*Año de la Vida Consagrada
VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA
ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II
CON LOS RELIGIOSOS Y LOS MIEMBROS
DE LOS INSTITUTOS SECULARES
MASCULINOS
Madrid, martes 2 de noviembre de
1982
Queridos hermanos,
1. El encuentro de oración en esta
tarde, aquí en Madrid, casi al comienzo de mi peregrinación apostólica por
España, es para mí un inmenso gozo. En efecto, se trata de un encuentro con
personas muy queridas, cuya existencia, consagrada por los tres votos evangélicos,
“pertenece de manera indiscutible a la vida y santidad de la Iglesia” (Lumen
Gentium LG 44).
Pertenecéis a esa inmensa corriente
vital que ha brotado con tanta generosidad en las tierras de España, y que ha
hecho fructificar abundantemente la semilla evangélica en multitud de pueblos
de todo el universo. Familias religiosas de antiguo abolengo y de más reciente
creación, habéis servido con un corazón grande a todos los hombres, de todas
las razas y de todas las lenguas; y, antes y ahora, habéis vivificado el tronco
dos veces milenario de la Iglesia.
Os diré con palabras de San Pablo,
que a continuamente estoy dando gracias a Dios por vosotros, por la gracia de
Dios que se os ha dado en Jesucristo: porque en El habéis sido enriquecidos con
toda suerte de bienes . . ., habiéndose verificado así en vosotros el
testimonio de Cristo” (1Co 4,6). El Papa agradece también la oportunidad de
este encuentro que Santa Teresa de Jesús me ha facilitado, porque ella ha sido
la ocasión que tanto esperaba para poder hablaros al corazón.
Sois una gran riqueza de
espiritualidad y de iniciativas apostólicas en el seno de la Iglesia. De
vosotros depende en buena parte la suerte de la Iglesia.
Esto os impone una grave
responsabilidad y exige una profunda conciencia de la grandeza de la vocación
recibida y de la necesidad de adecuarse cada vez más a ella. Se trata, en
efecto, de seguir a Cristo y, respondiendo afirmativamente a la llamada
recibida, servir gozosamente a la Iglesia en santidad de vida.
2. Vuestra vocación es iniciativa
divina; un don hecho a vosotros y, al mismo tiempo, un regalo para la Iglesia.
Confiados en la fidelidad del que os llamó y en la fuerza del Espíritu, os
habéis puesto a disposición de Dios con los votos de pobreza, castidad consagrada
y obediencia; y esto, no por un tiempo, sino para toda la vida, con un
“compromiso irrevocable”. Habéis pronunciado en la fe un sí para todo y para
siempre. Así, en una sociedad en la que con frecuencia falta la valentía para
aceptar compromisos, y en la que muchos prefieren vanamente una vida sin
vínculos, dais el testimonio de vivir con compromisos definitivos, en una
decisión por Dios que abarca toda la existencia.
Vosotros sabéis amar. La calidad de
una persona se puede medir por la categoría de sus vínculos. Por eso cabe decir
gozosamente que vuestra libertad se ha vinculado libremente a Dios con un
voluntario servicio, en amorosa servidumbre. Y, al hacerlo, vuestra humanidad
ha alcanzado madurez. “Humanidad madura —escribí en la Encíclica “Redemptor
Hominis”—, significa pleno uso del don de la libertad, que hemos obtenido del
Creador, en el momento en el que El ha llamado a la existencia al hombre hecho
a su imagen y semejanza. Este don encuentra su plena realización en la donación
sin reservas de toda la persona humana concreta, en espíritu de amor nupcial a
Cristo y, a través de Cristo, a todos aquellos a los que El envía, hombres o
mujeres, que se han consagrado totalmente a El según los consejos evangélicos.
He aquí el ideal de la vida religiosa, aceptado por las órdenes y
congregaciones, tanto antiguas como recientes, y por los institutos seculares”
(IOANNIS PAULI PP. II Redemptoris Hominis, 21).
Dad siempre gracias a Dios por la
misteriosa llamada que un día resonó en lo íntimo de vuestro corazón: “Sígueme”
(Cfr. Matth Mt 9,9 Io Mt 1,45). “Vende cuanto tienes, dalo a los pobres y
tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme” (Mt 19,21). Esta llamada y
vuestra respuesta —que Dios mismo con su gracia puso en vuestra voluntad y en
vuestros labios— se encuentran en la base de vuestro itinerario personal; es
—no lo olvidéis nunca— la razón de todos vuestros quehaceres.
Revivid una vez y otra en la oración
ese encuentro pastoral con el Señor, que a lo largo de vuestra vida continúa
insistiendo: “Sígueme”. Os diré con San Pablo: “Los dones y la vocación de Dios
son sin arrepentimiento” (Rm 11,26). Fiel es Dios, que no se arrepentirá de
haberlos elegido.
