VÍA
CRUCIS DEL VIERNES SANTO, Coliseo Romano, 18-4-2014 «EL ROSTRO DE CRISTO, EL
ROSTRO DEL HOMBRE», MEDITACIONES de S.E.
Mons. Giancarlo Maria BREGANTINI, Arzobispo de Campobasso-Boiano
INTRODUCCIÓN
«El
que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice
verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la
Escritura: “No le quebrarán un hueso”; y en otro lugar la Escritura dice:
“Mirarán al que atravesaron”» (Jn 19,35-37).
Dulce
Jesús,
subiste
al Gólgota sin titubear, como gesto de amor,
y
te dejaste crucificar sin lamento.
Humilde
hijo de María,
cargaste
con nuestra noche
para
mostrarnos con cuánta luz
querías
henchir nuestro corazón.
En
tu dolor, reside nuestra redención,
en
tus lágrimas, se bosqueja la «hora»
en
la que se desvela el amor gratuito de Dios.
Siete
veces perdonados
en
tus últimos suspiros de hombre entre los hombres,
nos
devuelves a todos al corazón del Padre,
para
indicarnos en tus últimas palabras
la
vía redentora para todo nuestro dolor.
Tú,
el plenamente encarnado, te anonadas en la cruz,
solamente
comprendido por Ella, la Madre,
que
permanecía fielmente al pie de aquel patíbulo.
Tu
sed es fuente de esperanza siempre encendida,
mano
tendida incluso para el malhechor arrepentido,
que
hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en el paraíso.
Concédenos
a todos nosotros, Señor Jesús crucificado,
tu
infinita misericordia,
perfume
de Betania en el mundo,
gemido
de vida para la humanidad.
Y,
confiados finalmente en las manos de tu Padre,
ábrenos
la puerta de la vida que nunca muere. Amén.
PRIMERA
ESTACIÓN
Jesús
condenado a muerte
El
dedo acusador
«Pilato
volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos
seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Por tercera vez les dijo:
“Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca
la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos se le
echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su
griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al
que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio),
y a Jesús se lo entregó a su voluntad» (Lc 23,20-25).
Un
Pilato atemorizado que no busca la verdad, el dedo acusador y el creciente
clamor de la multitud, son los primeros pasos de la muerte de Jesús. Inocente
como un cordero cuya sangre salva a su pueblo. Ese Jesús, que ha pasado entre
nosotros curando y bendiciendo, es condenado ahora a la pena capital. Ninguna palabra
de gratitud por parte del gentío que, en cambio, elige a Barrabás. Para Pilato,
se convierte en un caso embarazoso. Lo entrega a la muchedumbre y se lava las
manos, enteramente apegado a su poder. Lo entrega para que sea crucificado. No
quiere saber nada de él. Para él, el caso está cerrado.
La
condena apresurada de Jesús acoge así las acusaciones fáciles, los juicios
superficiales entre la gente, las insinuaciones y prejuicios, que cierran el
corazón y se convierten en cultura racista, de exclusión y descarte, con cartas
anónimas y horribles calumnias. Si acusados, se salta inmediatamente en primera
página; si absueltos, se termina en la última.
¿Y
nosotros? ¿Sabremos tener una conciencia recta y responsable, transparente, que
nunca dé la espalda al inocente, sino que luche con valor en favor de los
débiles, resistiéndose a la injusticia y defendiendo por doquier la verdad
ultrajada?
ORACIÓN
Señor
Jesús,
hay
manos que amparan y hay manos que firman sentencias injustas.
Haz
que, ayudados por tu gracia, no descartemos a nadie.
Defiéndenos
de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos
a buscar siempre la verdad,
y
a estar siempre de parte de los débiles.
Y
concede tu luz a quien, por misión, debe juzgar en el tribunal,
para
que emita siempre sentencias justas y verdaderas. Amén.
SEGUNDA
ESTACIÓN
Jesús
con la cruz a cuestas
El
pesado madero de la crisis
«Él
llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos al pecado,
vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados. Pues andabais
errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y guardián de
vuestras almas» (1 P 2,24-25).
Pesa
el madero de la cruz, porque, en él, Jesús lleva consigo todos nuestros
pecados. Se tambalea bajo este peso, demasiado grande para un solo hombre (cf.
