voluntariamente la da, la ofrece, como holocausto de suave amor a su Padre y a favor de sus hermanos los hombres.
“Nadie tiene amor más grande que aquél que da la vida por sus amigos”. Este el signo, la señal que vemos y aprendemos en Cristo crucificado. En el Cristo embriagado en amor divino que da su vida por nosotros que no somos merecedores de ello, pero sí necesitados.
La Cruz de Cristo es la fuerza que vence al mundo, es la sobreabundancia de bien que vence al Maligno y al mal, es el amor que vence al odio, es la entrega que derrota al egoísmo, es la muerte que vence a la muerte y nos alcanza la vida perdurable.
La Cruz de Cristo y el Corazón traspasado de su Madre Santísima plantada a sus pies, son el beso de Dios a la humanidad creada por amor.
¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?. Sólo nuestro rechazo al Amor, nuestro rechazo al Amado.
Llegar a comprender y a vivir, aún con las limitaciones humanas, el misterio de la Cruz, es la ciencia más alta y consumada.
No puedo menos de dar gracias a Jesús y a María al poder constatar que mi Hermana Elvira, mi primera Hija espiritual de la Fraternidad alcanzó a comprender y vivir esa ciencia. Recojo de sus apuntes de conciencia del año 94:
“Ahora veo claro, Jesús, que lo único que quieres de mí, es que viva tan sólo para ti. Que nada ni nadie me distraiga ni me aparte de tu amor.
Cuando hace unas semanas te preguntaba: Maestro, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?, Y Tú desde la Custodia me contestabas: Sufrir por mí. Lo cierto es que en mi interior yo decía: pero si es lo que estoy haciendo. Y Tú volvías a repetir: más; sufrir más, pues una buena esposa ha de estar junto a su Esposo, y Yo estoy clavado en la cruz. Debes seguir subiendo la escalera gozosa del sufrimiento si quieres encontrarte conmigo”.
Mis queridos Hermanos, la ciencia de la Cruz, para la Iglesia entera, y también para nuestra pequeña familia la Fraternidad de Cristo Sacerdote y Santa María Reina, es una ciencia que sólo se aprende en la escuela de María. Es allí en el interior del Corazón Inmaculado donde la Madre nos muestra los tesoros de su Corazón y nos enseña dulce y suavemente a reproducir en nosotros <<los mismos sentimientos de Cristo Jesús>> su Hijo adorable.
Así lo expresaba también la Hermana María Elvira de la Santa Cruz en sus notas personales de conciencia en Junio de 1997:
“Ayúdame María a saber aceptar y llevar con amor la Cruz de cada día. ¡Sólo Dios! ¡Fiat!. Mi vida sólo para Ti, Jesús, y siempre de la mano de María…Gracias María, por se mi aliento y mi fuerza cada día. Corazones Sacerdotales de Jesús y de María, os amo”.
La Santa Misa es el Sacrificio del amor entregado, es la Cruz de Cristo, árbol plantado en medio de la Iglesia y del mundo, cuyo único fruto es el amor. Ese Amor divino que lo penetra todo, lo invade todo y hace nuevas todas las cosas. Ese amor que nos transfigura y diviniza.
Felices las almas que como las vírgenes sensatas tienen prendida la llama del Amor cuando el Divino ladrón, el Místico Esposo, viene a su encuentro para transportarlas a sus moradas atravesando el sueño de la muerte:
“He aquí que viene el Esposo; salid a su encuentro”. Será el mismo Esposo quien dejará oír su voz: “Levántate, date prisa, ven del Líbano, esposa mía; ven, que serás coronada. Pasó el invierno con sus escarchas; llegado es ya el tiempo de los cantos”, cánticos de eternidad…Sólo las vírgenes, con exclusión de todos los demás elegidos, podrán entonarlos y saborear su inagotable y misteriosa dulzura. Para ellas hay reservadas delicias inexplicables, ya que habiéndolo abandonado todo por unirse únicamente a Jesús con fidelidad virginal y un amor sin ningún género de reservas, han obtenido el privilegio incomunicable de “seguir al Cordero a donde quiera que Él vaya”.
Amén.
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¡ HASTA PRONTO, HASTA EL CIELO!
Era el domingo, trece de noviembre de 1994, cuando llegaron a Arcos de
la Condesa las primeras Misioneras de la Fraternidad. Al frente de ellas, en
los años sucesivos, estuvo siempre la Madre María Elvira de la Santa Cruz como
Priora y Madre de las Hermanas.
La labor de las Misioneras pronto
se dilató por todo el arciprestazgo: San Esteban de Sayar en el año 1995, Santa
María de Perdecanay en el año 1997, San Cristóbal de Briallos en 1997, y San
Verísimo de Barro en 1998.
Debido a las exigencias
pastorales diocesanas su labor más continuada se llevó a cabo en las parroquias
de Arcos, Briallos y Barro.
Considero, con toda sinceridad,
que a lo largo de estos doce años de dedicación incansable a las parroquias,
las Misioneras han escrito una página
bellísima a los ojos de Dios.