Y cuando en la cotidiana lucha
ascética se hagan necesarias la contrición y la conversión, recordad la
parábola del hijo pródigo y la alegría del Padre. “Esta alegría indica un bien
inviolado: un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su
padre; indica además, un bien hallado de nuevo, que en el caso del pródigo fue
la vuelta a la verdad de sí mismo” (IOANNIS PAULI PP. II Dives in Misericordia
DM 6). Practicad la confesión frecuente, con la periodicidad que aconsejan y
señalan vuestras reglas y constituciones.
Vuestra vocación forma parte
esencial de la verdad más profunda de vosotros mismos y de vuestro destino. “No
me habéis elegido vosotros a Mí —dice el Señor con palabras que se aplican a
vosotros—, sino que Yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y
deis fruto, y vuestro fruto permanezca”. ¡Dios os ha elegido!
3. Vuestro compromiso, adquirido
hace decenios o quizá recientemente, ha de fortalecerse siempre en el Señor. Os
pido una renovada fidelidad, que haga más encendido el amor a Cristo, más
sacrificada y alegre vuestra entrega, más humilde vuestro servicio, sabedores
—os lo diré con Santa Teresa de Jesús—, de que “quien de verdad comienza a
servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la propia vida” (S. TERESA,
Camino de Perfección, 11, 2).
Para eso se requiere la atenta
escucha del misterio de Dios, el diario adentrarse en el amor de Cristo
crucificado, cultivando con empeño la oración, bajo la guía segura de las
fuentes limpias de la espiritualidad cristiana. Leed asiduamente las obras de
los grandes maestros del espíritu. ¡Cuántos tesoros de amor y de fe tenéis al
alcance de la mano en vuestro bello idioma! Y, por encima de todo, saboread con
fe y humildad la Sagrada Escritura, a fin de alcanzar el “sublime conocimiento
de Cristo” (Phil. 3, 8). Sólo en El, mediante su Espíritu, podréis encontrar la
fortaleza necesaria para superar las debilidades experimentadas una y otra vez.
Mantened viva la seguridad de que
vuestra vocación es divina, con una profunda visión de fe alimentada en la
plegaria y en los sacramentos, especialmente en el sacrosanto misterio de la
Eucaristía, fuente y cumbre de toda vida cristiana auténtica. Así superaréis
fácilmente toda incertidumbre acerca de vuestra identidad, y caminaréis de
fidelidad en fidelidad, identificándoos con Cristo desde las bienaventuranzas y
siendo testigos, al mismo tiempo, del reino de Dios en el mundo actual.
Esta fidelidad implica, antes que
nada y como base de todo, un ansia creciente de trato con Dios, de unión
amorosa con El. El consagrado —os digo con San Juan de la Cruz—, “de tal manera
quiere Dios que sea religioso, que haya acabado con todo y que todo se haya
acabado para él, porque El mismo es el que quiere ser su riqueza, consuelo y
gloria deleitable” (S. Juan la Cruz, Carta, 9). Esas ansias de unión con Dios
os harán experimentar la verdad de las palabras del Señor: “Mi yugo es suave y
mi carga ligera” (Mt 11,30). Su yugo es el amor, y su carga es carga de amores.
Y ese mismo amor os hará dulce su peso.
4. Esta dimensión de la entrega
total y de la fidelidad permanente al Amor constituye la base de vuestro
testimonio ante el mundo. De hecho, el mundo busca en vosotros un estilo de
vida sincero y una forma de trabajo que responda a lo que verdaderamente sois.
El testigo no es un simple maestro que enseña lo aprendido, sino que es alguien
que vive y actúa conforme a una profunda experiencia de lo que cree.
Como personas consagradas sois, ante todo,
consagrados precisamente por la profesión y práctica de los consejos
evangélicos; y así vuestra vida tiene que ofrecer un testimonio esencialmente
evangélico. Continuamente tenéis que volveros a Cristo, Evangelio viviente, y
reproducirlo en vuestra vida, en vuestra forma de pensar y trabajar.
Hay que recuperar la confianza en el
valor y actualidad de los consejos evangélicos, que tienen su origen en las
palabras y en el ejemplo de Jesucristo (Cfr. Perfectae Caritatis PC 1). Pobres
como Cristo pobre; obedientes, aceptando esa actitud del corazón de Cristo, que
vino para redimir al mundo no haciendo su voluntad, sino la del Padre que le
envió; y viviendo con todas sus consecuencias la continencia perfecta por el
reino de los cielos, como señal y estímulo de la caridad y como manantial de
fecundidad apostólica en el mundo. Hoy el mundo necesita ver los ejemplos vivos
de aquellos que, dejándolo todo, han abrazado como ideal la vida según los
consejos evangélicos. Es la sinceridad real en el seguimiento radical de Cristo
la que atraerá vocaciones a vuestros institutos, ya que los jóvenes buscan
precisamente esa radicalidad evangélica.