Jn 19,17).
Es
también el peso de todas las injusticias que ha causado la crisis económica,
con sus graves consecuencias sociales: precariedad, desempleo, despidos; un
dinero que gobierna en lugar de servir, la especulación financiera, el suicidio
de empresarios, la corrupción y la usura, las empresas que abandonan el propio
país.
Esta
es la pesada cruz del mundo del trabajo, la injusticia en la espalda de los
trabajadores. Jesús la carga sobre sus hombros y nos enseña a no vivir más en
la injusticia, sino a ser capaces, con su ayuda, de crear puentes de
solidaridad y esperanza, para no ser ovejas errantes ni extraviadas en esta
crisis.
Volvamos,
pues, a Cristo, pastor y guardián de nuestras almas. Luchemos juntos por el
trabajo en reciprocidad, superando el miedo y el aislamiento, recuperando la
estima por la política y tratando de solventar juntos los problemas.
La
cruz, entonces, se hará más ligera, si la llevamos con Jesús y la levantamos
todos juntos, porque con sus heridas – resquicios de luz – hemos sido curados.
ORACIÓN
Señor
Jesús,
cada
vez se hace más densa nuestra noche.
La
pobreza se torna miseria.
No
tenemos pan para los hijos y nuestras redes están vacías.
Nuestro
futuro es incierto. Vela por el trabajo que falta.
Despierta
en nosotros el celo por la justicia,
para
que no arrastremos la vida,
sino
que la llevemos con dignidad. Amén.
TERCERA
ESTACIÓN
Jesús
cae por primera vez
La
fragilidad que se abre a la acogida
«Él
soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos
leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras
rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó
sobre él» (Is 53,4-5).
Es
un Jesús frágil, muy humano, el que contemplamos con asombro en esta estación
de gran dolor. Pero es precisamente esta caída en tierra lo que revela aún más
su inmenso amor. Está acorralado por el gentío, aturdido por los gritos de los
soldados, cubierto por las llagas de la flagelación, lleno de amargura interior
por la inmensa ingratitud humana. Y cae. Cae por tierra.
Pero
en esta caída, en este ceder al peso y la fatiga, Jesús vuelve a ser una vez
más maestro de vida. Nos enseña a aceptar nuestras fragilidades, a no
desanimarnos por nuestros fallos, a reconocer con lealtad nuestras
limitaciones: «El deseo del bien está a mi alcance – dice san Pablo – pero no
el realizarlo» (Rm 7,18).
Con
esta fuerza interior que viene del Padre, Jesús también nos ayuda a aceptar las
debilidades de los demás; a no indignarnos con quien ha caído, a no ser
indiferentes con quien cae. Y nos da la fuerza para no cerrar la puerta a quien
llama a nuestra casa pidiendo asilo, dignidad y patria. Conscientes de nuestra
fragilidad, acogeremos entre nosotros la fragilidad de los emigrantes, para que
encuentren seguridad y esperanza.
En
efecto, en el agua sucia del cántaro del Cenáculo, es decir, en nuestra
fragilidad, es donde se refleja el verdadero rostro de nuestro Dios. Por eso,
«todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios» (1 Jn
4,2).
ORACIÓN
Señor
Jesús,
que
te has humillado para rescatar nuestra debilidad,
haznos
capaces de entrar en una verdadera comunión
con
nuestros hermanos más pobres.
Arranca
de nuestro corazón toda raíz de miedo y cómoda indiferencia,
que
nos impide reconocerte en los emigrantes,
para
dar testimonio de que tu Iglesia no tiene fronteras,
sino
que es verdadera madre de todos. Amén.
CUARTA
ESTACIÓN
Jesús
se encuentra con la Madre
Lágrimas
solidarias
«Simeón
los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este ha sido puesto para que
muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción:
así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te
traspasará el alma» (Lc 2,34-35). «Llorad con los que lloran. Tened la misma
consideración y trato unos con otros» (Rm 12,15-16).
