Para
establecer la necesidad del culto mariano en general, y el valor de una vida
mariana más perfecta en particular, partimos de un principio indiscutible, el
que Cristo mismo formuló como línea general de conducta, aunque lo hiciese con
motivo de un precepto particular: «Lo que Dios ha unido no lo separe el
hombre».
1º El Padre Billot S. J. razonaba con justeza y claridad cuando escribía: «María, en la religión
cristiana, es absolutamente inseparable de Cristo,
tanto antes como después de la Encarnación: antes de la Encarnación, en la espera y en la expectativa del mundo; después
de la Encarnación, en el culto y en el amor de la Iglesia.
En efecto, somos llamados y vinculados de nuevo a las cosas celestiales sólo por la Pareja bienaventurada que es la Mujer y su Hijo. Por donde concluyo que el culto a la Santísima Virgen es una nota negativa
de la verdadera religión cristiana. Digo: nota negativa;
porque no es necesario que dondequiera se encuentre este culto, se encuentre la verdadera Iglesia;
pero al menos donde este culto está ausente, por el mismo hecho no se encuentra
la auténtica religión
cristiana. Y es que la verdadera cristiandad no podría ser la que trunca la naturaleza de nuestra “religación” por Cristo, instituida por Dios, separando
al Hijo bendito de la Mujer de la cual procede» [1].
De
donde resulta que el culto a la Santísima Virgen, considerado de manera general
y objetivamente hablando, es necesario para la salvación y, por lo tanto,
gravemente obligatorio. Quien se negara a tener un mínimo de devoción mariana,
se pondría en serio peligro de comprometer su destino eterno, porque se negaría
a emplear para este fin un medio y una mediación que Dios ha querido utilizar
en toda la línea de su obra santificadora, y del que también nosotros debemos
servirnos, por consiguiente, para alcanzar nuestro fin supremo.
2º El culto mariano pertenece a
la sustancia misma del cristianismo. Es esta una verdad que no ha penetrado
suficientemente en el espíritu de gran número de cristianos. Para ellos la
devoción mariana es, sin duda, muy buena y recomendable, pero en definitiva
secundaria, si no facultativa. Es un error fundamental. La fórmula del cristianismo,
ya se lo considere como la venida de Dios a nosotros, ya como nuestra ascensión
hacia El, no es Jesús solamente, sino Jesús-María. Sin duda podría haber sido
de otro modo, ya que Dios no tenía ninguna necesidad de María; pero quiso El
que fuera así. Es lo que había comprendido perfectamente uno de los mayores
escritores espirituales del siglo XIX, Monseñor Gay, cuando escribía: «Por
eso quienes no otorgan a María en ese mismo cristianismo más que el lugar de
una devoción, aunque sea el de una devoción principal, no entienden bien la
obra de Dios y no tienen el sentido de Cristo… Ella pertenece a la sustancia
misma de la religión».
3º
Una tercera conclusión que se impone irresistiblemente a nosotros como un «principium per se notum», esto es, como un principio
evidente, es que adaptarnos plenamente en este campo al plan de Dios, concediendo íntegramente a Nuestra Señora,
en nuestra vida, el lugar que le corresponde según este mismo plan divino,
debe acarrear las más preciosas
ventajas, no sólo para cada alma en particular, sino también para todo el conjunto de la Iglesia
de Dios. María es, por libre voluntad
de Dios, un eslabón importante e indispensable en la cadena de las causalidades elevantes
y santificantes que se ejercen
sobre las almas. Es evidente
que este divino mecanismo funcionará más fácil y seguramente cuando,
por el reconocimiento teórico y práctico del papel de María, le facilitemos el ejercicio de sus funciones
maternas y mediadoras en nuestra alma y en la comunidad
cristiana.
4º Al contrario, las lagunas
en esta materia, lagunas culpables y voluntarias, e incluso las lagunas
inconscientes, aunque no en el mismo grado, han de resultar funestas tanto para
el individuo como para la sociedad. Un organismo no se compone solamente de la
cabeza y del cuerpo con sus miembros: el cuello es un órgano de contacto
indispensable entre la cabeza y los miembros. O más exactamente aún: un ser
humano no debe disponer solamente de un cerebro, centro de todo el sistema
nervioso; ya que no podría subsistir y ejercer su actividad sin otro órgano
central, el corazón. Ahora bien, María es el cuello o —metáfora más exacta y
más impresionante aún— el Corazón de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.
El
Padre Faber, que junto a Monseñor Gay fue la figura más sobresaliente de la
literatura espiritual del siglo XIX, lo constataba de manera penetrante.
