Carta de S.S. Juan Pablo II en el sexto
centenario del nacimiento de Santa Rita
Al venerable hermano
Ottorino Pietro Alberti
Arzobispo de Espoleto y Obispo de Nursia
Con la reciente carta, relativa a las celebraciones todavía en curso para el VI Centenario del nacimiento de Santa Rita de Casia, Ella ha querido renovarme la amable invitación, ya manifestada en marzo del pasado año, para que con una visita especial, o con otra iniciativa, participe en persona en el unánime coro de elogios que se escucha en el mundo cristiano en honor de Colei, que mi antecesor León XIII llamó "la perla preciosa de Umbria".
Tal petición, que se ha compartido no solo con los hijos de las diócesis a Usted confiada, sino con la innumerable lista de los devotos de la Santa, encuentra en mí junto al vivo deseo de no dejar pasar el presente "Año Ritiano" sin que yo recuerde y exalte su mística y su personalidad. Por eso, uniéndome espiritualmente a los peregrinos, que también de tierras lejanas llegan en gran muchedumbre a Casia, estoy contento de poner una flor de piedad y de veneración sobre su tumba, en recuerdo de los insignes ejemplos de su alta virtud.
Estoy también agradecido a la Providencia divina por algunos singulares enlaces, que unen el presente Centenario a otros aniversarios altamente sugestivos para quien sabe leer en la justa la perspectiva las vicisitudes de la historia humana. No olvido, en efecto, la visita que hice a Norcia para rendir homenaje, a quince siglos de su nacimiento, al gran patriarca del monascato occidental, San Benito. Ni puedo omitir la reciente apertura del Centenario de San Francisco de Asís. Son dos figuras, éstas, al lado de las cuales la humilde mujer de Roccaporena se coloca como una hermana menor, como si a componer un "tríptico ideal" de radiante santidad, que atestigua y conjuntamente solicita profundizar, en el sentido de la coherencia, sobre el ininterrumpido filón de gracia que surca la tierra fecunda de la Umbría cristiana.
Pero no puedo omitir una otra feliz coincidencia, reconocible en el hecho que Rita nace un año después la muerte de Catalina de Siena, como para marcar una continuidad de maravilloso y espiritual significado.
Es conocido por todos cómo el itinerario terreno de la Santa de Casia se articula en diversos estados de vida, cronológicamente sucesivos y -lo que más cuenta- dispuestos en un orden ascendente, que marca las diversas fases de desarrollo de su vida de unión con Dios. ¿Por qué Rita es santa? No tanto por la fama de los prodigios que la devoción popular atribuye a la eficacia de su intercesión cerca de Dios omnipotente, como por la estupefacta "normalidad" de la existencia diaria, que ella vivió primero como esposa y madre, luego como viuda y finalmente como monja agustina.
Era una desconocida joven de esa tierra que, en el calor del ambiente familiar, había aprendido la costumbre de la tierna piedad hacia el Creador en la visión, que es ya una lección, del sugestivo escenario de la cadena de los Apeninos. ¿Dónde estuvo entonces la razón de su santidad? ¿y dónde lo heroico de su virtud? Vida tranquila era la suya, sin el relieve de acontecimientos exteriores cuando, contra su propias preferencias, abrazó el estado matrimonial. Así se hizo esposa, revelándose inmediatamente como verdadero ángel del hogar y desarrollando una acción decisiva al transformar las costumbres de su consorte. Fue también madre, alegrándose del nacimiento de dos hijos, por los cuales, después del asesinato de su marido, tanto tembló y sufrió, en el temor de que en sus almas surgiera la sombra de un deseo de venganza contra los asesinos de su padre. Por su parte, habían sido generosamente perdonados, determinando también la pacificación de las familias.
Era una desconocida joven de esa tierra que, en el calor del ambiente familiar, había aprendido la costumbre de la tierna piedad hacia el Creador en la visión, que es ya una lección, del sugestivo escenario de la cadena de los Apeninos. ¿Dónde estuvo entonces la razón de su santidad? ¿y dónde lo heroico de su virtud? Vida tranquila era la suya, sin el relieve de acontecimientos exteriores cuando, contra su propias preferencias, abrazó el estado matrimonial. Así se hizo esposa, revelándose inmediatamente como verdadero ángel del hogar y desarrollando una acción decisiva al transformar las costumbres de su consorte. Fue también madre, alegrándose del nacimiento de dos hijos, por los cuales, después del asesinato de su marido, tanto tembló y sufrió, en el temor de que en sus almas surgiera la sombra de un deseo de venganza contra los asesinos de su padre. Por su parte, habían sido generosamente perdonados, determinando también la pacificación de las familias.