Este
encuentro de Jesús con María, su madre, está cargado de emoción, de lágrimas
amargas. En él se expresa la fuerza invencible del amor materno, que supera
todo obstáculo y sabe abrir caminos. Pero impresiona aún más la mirada
solidaria de María, que comparte e infunde fuerza al Hijo. Nuestro corazón se
llena así de asombro al contemplar la grandeza de María, precisamente en su
hacerse, ella misma criatura, «prójimo» para con su Dios y su Señor.
Ella
recoge las lágrimas de todas las madres por sus hijos lejanos, por los jóvenes
condenados a muerte, asesinados o enviados a la guerra, especialmente por los
niños soldados. En ellas escuchamos el lamento desgarrador de las madres por
sus hijos, moribundos a causa de tumores producidos por la quema de residuos
tóxicos.
¡Qué
lágrimas tan amargas! ¡Solidaridad en compartir la ruina de los hijos! Madres
que velan en la noche, con las luces encendidas, temblando por los jóvenes
abrumados por la inseguridad o en las garras de la droga y el alcohol, especialmente
las noches del sábado.
Junto
a María, nunca seremos un pueblo huérfano. Nunca olvidados. Como a san Juan
Diego, María también nos ofrece a nosotros la caricia de su consuelo materno, y
nos dice: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?»
(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).
ORACIÓN
Salve,
Madre,
dame
tu santa bendición.
Bendíceme,
a mí y a toda mi casa.
Dígnate
ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y soportaré,
unido
a tus méritos y a los de tu santísimo Hijo.
Te
ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis cosas a tu servicio,
poniéndome
por entero bajo tu manto.
Obtén
para mí, Señora, la pureza de la mente y del cuerpo,
y
haz que, en este día,
no
haga nada que desagrade a Dios.
Te
lo pido por tu Inmaculada Concepción
y
tu intacta virginidad. Amén
(San
Gaspar Bertoni).
QUINTA
ESTACIÓN
El
Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
La
mano amiga que levanta
«A
uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y
de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz» (Mc 15,21).
Simón
de Cirene pasa casualmente por allí. Pero se convierte en un encuentro decisivo
en su vida. Él volvía del campo. Hombre de fatigas y vigor. Por eso se le
obligó a llevar la cruz de Jesús, condenado a una muerte infame (cf. Flp 2,8).
Pero
este encuentro, el principio casual, se trasformará en un seguimiento decisivo
y vital de Jesús, llevando cada día su cruz, negándose a sí mismo (cf. Mt
16,24-25). En efecto, Simón es recordado por Marcos como el padre de dos
cristianos conocidos en la comunidad de Roma: Alejandro y Rufo. Un padre que ha
impreso ciertamente en el corazón de los hijos la fuerza de la cruz de Jesús.
Porque la vida, si uno se aferra demasiado a ella, enmohece y se agosta. Pero
si la ofrece, florece y se convierte en espiga de grano, para él y para toda la
comunidad.
En
esto radica la verdadera cura de nuestro egoísmo, siempre al acecho. La
relación con el otro nos rehabilita y crea una hermandad mística,
contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe
descubrir a Dios en cada ser humano, que puede soportar las penas de la vida,
apoyándose en el amor de Dios. Sólo con el corazón abierto al amor divino, me
veo impulsado a buscar la felicidad de los demás en tantos gestos de
voluntariado: una noche en el hospital, un préstamo sin intereses, una lágrima
enjugada en familia, la gratuidad sincera, el compromiso con altas miras por el
bien común, el compartir el pan y el trabajo, venciendo toda forma de recelo y
envidia.
El
mismo Jesús nos lo recuerda: «Lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
ORACIÓN
Señor
Jesús,
en
el Cireneo amigo vibra el corazón de tu Iglesia,
que
se hace refugio de amor para cuantos tienen sed de ti.
La
ayuda fraterna es la clave para atravesar juntos la puerta de la Vida.
No
permitas que nuestro egoísmo nos haga pasar de largo,
y
ayúdanos a derramar el ungüento de consolación en las heridas de los otros,
para
hacernos compañeros leales de camino,
sin
evasivas y sin cansarnos nunca de optar por la fraternidad. Amén.
SEXTA
ESTACIÓN
Verónica
enjuga el rostro de Jesús
La
ternura femenina
«Oigo
en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu
rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches,
no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 26,8-9).
