Conviene
evocar en todas las cosas la memoria de la gloriosísima Virgen María, Madre
bendita de Jesús, a cuyos méritos y ruegos te debes encomendar cada día y
recurrir a ella en todas las necesidades como acude a su querida madre el hijo
cubierto de llagas. Pues el dulce nombre de María da confianza al que la invoca
y la llama. Y ella está dispuesta a decir cosas buenas a su hijo Jesús a favor
del alma atribulada y miserable.
Si
María, con los santos en el cielo, no rogara diariamente por el mundo, ¿cómo
podría permanecer aún el mundo, que tanto ofende a Dios con tan graves pecados
y tan poca enmienda?
María,
pues, ha de ser invocada por todos los cristianos: por los justos y los
pecadores, y principalmente por los religiosos y personas consagradas, que
tienen el propósito de la continencia y por medio de santos deseos suspiran por
las cosas del cielo y nada quieren tener ni obrar con el mundo.
Mas
¿qué se ha de pedir? Pide, en primer lugar, el perdón de tus pecados; después,
la virtud de la continencia y humildad, que es un don muy grato a Dios, para
que siempre aparezcas humilde en presencia de Dios y desees ser tomado por vil
y miserable y no te gloríes de ningún bien, no vayas a perder todo lo que
pareces tener. Lamenta estar tan lejos de las verdaderas virtudes, de la
humildad profunda, de la santa pobreza, de la perfecta obediencia, de la
purísima castidad, de la oración devotísima, de la ferviente caridad, que todas
estas cosas estuvieron plenísimamente en María, la Madre de Dios.
Por
tanto, arrójate a sus pies como pobre mendigo para que al menos adquieras el
mínimo grado de estas virtudes, ya que por tu desidia no puedes subir al
máximo. Cualquier cosa que desees, pídelo humildemente por manos de la
bienaventurada María, porque con sus gloriosos méritos son ayudados los que
están en el purgatorio y en la tierra.
Gran
gracia, gran gloria la suya en Jesús, su Salvador, sobre todos los santos en el
cielo; pero todo para nosotros que vivimos en el mundo.
Confíate,
pues, con seguridad a la fidelidad de aquella cuyas oraciones son escuchadas
por Dios, no pidiendo, sin embargo, ni buscando otra cosa sino lo que agrada a
ella y a su amado Hijo y conviene a tu salvación, como saben ellos mejor.
Rogar
por los pecadores y conservar el corazón en la humildad agrada mucho a Dios y a
la bienaventurada Virgen. Pues ella se glorió ante Dios únicamente de la
humildad, y de lo demás nada dijo; y, a pesar de la gracia que tuvo, no se
apartó de la humildad. Ruegue, pues, por nosotros piadosamente la Virgen María
para que seamos dignos de la gracia de Dios.
P.
Antonio Royo Marín
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