EL PUNTO DE PARTIDA
“Contemplándote
realmente presente sobre el altar, yo que no valgo nada, que no tengo apenas
estudios, que mi fe es muy pobre y Tú lo sabes, Señor. Yo que no tengo nada que
ofrecerte más que esas pequeñas molestias…De verdad, Señor, que me pregunté si
de veras yo te servía para algo”
(Notas de
conciencia de la Madre María Elvira)
Lo primero en lo que hemos
de fijarnos es en la posición desde la cual María Elvira se sitúa ante el
Señor. Su disposición espiritual es fundamental para llegar a comprender cómo
el Señor hace obras grandes en los corazones sencillos y humildes.
María Elvira no pone ante
el Señor su valía; pues afirma: “no valgo nada”.
No se apoya en una
preparación académica ni en un bagaje cultural: “no tengo apenas estudios”.
No se acerca al Señor con
la presunción temeraria de aquellos que se consideran a sí mismos hombres y
mujeres de fe probada: “mi fe es muy pobre y Tú lo sabes, Señor”.
Se presenta ante el Señor
desde la más absoluta pobreza: “yo no tengo nada que ofrecerte”.
Y es a partir de su
autoconocimiento cuando llega a preguntarse si de veras le servía para algo al
Señor.
María Elvira ha sentido la
llamada del Señor a la vida consagrada, ha sentido en su interior y ha discernido
su vocación para formar parte de una comunidad, cuyos miembros han sido
convocados para vivir en fraternidad y ser enviados para trabajar en la
extensión del reino de Cristo por medio del reinado maternal de María en las
almas.
Ella percibe desde el
primer momento y es plenamente consciente de la grandeza de la vocación que el
Señor le ha regalado. Pero, como mujer de fina conciencia que es, y dejándose
guiar siempre por una recta intención comprende el ideal sublime que el Señor
le presenta, al tiempo que es consciente de su pequeñez y de su pobreza.
A partir de ahí y a lo
largo de toda su andadura sus días discurrirán en un continuado acto de fe, de
confianza ciega en el Señor y en María; en un acto permanente de abandono en las
manos de Dios, apoyada firmemente en la virtud de la esperanza, y entregándose
cada vez más al amor de Dios y del prójimo. ¡Así hasta el final, hasta la
plenitud de su vida!
El edificio de la vida
cristiana, de la vocación religiosa o
sacerdotal, no se pueden levantar si no es sobre los cimientos sobre los que la
Madre María Elvira dejó edificar a Dios: la conciencia de la propia nada, de la
miseria personal, de la pobreza más absoluta ante Dios.
Sólo así Dios puede
edificar y levantar sobre los cimientos del alma un maravilloso templo
espiritual como el que edificó y levantó en María Elvira.
Cuando uno se presenta
ante Dios consciente de su propia nada, entonces el Señor se vuelca con todas
sus riquezas.
Cuando uno no está henchido
de su necia sabiduría, el Espíritu lo asiste con los dones de ciencia y de
sabiduría, ayudándole a penetrar en el misterio de Dios.
Cuando uno clama al Señor:
¡Señor, aumenta mi fe!, Dios viene en su ayuda haciendo su fe más pura y más
fuerte.
Cuando uno siente que nada
tiene que realmente valga la pena para ofrecerle a Dios, entonces está en las
mejores disposiciones para entregarle la propia vida poniéndola a su servicio,
al servicio de su Santa Iglesia y del prójimo.
Así partió la Madre María
Elvira de la Santa Cruz en su andadura vocacional, en su fatigosa andadura de
mujer consagrada y de cofundadora. Partió y vivió siempre ligera de equipaje,
sin apoyarse nunca en sí misma, dejándose guiar espiritualmente por las
mociones de Dios, siempre discernidas con el apoyo de la dirección espiritual. Y
es que sólo así se discierne lo que viene de Dios y lo que viene del Maligno:
desde la humildad, desde la desconfianza en uno mismo, desde la búsqueda
conjunta y confiada con los ministros de Jesucristo.
Bien acaba lo que bien
empieza, y María Elvira comenzó bien, perseveró en la buena senda y llegó a
la identificación plena con Cristo, siempre tomada de la mano de la Virgen
Madre.
Manuel María de Jesús F.F.
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