Desde el primer día las Hermanas
se integraron perfectamente en la vida parroquial. Lo hicieron con toda
sencillez, y el paso del tiempo hizo que los lazos entre ellas y la feligresía
se fueran haciendo cada vez más fuertes y estrechos.
La Hermana María Elvira era
pionera en esa labor de cercanía y de disponibilidad para todos. Lideraba y
arrastraba a sus Hermanas hacia la
entrega y la dedicación, con un estilo de
sencillez, de trabajo callado, de buen gusto por las cosas de Dios, de seriedad
y al mismo tiempo de una familiaridad entrañable con quienes participaban en la
vida parroquial.
Una mujer austera y sacrificada,
que fue gastando sus días en los trabajos de la extensión del Reino de Cristo,
al servicio de la Iglesia Católica y de los hermanos en la fe. En su
vocabulario no existía la palabra no, cuando se trataba de servir a la Iglesia.
Durante años compaginó la
atención a dos coros parroquiales. ¡Cuánto sacrificio le suponía, sólo Dios lo
sabe!. ¡El frío llegó a martirizarla, debido a su salud delicada!. Sin embargo,
jamás pensó en sí misma. Ese fue uno de sus tributos a Jesús y a la Virgen
Santísima. Serán muchos los fieles, que mientras vivan, jamás olvidarán la
dulce voz de la Hermana Elvira resonando en los templos parroquiales.
Nada la detenía: catequesis
parroquial, coros, preparación de las celebraciones, consejo parroquial… Lo que
hiciera falta. ¡Cuántos domingos desplazándose de Briallos hasta Arcos para
atender a los niños, a pie y con lluvia!.
Nunca faltan espinas a los
servidores de Dios. A Sor Elvira, dichas espinas, ni la asustaban, ni la
detenían. No faltaron personas rudas y torpes que nunca llegaron a comprender
el grandísimo servicio prestado por las Hermanas. Mal sabían ellos que las
monjas jamás vivieron de las parroquias, sino de su trabajo: coser, bordar,
pintar, y la librería religiosa que regentaban. Y a pesar de ello nunca
anduvieron sobradas, pero jamás se beneficiaron economicamente de su impagable
servicio a las parroquias. Gracias a Dios, la mayoría de los fieles supieron
siempre reconocer su labor. Pero Sor Elvira nunca se paró a mirar si su labor y
la de sus monjas era reconocida o no. Ella sólo quería que lo supiera Dios. Y
Dios lo sabe.¡Vaya si lo sabe!.
Siempre ofreció sus sufrimientos
por el aumento y la santificación de los sacerdotes. Así el Señor quiso tomar
la ofrenda de su vida. Y después de una enfermedad fulminante, durante la cual
dio en todo momento ejemplo de paz, de aceptación y de serenidad, San José vino
a buscarla en el día de su fiesta, justo a la hora en que el Señor Arzobispo
confería órdenes sacerdotales en la catedral de Santiago.
Quiso ser sepultada en la
parroquia de Arcos, allí donde comenzó su labor y tanto se entregó a Dios
y a los hermanos, como queriendo
decirnos que no se ha ido, se ha quedado entre nosotros invitándonos a ser
fieles a Dios hasta la muerte.
* Texto publicado en la Hoja Parroquial de Arcos da Condesa, Briallos y Barro, en marzo de 2006, por el P. Manuel Folgar
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REFLEXIÓN ESCRITA POR LA M. MARÍA ELVIRA
No se puede tratar filialmente a Nuestra Madre y pensar sólo en nosotros mismos. No se puede tratar a la Virgen y vivir encadenados a egoístas problemas personales, creados a menudo por uno mismo. La Virgen María nos lleva a Jesús, y Jesús es el Primogénito entre muchos hermanos. Conocer a Jesús supone aprender y decidirse a vivir entregados al servicio de los demás.
Todo cristiano ha de vivir como María, mirando a Dios, a la Iglesia y al mundo, sin dejar de preocuparse activamente por la salvación de las almas. Hemos de colaborar empecinadamente con la gracia de Dios en cuanto se refiere a nuestra vida interior y en el desarrollo de las virtudes cristianas, sintiéndonos en todo momento miembros del Cuerpo Místico de Cristo, que es su Iglesia. La santidad personal, misterio de gracia recibida y de correspondencia personal, beneficia a todos los miembros del Cuerpo, nuestros hermanos. Si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios, del que Ella es Hija, Esposa y Madre, y por lo mismo también entrañable Madre nuestra.
Los problemas de los hermanos no deberían sernos ajenos. El sentido de fraternidad cristiana ha de estar profundamente arraigado en nuestra alma, de tal manera que ningún hermano nos sea indiferente.
Santa María, Madre de Jesús, que lo crió, lo educó y lo acompañó en su vida terrena y que ahora está junto a Él en los Cielos, nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado y se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres, muy especialmente a través de los que viven a nuestro lado y con los que compartimos la andadura diaria.
