UNIÓN ENTRE LA VIRGEN Y EL SACERDOCIO
El Padre Faber escribe:
«Si crees que algo no va bien, mira a qué nivel te encuentras en tu devoción a
la Santísima Virgen». Es la ley cristiana. No hay cristianismo allí donde la
Virgen está ausente. El Señor ha venido a través de ella. Y es a través de ella
como sigue viniendo. Yo no podría considerar cristiana una concepción religiosa
y práctica en la que la Virgen no ocupara, después de Nuestro Señor Jesucristo,
el mejor lugar. Un corazón que no diera a la Virgen el primer lugar entre todos
los seres creados no estaría en comunión con el corazón de Nuestro Señor
Jesucristo: no latiría al unísono con él.
Esta hipótesis no se
cumplirá jamás en las almas que han sido conducidas hasta el Señor «tras ella»
(Sal 45,15b) y que deben vivir al amparo de su nombre, en su protección, en su
manto color de cielo.
Se solicitaba el
consentimiento de la Virgen en el nombre de la naturaleza humana.
Ved lo que ella
significaba para Dios y lo que ella significaba para el mundo. Ha tenido al uno
y al otro en suspenso. Y en el momento mismo en que se concede esta gracia, no
veo a la Virgen otorgándose otro título:
«He aquí la esclava del
Señor. Hágase en mí...» (Lc 1,38).
La palabra de la humildad,
la palabra de la obediencia:
–forma muy impersonal.
Pero el hágase es único: es superior al de la creación. El hágase de la Eucaristía
depende de él y es la extensión del primero.
Esta es la razón
–permitidme que lo diga– por la que hay una unión estrecha entre la Virgen y el
Sacerdocio. Nosotros le debemos nuestra Víctima. Nosotros, los sacerdotes,
deberíamos decir a la Virgen: dame tu alma, tus manos, tu corazón y tus labios;
yo te daré mi unción; y así diremos la misa juntos; el Señor se estremecerá de
alegría.
El acto de obediencia: el
fruto de este acto de obediencia fue Dios con nosotros. Y en ese mismo
instante, otro acto tenía lugar: en medio de este santuario, se elevaba una
voz:
«Porque está prescrito en
el libro que cumpla tu voluntad. Dios mío, lo quiero, llevo tu ley en las
entrañas» (Sal 39,8–9).
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