REGNUM MARIAE

REGNUM MARIAE
COR JESU ADVENIAT REGNUM TUUM, ADVENIAT PER MARIAM! "La Inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios. Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad. Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús. Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro. Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin límites ni reservas." (San Maximiliano María Kolbe)

domingo, 27 de marzo de 2016

CHRISTUS DOMINUS RESURREXIT, ALLELUIA!

ORACIÓN. — Sé, pues, bendito y glorificado, vencedor de la muerte, que en este solo día te has dignado mostrarte a los hombres hasta seis veces, para satisfacer tu amor y corroborar nuestra fe en tu divina Resurrección. Sé bendito y glorificado por haber consolado con tu presencia y tu cariño el corazón angustiado de tu Madre, que también es madre nuestra. Sé bendito y glorificado por haber calmado la desolación de la Magdalena con una palabra de amor. Sé bendito y glorificado por haber enjugado las lágrimas de las santas mujeres con tu presencia y por haberlas dado a besar tus sagrados pies. Sé bendito y glorificado por haber dado a Pedro con tus propios labios la seguridad de su perdón y por haber confirmado en él los dones de la Primacía, revelándole a él, antes que a los demás, el dogma fundamental de nuestra fe. Sé bendito y glorificado por haber reanimado con tanta dulzura el corazón vacilante de los dos discípulos en el camino de Emaús y haber completado este favor descubriéndote a ellos. Sé bendito y glorificado por no haber terminado esta jornada sin visitar a tus Apóstoles y sin haberles dado pruebas de tu adorable condescendencia con su debilidad. Sé, en fin, bendito y glorificado, oh Jesús, por haberte dignado hoy, por medio de tu Santa Iglesia, hacernos participar, después de tantos siglos, de los goces que gustaron en tal día María, tu Madre, Magdalena con sus compañeras, Pedro, los discípulos de Emaús y los Apóstoles reunidos. Aquí no falta nada; todo está vivo, todo renovado; tú eres el mismo, y nuestra Pascua de hoy es también la misma que aquella que te vio salir del sepulcro. Todos los tiempos son tuyos; y el mundo de las almas vive por tus misterios, como el mundo material se sostiene por tu poder, desde el instante en que te plugo comenzar tu obra creando la luz visible, hasta que palidezca y se eclipse ante la eterna claridad que tú nos has conquistado en este día.
LA APARICIÓN A NUESTRA SEÑORA. — Mientras tanto Jesús resucitado, cuya gloria aún no ha contemplado ninguna criatura mortal, ha franqueado el espacio y en un instante se ha reunido con su Santísima Madre. Es el Hijo de Dios, es el vencedor de la muerte; pero es también el hijo de María. María estuvo junto a él hasta que expiró; ella unió el sacrificio de su corazón de madre al que ofrecía él mismo sobre la cruz; es justo, pues, que las primeras alegrías de la Resurrección sean para ella. El santo Evangelio no refiere la aparición del Salvador a su Madre, mientras que se extiende sobre todas las demás: la razón es obvia. Las otras apariciones tenían como fin promulgar el hecho de la Resurrección; ésta la exigía el corazón de un hijo, y de un hijo como Jesús. La naturaleza y la gracia reclamaban esta entrevista primera, cuyo conmovedor misterio hace las delicias de las almas cristianas. No era necesario se consignase en los libros sagrados; la tradición de los Padres, comenzando por San Ambrosio bastaba para trasmitírnosla, dado caso que nuestros corazones no la hubieren presentido; y cuando nos preguntamos, por qué el Salvador, que debía salir del sepulcro el domingo, quiso hacerla en las primeras horas de este día, aun antes de que el sol hubiese iluminado al universo, asentimos fácilmente a la opinión de los autores que han atribuido esta prisa del Hijo de Dios, a la inquietud que experimentaba su corazón por poner término a la dolorosa espera de la más tierna y más afligida de las madres.
¿Qué lengua humana osará traducir las expansiones del Hijo y de la Madre, en esta hora tan deseada? Los ojos de María, yertos por el llanto y el insomnio, se abren de pronto a la suave y dulce luz que le anuncia la llegada de su querido Hijo; la voz de Jesús que resuena en sus oídos, no ya con el acento doloroso que en días pasados descendía de la cruz y traspasaba como una espada su corazón maternal, sino jovial y amorosa, propia de un hijo que viene a contar sus triunfos a aquella que le dio a luz; el aspecto de aquel cuerpo que ella recibió en sus brazos, hacía tres días, ensangrentado e inanimado, ahora es fúlgido y pletórico de vida, radiante con los reflejos de la divinidad, a que estaba unido; las ternezas de un tal hijo, sus palabras cariñosas, sus abrazos, que son los de un Dios; para evocar la sublimidad de esta escena, no conocemos más que la frase de Ruperto, que nos pinta la efusión gozosa que llenó entonces el corazón de María, como un torrente de dicha que la embriagaba y la quitaba el sentimiento de los dolores tan punzantes que había sufrido.
Mas este torrente de delicias, que el Hijo de Dios había preparado a su Madre, no fué tan súbito como este autor del siglo XI da a entender. Nuestro Señor mismo quiso describir esta escena en una revelación que hizo a Santa Teresa. Se dignó confiarla, que la postración de su divina Madre era tan profunda, que no habría tardado en sucumbir a tal martirio; y que, cuando se apareció a ella en el instante en que acababa de salir del sepulcro, necesitó cierto tiempo para volver en sí, antes de encontrarse en estado de poder gustar aquella alegría; y el Señor añade que permaneció mucho tiempo a su lado, ya que esta presencia prolongada la era necesaria
Nosotros, cristianos, que amamos a nuestra Madre, que la vimos sacrificar a su propio Hijo por nosotros en el Calvario, participemos con afecto filial de la felicidad con que Jesús se dignó colmarla en este instante, y aprendamos también a compadecer los dolores de su corazón maternal. Es la primera manifestación de Jesús crucificado: recompensa de la fe que veló siempre en el corazón de María, aun durante el lóbrego eclipse que se prolongó durante tres días. Pero es tiempo que Cristo se muestre a otros, y que la gloria de su resurrección comience a brillar sobre el mundo. Primero se hizo visible a aquella que entre todas las criaturas, era la más querida y la única digna de tal honor; ahora en su bondad, va a recompensar con su visita llena de consuelos, a las almas abnegadas que han permanecido fieles a su amor, en un duelo quizás demasiado humano, impulsadas por un reconocimiento que ni la muerte ni la tumba pudieron enervar
Dom Prósper Guéranger, O.S.B.

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