El culto mariano es obligatorio y
necesario, como respuesta de nuestra parte a la importantísima misión que Dios
ha confiado a su santísima Madre. Este culto pertenece a la sustancia misma de
la religión cristiana; y es importantísimo, para la glorificación de Dios y
nuestra propia santificación, que la devoción mariana sea llevada a su más
elevada perfección, a fin de que se adapte plenamente al plan divino. Este
perfeccionamiento se impone especialmente en nuestro tiempo, en que el
Misterio de María ha sido iluminado con una luz más viva que en ninguna otra
época de la historia del cristianismo. Todo esto lo hemos visto hasta aquí.
Ahora se nos plantea otra gran
pregunta: ¿Cómo organizar este culto mariano? ¿De qué elementos debe
componerse, de qué cualidades debe estar revestido, para realizar íntegramente
el plan de Dios y responder plenamente a la misión singular de María? Vamos a
tratar de contestar a esta pregunta, después de adelantar algunos principios
según los cuales parece que ha de organizarse nuestra vida mariana.
1º Nuestro
culto mariano, ante todo, ha de tener en cuenta el valor intrínseco de la
Santísima Virgen misma, o más justamente, de su «conjunctio cum Deo»,
de su acercamiento a Dios, de su unión con Dios, que es la «ratio formalis»,
la razón propia del culto debido a los santos. Ahora bien, en María esta unión
a Dios es totalmente singular y excepcional. Ella está unida de la manera más
estrecha con Dios por medio de la gracia santificante, cuya plenitud
recibió, una plenitud que le es propia; pero sobre todo por medio de la maternidad
divina, que después de la unión hipostática es el lazo más estrecho con
Dios que se pueda concebir. Por esta Maternidad la Santísima Virgen queda
puesta en un orden aparte. Según una frase célebre, Ella llega a los confines
de la Divinidad, y posee una dignidad infinita en razón de su término. Por este
doble título le corresponde, por lo tanto, fuera y por encima de todos los
ángeles y santos, un culto particular, de un género especial, que tiene en el
lenguaje de la Iglesia un nombre propio. Honramos a los santos con un culto de dulía;
debemos a María el culto de hiperdulía.
2º Nuestro culto mariano debe
luego tener en cuenta la misión singular de la Santísima Virgen, cuyos
diferentes aspectos hemos recordado. Es preciso que nuestro culto mariano
apunte a hacer posible y fácil el cumplimiento de su papel de Corredentora del
género humano, de Mediadora de todas las gracias, de Madre de todas las almas,
de Adversaria de Satanás y Generala de los ejércitos divinos, y de Reina del
reino de Dios. Es preciso, pues, que nuestro culto mariano abrace y reúna toda
clase de actitudes, de matices, que respondan a los diferentes aspectos del
papel múltiple, pero único, que el Señor le ha asignado. Nuestra devoción
mariana, bajo pretexto de ser simple, no ha de ser unilateral, «uniforme»; al
contrario, para adaptarse al plan de Dios, ha de ser rica y multiforme.
3º Y cuando se reflexiona
seriamente en este plan divino sobre María, uno se admira, por una parte, de la
universalidad de la intervención de la Santísima Virgen en las
intervenciones sobrenaturales divinas; y, por otra parte, de la pluralidad
de las influencias que Dios le ha reservado en la realización de sus designios.
Universalidad de la intervención de
Nuestra Señora. Por voluntad de Dios, Ella se encuentra siempre y en todas
partes junto a Cristo: en las profecías y figuras del Antiguo Testamento; en
toda la vida de Jesús en la tierra, especialmente en las horas dominantes y
características de esta vida; y también en todas las consecuencias de la vida y
muerte de Cristo: Pentecostés, la santificación de las almas, la edificación
del reino de Dios sobre la tierra, ya visto bajo su aspecto positivo, ya visto
bajo el aspecto negativo de lucha contra Satán y contra todas las potestades
perversas; igualmente, en la consumación, por la gloria eterna, de la obra
glorificadora de Dios y santificadora de los hombres. Todavía no se lo ha
tenido suficientemente en cuenta: toda operación divina sobrenatural es
mariana, siempre y en todas partes mariana, realizada invariablemente por y
con María, y esto hasta en sus más humildes detalles, como la aplicación
de la menor gracia actual; de manera parecida a como el corazón hace sentir
universalmente su acción, propulsando la sangre hasta las más finas
ramificaciones de la circulación sanguínea.