Ya viuda, poco después se vio privada de sus hijos, de modo que, siendo libre de todo vínculo terreno, decidió darse enteramente a Dios. Pero también por esta decisión sufrió pruebas y contradicciones, hasta que pudo realizar el ideal de su primera juventud, consagrándose al Señor en el monasterio de Santa María Magdalena. Su humilde existencia, que aquí pasó cerca de cuarenta años, fue igualmente desconocida a los ojos del mundo, abierta sólo a la intimidad con Dios. Fueron, aquellos, años de asidua contemplación, años de penitencia y de oración, que culminaron en aquella llaga que le se imprimió dolorosamente sobre la frente. Precisamente este signo de la espina, al otro lado de del sufrimiento físico que le procuraba, fue como el sello de su pena interior, pero fue sobre todo la prueba de su directa participación en la Pasión del Cristo, centrada -por así decir- en uno de los momentos más dramáticos, como lo fue el de la coronación de espinas en el pretorio de Pilato (cfr. Mt 27, 29; Me 15, 17; Gv 19, 2.5).
Es aquí, por tanto, donde es necesario reconocer el vértice de su mística, aquí la profundidad de un sufrimiento, que llegó a determinar una huella somática externa. Y aquí todavía se descubre un significativo punto de contacto entre los dos hijos de la Umbría, Rita y Francisco. En realidad, lo que fueron las estigmas para el Poverello, lo fue la espina para Rita. Esto es, un signo, aquellas y ésta de directa asociación con la Pasión redentora de Cristo Señor, coronado de punzantes espinas después de la cruenta flagelación y, sucesivamente, traspasado por clavos y golpeado por la lanza sobre el Calvario.
Tal asociación se estableció en ambos Santos sobre la común base de aquel amor, que tiene una intrínseca fuerza de unidad. Y, precisamente por aquella espina dolorosa la Santa de las rosas se hizo símbolo viviente de amorosa coparticipación a los sufrimientos del Salvador. ¡La rosa del amor está fresca y fragante, cuando es asociada con la espina del dolor! Así fue en Cristo, modelo supremo; así en Francisco; así en Rita. En verdad, también ella ha sufrido y amado. Ha amado a Dios y ha amado a los hombres, ha sufrido por amor a Dios y ha sufrido a causa de los hombres.
Por tanto, lo gradual que sucede en los varios estadios de su camino terreno, revela en la Santa un paralelo crecimiento de amor hasta aquel estigma que, siendo de la medida adecuada de su elevación, explica al mismo tiempo por qué su dulce figura es tan atractiva entre los fieles, que celebran su nombre y exaltan de ella su admirable poder cerca del trono de Dios.
Hija espiritual de San Agustín, ella puso en práctica su enseñanzas, sin haberlas leído en los libros. Aquel que a las mujeres consagradas había recomendado tanto "seguir al cordero dondequiera que vaya" y "contemplar con los ojos interiores las llagas del Crucifijo, las cicatrices del Resucitado, la sangre del Moribundo (...), todo sopesado sobre la balanza de la caridad" (cfr. De sancta virginitate, 52, 54, 55; PL 40, 428), fue obedecido "a litteram" por Rita que, especialmente en cuarenta años de claustro, demostró la continuidad y la firmeza del contacto establecido con la víctima divina del Gólgota.
La lección de la santa -vale precisar- se concentra en estos elementos típicos de espiritualidad: la oferta del perdón y la aceptación del sufrimiento, no ya como una forma de pasiva resignación o como fruto de femenina debilidad, sino como fuerza de aquel amor hacia Cristo que, en el recordado episodio de la coronación, padeció, con las otras humillaciones, una burla atroz de su majestuosidad.
Alimentado por esta escena, que no sin motivo la tradición de la Iglesia ha insertado en el centro de los "misterios dolorosos" del Santo Rosario, el misticismo de Rita se volvía a unir al mismo ideal, experimentado en primera persona y no simplemente enunciado, del apóstol Pablo: Ego... stigmata Domini Iesu in corpore meo porto –Yo... llevo en mi cuerpo los estigmas del Señor Jesús-- (Gal 6, 17); Adimpleo ea, quae desunt passionimi Christi in carne meo prò corpore eius, quod est Ecclesia –Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia-- (Col 1,24). También este ulterior elemento hace notar la destinación eclesial de los méritos de la Santa, segregada por el mundo e íntimamente asociada al Cristo sufriente. Ella ha hecho refluir en la comunidad de los hermanos el fruto de este suyo "compadecer".
Rita es al mismo tiempo la "mujer fuerte" y la "virgen sabia", de lo cual nos habla la Sagrada Escritura (Pro 31,10ss; Mt 25, 1 ss), que indica en todos los estados de vida, y no sólo de palabras, cuál es el camino de la auténtica la santidad como secuela fiel de Cristo hasta la cruz. Por esto, a todos sus devotos, esparcidos por todas partes del mundo, he deseado proponer de nuevo la dulce y doliente figura con el deseo de que que, inspirándose en ella, quieran corresponder -cada uno en el estado de vida que le es propio- a la vocación cristiana en sus exigencias de caridad, de testimonio y de coraje: sic luceat lux vostra coram hominibus... –Así debe brillar vuestra luz ante los hombres...-- (Mt 5, 16).
Con este mismo objetivo confío a Usted la presente Carta que, en la luz del Centenario Ritiano, ella querrá llevar a conocimiento de los fieles con el estímulo y el consuelo de la Bendición Apostólica.
Vaticano, 10 febrero del año 1982, cuarto de Nuestro Pontificado.
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