Debemos tratar a la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, como a una persona viva, porque sobre ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo. Sólo así podremos experimentar su acción materna y de su mano irá creciendo en nosotros la conciencia de nuestra filiación divina, creceremos en espíritu y sensibilidad fraterna.
La fe católica reconoce en la Virgen María un signo privilegiado del amor de Dios. Para comprender el misterio que la envuelve hemos de hacernos como niños, y porque Ella es Madre nos enseñará a querer como hijos, a querer de verdad, sin medida, a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen de la actitud egoísta de pensar sólo en sí mismo, a estar alegres. Si buscamos a la Virgen María, a través de Ella encontraremos a Jesús, y comprenderemos un poco de lo que hay en ese Corazón Divino que se humilló y no hizo alarde de su categoría por la salvación de los hombres, sus hermanos.
Hna. Mª Elvira de la Santa Cruz MF
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MADRE
MARÍA ELVIRA DE LA SANTA CRUZ,
MISIONERA DE LA FRATERNIDAD
Se
cumple hoy, día de nuestro Patrón y Custodio San José, el VII Aniversario del
paso de este mundo al Padre de nuestra Hermana María Elvira de la Santa Cruz.
Su memoria y su recuerdo permanece vivo como el primer día en cada uno de los
miembros de la Fraternidad.
Los
acontecimientos de la Iglesia, que con tanta intensidad estamos viviendo, hacen
que nuestro recuerdo de Madre María Elvira adquiera en este momento una
particular significación.
Ella,
que vivió abrazada a la cruz y a su Esposo crucificado, supo encontrar en sus
sufrimientos la perla preciosa para vivir las exigencias del amor en toda su
profundidad.
El
sufrimiento fue para ella como los talentos que el Rey eternal puso en sus
manos para que los hiciese fructificar. Y lejos de enterrarlos supo multiplicarlos
para gloria de su Señor y para el bien de su prójimo.
No
vivió estancada, ni se quedó inactiva lamiendo sus propias heridas. Supo ver
que los talentos recibidos eran el medio más excelente para llevar a perfección
su carisma vocacional: En el corazón de nuestra Madre la Iglesia ser el amor.
De
esta forma, en docilidad al Espíritu Santo, descubrió que el lugar de una
Esposa de Cristo es aquél mismo lugar donde está el Esposo: el trono de la
Cruz, desde el cual Él verdaderamente reina.
Nuestra
Hermana descubrió la belleza de ese fuego divino que es la Caridad. Se dejó
consumir por ese fuego hasta tal punto que el sufrimiento libremente aceptado y
generosamente ofrecido se transfiguró en amor oblativo por la Iglesia, por el
Papa, por los sacerdotes, por la conversión de los pecadores a quienes el
Esposo vino a rescatar y a salvar.
Lejos
de todo fanatismo y de cualquier posibilidad de estéril sentimentalismo,
siempre dio muestras de vivir el amor a Dios a través de la acogida humilde,
sincera y gozosa de las mediaciones
humanas de Dios. Movida por verdadero espíritu de fe y visión sobrenatural,
quiso hacer realidad en cada momento aquél espíritu que es característico de la
catolicidad y por ello también propio de la Fraternidad: Nada sin la Iglesia,
nada sin Pedro. Todo por la Iglesia, en la Iglesia y para la Iglesia. Siempre y
en todo bajo Pedro.
Su
amor filial al Vicario de Cristo era algo connatural a su vida espiritual, sin
rarezas de ningún tipo, sin extravagancias. Un amor que discurría y se transparentaba
con cautivadora sencillez y naturalidad, porque era consecuencia irrenunciable
del amor a Cristo y a su Cuerpo Místico.
Amaba
al Papa y se prodigaba en que todos le conociesen cada vez más y lo amasen.
Amaba el sacerdocio católico y no cesaba en su empeño de hacerlo amar a todos
los de su alrededor, especialmente entre los niños y los jóvenes. Un amor que
no se quedaba en palabras, pues se traducía en una permanente disponibilidad de
servicio hacia los sacerdotes.
No
había lugar para dicotomías. Todo brotaba de la misma fuente y germinaba en un
amor indivisible: a Cristo, a su Iglesia, a su Vicario en la tierra, a sus
Sacerdotes y al prójimo.
Y
así, con esa arrebatadora frescura evangélica, sin alardes de ningún tipo,
cuando el Señor se lo sugirió y pidió, ella le ofrendó su vida y su juventud en
amoroso holocausto por el Dulce Cristo en la tierra, por la Iglesia, por la
santificación de los sacerdotes y el aumento de las vocaciones. De esta forma
rubricó su espiritualidad sacerdotal, exigencia de su condición de bautizada y
consagrada: Pro eis ego santifico me ipsum –por ellos yo me santifico a mí
mismo-.
Así,
de esta forma y en fidelidad a este espíritu, llevó a plenitud su vocación de
Esposa y Madre en el Corazón del Cuerpo Místico, en el seno de la Santa
Iglesia.
P.
Manuel María de Jesús
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