Para
determinar nuestra actitud respecto a la Santísima Virgen, no se ha tenido
tampoco en cuenta lo suficiente, a lo que parece, la multiformidad de las
intervenciones que Dios ha dejado a María en todas sus obras de gracia.
Para la Encarnación le ha concedido una cuádruple influencia: de mérito, de
oración, de consentimiento y de producción física materna. En el Misterio de la
Cruz, nos explican los teólogos, Ella colabora de los cinco modos con que
Cristo, según la doctrina de Santo Tomás, operó nuestra salvación: por modo de
satisfacción, de mérito, de redención, de sacrificio y de causalidad eficiente.
En el misterio de la comunicación de la gracia, prolongación encantadora de la
Encarnación, encontramos también, aunque con alguna ligera adaptación, la
cuádruple causalidad señalada a propósito de la Encarnación: Ella nos ha
merecido toda gracia, Ella nos la destina y consiente a ella por un acto libre
y consciente de su voluntad, Ella la obtiene por su omnipotente oración, y Ella
la produce probablemente en el alma por su operación física ministerial.
4º El
culto mariano puede y debe ser exterior, por más de un motivo. Es un postulado
de la naturaleza humana, y los derechos de María sobre nuestro cuerpo lo
reclaman. Las prácticas exteriores, de ordinario, contribuyen no poco a
despertar o reavivar las disposiciones interiores del alma. Pero, en orden
principal, nuestro culto mariano debe ser interior, espiritual. El culto
exterior sólo tiene valor en la medida en que es llevado y sostenido por las
disposiciones internas del alma. Espiritualización de la vida mariana
significará de ordinario perfeccionamiento y progreso. Debemos honrar a María
como adoramos a Dios, «in spiritu et veritate», en espíritu y en verdad.
5º San
Luis María de Montfort, en una obra que sin duda nunca fue superada, enumera
una veintena de prácticas exteriores e interiores de la verdadera Devoción a
María, y añade que no sería difícil alargar esta lista [1]. Esta multiplicidad, esta variedad de prácticas correría a veces
el riesgo de causar una cierta confusión, una especie de dispersión en las
almas. No siempre se sabrá clasificar estas diferentes prácticas según su valor
respectivo, discernir lo accesorio de lo principal; y no es raro que personas
de buena voluntad se sobrecarguen de prácticas, hasta comprometer una tendencia
seria y efectiva a la perfección, que pide calma y serenidad. Por eso, es muy
deseable que las prácticas marianas sean unificadas, sistematizadas, agrupadas
alrededor de un núcleo central, de modo que sea fácil abarcarlas con una
mirada, discernir el valor relativo de cada una, y alcanzar así, en fin, la
unidad en la variedad, y la variedad en la unidad.
Para
aplicar todos estos principios y seguir todas estas directivas, parece que no
podemos hacer nada mejor que ponernos a la escuela de San Luis María de Montfort.
Los mejores teólogos de nuestra época consideran que su libro es incomparable.
Lo que en él nos presenta no es, en sus grandes líneas, una devoción
particular, destinada a tal congregación o a tal grupo de almas especialmente
orientadas. Si se la mira de cerca, se echará de ver que se trata de la buena
devoción mariana tradicional, católica, pero llevada a su más elevada
perfección con toda la lógica del espíritu y del corazón. Por lo demás, es
indudable que todos los elementos de su doctrina mariana se encuentran
explícitamente en la Tradición. Pero en ninguna parte, que sepamos,
encontraremos agrupados, coordinados y sistematizados todos estos elementos
teóricos y prácticos, como en este gran maestro de la vida mariana, de manera
que la práctica de la vida mariana resulte considerablemente más clara y fácil.
Parece
también que esta doctrina responde a todas las exigencias que hemos formulado.
De este modo el pensamiento y el culto de María se introducen en el corazón
mismo de la vida cristiana, que por este solo motivo queda «marializada»
totalmente y de más de una manera. Encontramos aquí a la vez la multiplicidad y
la unidad, lo interior como elemento principal, sin excluir las mejores
prácticas exteriores.
R. P. J. Mª Hupperts S.M.M
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