Después de recordar toda clase de miserias, deficiencias y debilidades en sus
correligionarios, prosigue: «¿Cuál es, pues, el remedio que les falta? ¿Cuál
es el remedio indicado por Dios mismo? Si nos referimos a las revelaciones de
los santos, es un inmenso crecimiento de la devoción a la Santísima Virgen;
pero, comprendámoslo bien, lo inmenso no tiene límites. Aquí, en Inglaterra, no
se predica a María lo suficiente, ni la mitad de lo que fuera debido. La
devoción que se le tiene es débil, raquítica y pobre… Su ignorancia de la
teología le quita toda vida y toda dignidad; no es, como debería serlo, el
carácter saliente de nuestra religión; no tiene fe en sí misma. Y por eso no se
ama bastante a Jesús, ni se convierten los herejes, ni se exalta a la Iglesia;
las almas que podrían ser santas se marchitan y se degeneran; no se frecuenta
los sacramentos como es debido; no se evangeliza a las almas con entusiasmo y
celo apostólicos; no se conoce a Jesús, porque se deja a María en el olvido…
Esta sombra indigna y miserable, a la que nos atrevemos a dar el nombre de
devoción a la Santísima Virgen, es la causa de todas estas miserias, de todas
estas tinieblas, de todos estos males, de todas estas omisiones, de toda esta
relajación… Dios quiere expresamente una devoción a su santa Madre muy
distinta, mucho mayor, mucho más amplia, mucho más extensa» [2].
Faber,
es cierto, escribía para su país y para su tiempo. Nuestra época,
incontestablemente, ha realizado progresos en este ámbito, y los católicos de
todos los países no tienen que luchar con las mismas dificultades que los que
viven en medio de una población con una mayoría protestante aplastante. Pero
eso no quita que hay un fondo de verdad en esta queja: la falta de una devoción
íntegramente adaptada al plan de Dios es causa de lagunas y de debilidad espiritual.
Y no podemos menos que suscribir las aspiraciones del pastor anglicano
convertido: «¡Oh, si tan sólo se conociera a María, ya no habría frialdad
con Jesucristo! ¡Oh, si tan sólo se conociera a María, cuánto más admirable
sería nuestra fe, y cuán diferentes serían nuestras comuniones! ¡Oh, si tan
sólo se conociera a María, cuánto más felices, cuánto más santos, cuánto menos
mundanos seríamos, y cuánto mejor nos convertiríamos en imágenes vivas de
Nuestro Señor y Salvador, su amadísimo y divino Hijo!».
5º Demos
un nuevo paso adelante en nuestras conclusiones y constataciones. Es sumamente
deseable e importante para la salvación y santificación de las almas, y para la
obtención del reino de Dios en la tierra, llevar el culto mariano a su
perfección en nuestra alma y en todas las almas: «De Maria numquam satis»
—sin exageración ninguna, por supuesto; la cual, por otra parte, es imposible
desde que nos acordamos de que María es una criatura—. Debemos en todo, y por
lo tanto también en la materia que nos ocupa, apuntar a la perfección, y a la
perfección más elevada.
6º Apuntar
a la perfección del culto mariano se impone especialmente en nuestra época.
Todo el mundo reconoce que desde hace 80 años, y muy especialmente desde hace
unos 30 años, el «Misterio de María» se ha impuesto a la atención de la
Iglesia, tanto docente como discente, y que este Misterio ha sido comprendido
con más claridad y profundizado singularmente. Es una de las grandes gracias de
nuestro tiempo. Es evidente que a este conocimiento más neto y más profundo de
la doctrina mariana, y muy especialmente de la misión de Nuestra Señora, debe
responder una devoción creciente, intensificada. Como cristianos del siglo XX,
debemos buscar y aceptar ávidamente las formas más ricas y más elevadas de la devoción
mariana, o, como se dice más justamente hoy, de la «vida mariana».
Este
proceso lo vemos realizarse ante nuestros ojos en la Iglesia de Dios, por la
acción profunda y poderosa del Espíritu Santo, y bajo la influencia y dirección
de la santa Jerarquía. En todas partes sale a la luz una convicción casi
unánime de que vivimos «la hora de María, la época de María, el siglo de
María». El acontecimiento mariano grandioso de que acabamos de ser testigos
dichosos, la definición dogmática de la Asunción corporal de Nuestra Señora, es
una nueva y poderosa prueba de ello. Ha llegado el tiempo predicho por Montfort,
«este tiempo feliz en que la divina María será establecida Dueña y Soberana
en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su grande y único
Jesús…, en que las almas respirarán a María, tanto como los cuerpos respiran el
aire…, y en que como consecuencia de ello acaecerán cosas maravillosas en estos
bajos lugares» [3]. Se está cumpliendo la voluntad formal de Dios: «Dios quiere
que su santa Madre sea al presente más conocida, más amada, más honrada que
nunca». Y Montfort añade unas palabras que pueden ser una introducción y
una transición a lo que hemos de explicar en lo que sigue: «Lo que sucederá,
sin duda, si los predestinados entran, con la luz y la gracia del Espíritu
Santo, en la práctica interior y perfecta que yo les descubriré a continuación»
[4].
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