Jesús
se arrastra con dificultad, jadeando. Pero la luz de su rostro se mantiene
intacta. No hay ofensa que pueda oponerse a su belleza. Los salivazos no la han
empañado. Los golpes no han conseguido quebrarla. Este rostro se parece a una
zarza ardiente que, cuanto más se le ultraja, más consigue emanar una luz de
salvación. De los ojos del Maestro manan lágrimas silenciosas. Lleva el peso
del abandono. Sin embargo, Jesús avanza, no se detiene, no vuelve atrás.
Afronta la opresión. Está turbado por la crueldad, pero él sabe que su muerte
no será en vano.
Jesús,
entonces, se detiene ante una mujer que viene a su encuentro sin titubeos. Es
la Verónica, verdadera imagen femenina de la ternura.
El
Señor encarna aquí nuestra necesidad de gratuidad amorosa, de sentirnos amados
y protegidos por gestos de solicitud y de cuidados. Las caricias de esta
criatura se empapan de la sangre preciosa de Jesús y parecen purificarlo de las
profanaciones recibidas en aquellas horas de tortura. La Verónica consigue
tocar al dulce Jesús, rozar su candor. No sólo para aliviar, sino para
participar en su sufrimiento. Reconoce en Jesús a cada prójimo que ha de
consolar, con un toque de ternura, para entrar en el gemido de dolor de los que
hoy no reciben asistencia ni calor de compasión. Y mueren de soledad.
ORACIÓN
Señor
Jesús,
¡qué
amarga la indiferencia de quien creíamos
a
nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero
tú nos cubres con ese paño
que
lleva impresa tu sangre preciosa,
que
has derramado a lo largo del camino del abandono,
que
también tú sufriste injustamente.
Sin
ti, no tenemos
ni
podemos dar alivio alguno. Amén.
SÉPTIMA
ESTACIÓN
Jesús
cae por segunda vez
La
angustia de la cárcel y de la tortura
«Me
rodeaban cerrando el cerco… Me rodeaban como avispas, ardiendo como el fuego en
las zarzas, en el nombre del Señor los rechacé. Empujaban y empujaban para
derribarme, pero el Señor me ayudó… Me castigó, me castigó el Señor, pero no me
entregó a la muerte»(Sal 117,11.12-13.18).
En
Jesús se cumplen verdaderamente las antiguas profecías del Siervo humilde y
obediente, que carga sobre sus hombros toda nuestra historia de dolor. Y así,
Jesús, llevado a empellones, se desploma por la fatiga y la opresión, rodeado,
circundado por la violencia, ya sin fuerzas. Cada vez más solo, cada vez más en
la oscuridad. Lacerado en la carne, con los huesos magullados.
En
él reconocemos la amarga experiencia de los detenidos en prisión, con todas sus
contradicciones inhumanas. Rodeados y cercados, «empujados para derribarlos». A
la cárcel se la mantiene aún hoy demasiado lejana, olvidada, rechazada por la
sociedad civil. Hay absurdos de la burocracia, lentitud de la justicia. El
hacinamiento es una doble pena, un dolor agravado, una opresión injusta, que
desgasta la carne y los huesos. Algunos – demasiados – no sobreviven… Y aun
cuando un hermano nuestro sale, lo seguimos considerando «ex recluso»,
cerrándole así las puertas del rescate social y laboral.
Pero
más grave es la tortura, por desgracia muy practicada en varias partes de la
tierra de muchos modos. Como lo fue para Jesús, también él golpeado, humillado
por la soldadesca, torturado con la corona de espinas, azotado con crueldad.
Ante
esta caída, cómo nos percatamos de la verdad de aquellas palabras de Jesús:
«Estuve en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25,36). En toda cárcel, junto a
cada torturado, siempre está él, el Cristo que sufre, encarcelado y torturado.
Aunque probados duramente, él es nuestra ayuda, para no ser entregados al
miedo. Sólo juntos nos levantamos, acompañados por agentes apropiados, apoyados
en la mano fraterna de los voluntarios y rescatados de una sociedad civil que
hace suyas las muchas injusticias cometidas dentro de los muros de una prisión.
ORACIÓN
Señor
Jesús,
una
conmoción indecible me embarga
al
verte postrado en tierra por mí.
No
hallas mérito alguno, sino una multitud de pecados, incongruencias,
debilidades.
