«Hijo,
¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos
buscando». (Lc 2, 48)
Virgen
María, la piedad cristiana te invoca con muchos nombres, y en muchos lugares
llevas el de la Soledad. No parece propio de este tiempo de Pascua que te
contemple bajo esta advocación. Sin embargo, al leer en el texto evangélico que
hoy se proclama, que los discípulos de tu Hijo se habían marchado solos, me ha
venido a la memoria la situación de tantos que por diversas razones sufren la
experiencia de soledad, de abandono, del sentimiento de no significar nada para
nadie.
Tú
eres experta en saber vivir y trascender momentos de angustia, como lo vemos en
el evangelista San Lucas. Comprendo que hay algunas dolencias del alma que solo
se curan con otra dolencia; así, la percepción de la soledad propia, en tu
soledad encuentra el bálsamo que serena y dulcifica el trance.
Hoy
te pido que salgas a los caminos, como lo hiciste subiendo a la montaña de
Judea, que te pares en tantos albergues, posadas, hoteles, residencias de
ancianos, casas en los cascos viejos de la ciudades, donde viven personas
mayores y solas, y que seas para ellas consuelo y acompañamiento. Tú puedes
hacer surgir en el corazón de los pobres la certeza de que son amados por tu
Hijo, y en la voluntad de los más jóvenes el movimiento voluntario y compañero
de alargar sus manos en ayuda de los que menos pueden.
Tú,
Señora, eres experta en trascender la angustia, cuando después de tres días de
no encontrar a tu Hijo, decidiste ir al templo. No sé si a buscarlo o quizá,
como Ana, la madre de Samuel, a desahogar el alma en la relación teologal y creyente.
¡Cómo
alivia poder pronunciar el dolor ante alguien, sobre todo ante quien se sabe
que tiene entrañas de misericordia, y voluntad de acoger el gemido y las
lágrimas!
Virgen,
no nos desampares en el camino aciago de la vida.
Autor: Don Ángel Moreno de Buenafuente
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