Y
¡qué amor de predilección como respuesta!
Al
margen de la sociedad, denigrados por los juicios,
tú
nos has bendecido para siempre.
Dichosos
nosotros si hoy estamos aquí, por tierra, contigo, rescatados de la condena.
Haz
que no eludamos nuestras responsabilidades,
concédenos
vivir en tu humillación, a salvo de toda pretensión de omnipotencia,
para
renacer a una vida nueva como criaturas hechas para el cielo. Amén.
OCTAVA
ESTACIÓN
Jesús
encuentra a las mujeres de Jerusalén
Compartir,
no sólo conmiseración
«Hijas
de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos» (Lc
23,28).
Las
figuras femeninas en el camino del dolor se presentan como antorchas
encendidas. Mujeres de fidelidad y valor que no se dejan intimidar por los
guardias ni escandalizar por las llagas del Buen Maestro. Están dispuestas a
encontrarlo y consolarlo. Jesús está allí, ante ellas. Hay quien lo pisotea
mientras cae por tierra agotado. Pero las mujeres están allí, listas para darle
ese cálido latido que el corazón ya no puede contener. Antes lo observan desde
lejos, pero luego se acercan, como hace el amigo, el hermano o hermana cuando
se da cuenta de las dificultades del ser querido.
Jesús
se impresiona por su llanto amargo, pero les exhorta a no desgastar el corazón
en verlo tan maltratado, a no ser mujeres que lloran, sino creyentes. Pide un
dolor compartido y no una conmiseración sollozante. No más lamentos, sino
deseos de renacer, de mirar hacia adelante, de proceder con fe y esperanza
hacia esa aurora de luz que surgirá aún más cegadora sobre la cabeza de quienes
caminan con los ojos puestos en Dios. Lloremos por nosotros mismos si aún no
creemos en ese Jesús que nos ha anunciado el Reino de la salvación. Lloremos
por nuestros pecados no confesados.
Y
lloremos también por esos hombres que descargan sobre las mujeres la violencia
que llevan dentro. Lloremos por las mujeres esclavizadas por el miedo y la
explotación. Pero no basta compungirse y sentir compasión. Jesús es más
exigente. Las mujeres deben ser amadas como un don inviolable para toda la humanidad.
Para hacer crecer a nuestros hijos, en dignidad y esperanza.
ORACIÓN
Señor
Jesús,
frena
la mano que ataca a las mujeres.
Libera
su corazón del abismo de la desesperación
cuando
se convierten en víctimas de la violencia.
Enjuga
su llanto cuando se encuentran solas.
Y
abre nuestro corazón para compartir todo dolor,
con
sinceridad y fidelidad,
más
allá de la compasión natural,
para
hacernos instrumentos de la verdadera liberación. Amén.
NOVENA
ESTACIÓN
Jesús
cae por tercera vez
Superar
la nociva nostalgia
«¿Quién
podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?… Pero en
todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
San
Pablo enumera sus pruebas, pero sabe que Jesús ha pasado antes por ellas, que
en el camino hacia el Gólgota cayó una, dos, tres veces. Destrozado por la
tribulación, la persecución, la espada; oprimido por el madero de la cruz.
Exhausto. Parece decir, como nosotros en tantos momentos de oscuridad: «¡Ya no
puedo más!».
Es
el grito de los perseguidos, los moribundos, los enfermos terminales, los
oprimidos por el yugo.
Pero
en Jesús se ve también su fuerza: «Si hace sufrir, se compadece» (Lm 3,32). Nos
muestra que en la aflicción siempre está su consuelo, un «más allá» que se
entrevé en la esperanza. Como la poda de la vid que el Padre celestial, con
sabiduría, hace precisamente con los sarmientos que dan fruto (cf. Jn 15,8).
Nunca para cercenar, sino siempre para rebrotar. Como una madre cuando llega su
hora: se inquieta, gime, sufre en el parto. Pero sabe que son los dolores de la
nueva vida, de la primavera en flor, precisamente por esa poda.
Que
la contemplación de Jesús caído, pero capaz de ponerse en pie, nos ayude a
vencer la congoja que el temor por el mañana imprime en nuestro corazón,
especialmente en este tiempo de crisis. Superemos la nociva nostalgia del
pasado, la comodidad del inmovilismo, del «siempre se ha hecho así». Ese Jesús
que se tambalea y cae, pero que luego se levanta, es la certeza de una
esperanza que, alimentada por la oración intensa, nace precisamente durante la
prueba, y no después de la prueba ni sin prueba. Por la fuerza de su amor,
saldremos más que victoriosos.
ORACIÓN
Señor
Jesús,
te
rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta
a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del pueblo
y
asígnales un puesto de honor.
Quiebra
el arco de los fuertes y reviste a los débiles de vigor,
porque
sólo tú nos haces ricos precisamente con tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9).
Amén.
DÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús
es despojado de las vestiduras
La
unidad y la dignidad
«Los
soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes,
una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura,
tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: “No la rasguemos, sino
echémosla a suerte, a ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura: “Se
repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica”. Esto hicieron los
soldados»(Jn 19,23-24).
No
dejaron ni un trozo de tela que cubriera el cuerpo de Jesús. Lo despojaron. No
tenía manto ni túnica, ningún vestido. Lo desnudaron como un acto de
humillación extrema. Sólo le cubría la sangre, que borbotaba de sus numerosas
heridas.
La
túnica queda intacta: es símbolo de la unidad de la Iglesia, una unidad que se
ha de recobrar mediante un camino paciente, una paz artesana, construida día a
día en un tejido recompuesto con los hilos de oro de la fraternidad, en un
clima de reconciliación y perdón mutuo.
En
Jesús, inocente, despojado y torturado, reconocemos la dignidad violada de
todos los inocentes, especialmente de los pequeños. Dios no impidió que su
cuerpo despojado fuera expuesto en la cruz. Lo hizo para rescatar todo abuso
injustamente cubierto, y demostrar que él, Dios, está irrevocablemente y sin
medias tintas de parte de las víctimas.
ORACIÓN
Señor
Jesús,
queremos
volver a ser inocentes como niños,
para
poder entrar en el reino de los cielos,
purificados
de nuestra suciedad y de nuestros ídolos.
Retira
de nuestro pecho el corazón de piedra de las divisiones,
que
hacen a tu Iglesia poco creíble.
Danos
un corazón nuevo y un espíritu nuevo,
para
vivir según tus preceptos
y
observar y poner en práctica tus leyes. Amén.
UNDÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús
clavado en la cruz
En
el lecho de los enfermos
«Lo
crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que
se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de
la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos
bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura
que dice: “Lo consideraron como un malhechor”» (Mc 15,24-28).
Y
lo crucificaron. La pena de los infames, de los traidores, de los esclavos
rebeldes. Esta es la pena que se aplica a nuestro Señor Jesús: ásperos clavos,
dolor lacerante, la congoja de la madre, la vergüenza de verse acomunado a dos
bandidos, la ropa repartida entre los soldados como un botín, la burlas crueles
de quienes pasaban por allí: «A otros ha salvado y él no se puede salvar…, que
baje ahora de la cruz y le creeremos» (Mt 27,42).
Y
lo crucificaron. Jesús no desciende, no abandona la cruz. Permanece obediente
hasta el fin a la voluntad del Padre. Ama y perdona.
También
hoy, como Jesús, muchos hermanos y hermanas nuestros están clavados al lecho de
dolor, en hospitales, asilos de ancianos, en nuestras familias. Es el tiempo de
la prueba, de días amargos, de soledad e incluso de desesperación: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
Que
nuestra mano nunca sea para clavar, sino siempre para acercar, consolar y
acompañar a los enfermos, levantándolos de su lecho de dolor. La enfermedad no
pide permiso. Llega siempre de improviso. A veces trastoca, limita los
horizontes, pone a dura prueba la esperanza. Su hiel es amarga. Sólo si tenemos
junto a nosotros a alguien que nos escucha, que nos es cercano, que se sienta
en nuestro lecho…, entonces la enfermedad puede convertirse en una gran escuela
de sabiduría, en encuentro con el Dios paciente. Cuando alguno toma sobre sí
nuestra enfermedad por amor, también la noche del dolor se abre a la luz
pascual de Cristo crucificado y resucitado. Lo que humanamente es una condena,
puede transformarse en un ofrecimiento redentor por el bien de nuestras
comunidades y familias. A ejemplo de los Santos.
ORACIÓN
Señor
Jesús,
no
te alejes de mí,
siéntate
en mi lecho de dolor y hazme compañía.
No
me dejes solo, tiende tu mano y levántame.
Yo
creo que tú eres el Amor,
y
creo que tu voluntad es la expresión de tu amor;
por
eso me encomiendo a tu voluntad,
porque
me confío a tu amor. Amén.
DUODÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús
muere en la cruz
El
suspiro de las siete palabras
«Después
de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la
Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando
una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la
boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la
cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,28-30).
Las
siete palabras de Jesús en la cruz son una obra maestra de esperanza. Jesús,
lentamente, con pasos que también son los nuestros, atraviesa toda la oscuridad
de la noche, para abandonarse confiado en los brazos del Padre. Es el gemido de
los moribundos, el grito de los desesperados, la invocación de los perdedores.
Es Jesús.
«Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es el grito de Job, de
todo hombre bajo el peso de la desgracia. Y Dios guarda silencio. Calla porque
su respuesta está allí, en la cruz: él mismo, Jesús, es la respuesta de Dios,
Palabra eterna encarnada por amor.
«Acuérdate
de mí…» (Lc 23,42). La invocación fraterna del malhechor, convertido en
compañero de dolor, llega al corazón de Jesús, que siente en ella el eco de su
propio dolor. Y Jesús acoge la súplica: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc
23,42-43). El dolor del otro nos redime siempre, porque nos hace salir de
nosotros mismos.
«Mujer,
ahí tienes a tu hijo…» (Jn 19,26). Pero es su Madre, María, que estaba con Juan
al pie de la cruz, rompiendo el acoso del miedo. La llena de ternura y
esperanza. Jesús ya no se siente solo. Como nos pasa a nosotros cuando junto al
lecho del dolor está quien nos ama. Fielmente. Hasta el final.
«Tengo
sed» (Jn 19,28). Como el niño pide de beber a su mamá; como el enfermo abrasado
por la fiebre… La sed de Jesús es la todos los sedientos de vida, de libertad,
de justicia. Y es la sed del mayor de los sedientos, Dios, que infinitamente
más que nosotros tiene sed de nuestra salvación.
«Está
cumplido» (Jn 19,30). Todo cumplido: cada palabra, cada gesto, cada profecía,
cada instante de la vida de Jesús. El tapiz está completo. Los mil colores del
amor lucen ahora con hermosura. Nada se ha desperdiciado. Nada se ha desechado.
Todo se ha convertido en amor. Todo está cumplido, para mí y para ti. Y, así,
también el morir tiene un sentido.
«Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Ahora, heroicamente,
Jesús sale del miedo a la muerte. Porque si vivimos en el amor gratuito, todo
es vida. El perdón renueva, sana, transforma y consuela. Crea un pueblo nuevo.
Frena las guerras.
«Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Ya no más desesperación ante
la nada. Más bien plena confianza en sus manos de Padre, recostado en su
corazón. Porque, en Dios, cada fragmento se compone finalmente en unidad.
ORACIÓN
Oh
Dios, que en la pasión de Cristo nuestro Señor,
nos
has liberado de la muerte, heredad del antiguo pecado,
transmitida
a todo el género humano,
renuévanos
a imagen de tu Hijo;
y,
así como hemos llevado en nosotros por nacimiento
la
imagen del hombre terrenal,
haz
que, por la acción de tu Espíritu,
llevemos
la imagen del hombre celestial.
Por
Cristo nuestro Señor. Amén.
DECIMOTERCERA
ESTACIÓN
Jesús
es bajado de la cruz y entregado a su Madre
El
amor es más fuerte que la muerte
«Al
anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también
discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato
mandó que se lo entregaran» (Mt 27,57-58).
Antes
de ser puesto en la tumba, Jesús es entregado finalmente a su Madre. Es el
icono de un corazón destrozado, que nos dice cómo la muerte no impide el último
beso de la madre a su hijo. Postrada ante el cuerpo de Jesús, María se encadena
a él en un abrazo total. Este icono se llama simplemente «Piedad». Es
desgarrador, pero demuestra que la muerte no quiebra el amor. Porque el amor es
más fuerte que la muerte. El amor puro es perdurable. Ha llegado la tarde. La
batalla está vencida. El amor no se ha truncado. Quién está dispuesto a
sacrificar su vida por Cristo, la encontrará. Transfigurada más allá de la
muerte.
En
esta trágica entrega, se mezclan lágrimas y sangre. Como en la vida de nuestras
familias, atribuladas a veces por pérdidas imprevistas y dolorosas, creando un
vacío insalvable, sobre todo cuando muere un niño.
Piedad,
entonces, significa hacerse cercanos de los hermanos en luto y que no se
resignan. Es una caridad muy grande cuidar de quien está sufriendo en el cuerpo
llagado, en la mente deprimida, en el ánimo desesperado. Amar hasta el final es
la suprema enseñanza que nos han dejado Jesús y María. Y la misión fraterna
diaria de consuelo, que se nos entrega en este abrazo fiel entre Jesús muerto y
su Madre Dolorosa.
ORACIÓN
Oh,
Virgen de los Dolores,
que
en nuestros santuarios nos muestras tu rostro de luz,
mientras
que con los ojos hacia el cielo
y
las manos abiertas
ofreces
al Padre un signo de ofrenda sacerdotal,
la
víctima redentora de tu Hijo Jesús.
Muéstranos
la dulzura del último fiel abrazo
y
danos tu maternal consuelo,
para
que el dolor cotidiano
nunca
apague la esperanza de vida más allá de la muerte. Amén.
DECIMOCUARTA
ESTACIÓN
Jesús
es puesto en el sepulcro
El
jardín nuevo
«Había
un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo
donde nadie había sido enterrado todavía… Allí pusieron a Jesús» (Jn 19,41-42).
Aquel
jardín, donde se encuentra la tumba en la que Jesús fue sepultado, recuerda
otro jardín: el Jardín del Edén. Un jardín que, a causa de la desobediencia,
perdió su belleza y se convirtió en desolación, lugar de muerte en vez de vida.
Las
ramas silvestres que nos impiden respirar la voluntad de Dios, como el apego al
dinero, la soberbia, el derroche de la vida, se han de cortar e injertarlas
ahora en el madero de la cruz. Este es el nuevo jardín: la cruz plantada en la
tierra.
Desde
allí, Jesús puede ahora llevar todo a la vida. Cuando retorne de los abismos
infernales, donde Satanás ha encerrado a muchas almas, comenzará la renovación
de todas las cosas. Aquel sepulcro representa el fin del hombre viejo. Y, como
para Jesús, Dios tampoco ha permitido para nosotros que sus hijos fueran
castigados con la muerte definitiva. La muerte de Cristo abate todos los tronos
del mal, basados en la codicia y la dureza de corazón.
La
muerte nos desarma, nos hace entender que estamos expuestos a una existencia
terrenal que termina. Pero, ante ese cuerpo de Jesús puesto en el sepulcro,
tomamos conciencia de lo que somos: criaturas que, para no morir, necesitan a
su Creador.
El
silencio que rodea ese jardín nos permite escuchar el susurro de una suave
brisa: «Yo soy el que vive, y yo estoy con vosotros» (cf. Ex 3,14). El velo del
templo se rasgó. Finalmente vemos el rostro de nuestro Señor. Y conocemos
plenamente su nombre: misericordia y fidelidad, para no quedar nunca confusos,
ni siquiera ante la muerte, porque el Hijo de Dios fue libre en medio de los
muertos (cf. Sal 87,6 Vulg.).
ORACIÓN
Protégeme,
oh Dios, en ti me refugio.
Tú
eres mi heredad y mi copa,
en
tus manos está mi vida.
Te
pongo siempre ante mí, como mi Señor,
contigo
a mi derecha, no vacilaré.
Por
eso se me alegra el corazón, se regocija mi alma,
y
también mi carne descansa segura.
No
abandones mi vida en el abismo
ni
dejes a tu fiel conocer la corrupción.
Me
enseñarás el sendero de la vida,
me
saciarás de gozo en tu presencia,
de
alegría perpetua a tu derecha. Amén.
(cf.
Sal 15)
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