El Evangelio es definitivo y no
pasa. Sus criterios son para siempre. No podéis hacer “relecturas” del
Evangelio según los tiempos, conformándoos a todo lo que el mundo pide. Al contrario,
es preciso leer los signos de los tiempos y los problemas del mundo de hoy, a
la luz indefectible del Evangelio (Cfr. IOANNIS PAULI PP. II Allocutio ad
Episcopos, in urbe «Puebla» aperientis III Coetum Generalem Episcoporum
Americae Latinae habita, I, 4-5, die 28 ian. 1979: Insegnamenti di Giovanni
Paolo II, II (1979) 192-194).
5. Un factor decisivo en todas las
épocas en que la Iglesia ha debido emprender grandes cambios y reformas, ha
sido la fidelidad de los religiosos a su doctrina y normas. Hoy vivimos una de
esas épocas en que es necesario ofrecer al mundo el testimonio de vuestra
fidelidad a la Iglesia.
Los cristianos tienen derecho a
exigir al consagrado que ame a la Iglesia, la defienda, la fortalezca y
enriquezca con su adhesión y obediencia. Esta fidelidad no debe ser meramente
externa, sino principalmente interna, profunda, alegre y sacrificada. Tenéis
que evitar todo lo que pueda hacer creer a los fieles que existe en la Iglesia
un doble magisterio, el auténtico de la jerarquía y el de los teólogos y
pensadores, o que las normas de la Iglesia han perdido hoy su vigor.
No pocos de vosotros estáis
dedicados a la formación teológica de los fieles, a la dirección de centros
educativos o de asistencia y dirigís publicaciones de información y de
formación. A través de todos estos medios, procurad educar integralmente, inculcar
un profundo respeto y amor a la Iglesia y animar a una sincera adhesión a su
Magisterio. No seáis portadores de dudas o de “ideologías”, sino de “certezas”
de fe. El verdadero apóstol y evangelizador, declaraba mi Predecesor Pablo VI,
“será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la
verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad
por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o
deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad” (PAULI VI Evangelii Nuntiandi
EN 78).
Todo esto hay que tenerlo
especialmente presente cuando vuestros oyentes son religiosas que siguen
vuestros cursos y oyen vuestras conferencias. Ante todo, tenéis que transmitir
con fidelidad la doctrina de la Iglesia, esa doctrina que ha quedado expresada
en documentos tan ricos como los del Concilio Vaticano II. En la renovación de
la vida de consagración, que los tiempos nuevos están exigiendo, hay que salvar
la fidelidad al pensamiento y a las normas de la Iglesia; más concretamente, en
campo doctrinal y en materia litúrgica, evitando ciertas posturas críticas
llenas de amargura, que oscurecen la verdad, desconciertan a los fieles y a las
mismas personas consagradas. La fidelidad al Magisterio no es freno para una
recta investigación, sino condición necesaria de auténtico progreso de la
verdadera doctrina.
6. La vida comunitaria es un
elemento esencial, no de la vida consagrada en sí misma, pero sí de la forma
religiosa de esa consagración. Dios ha llamado a los religiosos a santificarse
y a trabajar en comunidad. La vida comunitaria tiene su fundamento no en una
amistad humana, sino en la vocación de Dios, que libremente os ha escogido para
formar una nueva familia; cuya finalidad es la plenitud de la caridad, y cuya
expresión es la observancia de los consejos evangélicos.
Elementos de una verdadera vida
comunitaria son el superior, quien goza de una autoridad (Cfr. Optatam Totius
OT 14) que ha de ejercitar en actitud de servicio; las reglas y tradiciones que
configuran cada familia religiosa; y, finalmente, la Eucaristía, que es el
principio de toda comunidad cristiana; en efecto, cuando participamos en la
Eucaristía, todos comemos el mismo Pan, bebemos la misma Sangre y recibimos un
mismo Espíritu. Por este motivo, el centro de nuestra vida comunitaria no puede
ser otro que Jesús en la Eucaristía.
La dimensión comunitaria debe estar
presente en vuestro trabajo apostólico. El religioso no está llamado a trabajar
como una persona aislada o por su cuenta. Hoy más que nunca es necesario vivir
y trabajar unidos, primero dentro de cada familia religiosa y luego colaborando
con otros consagrados y miembros de la Iglesia. La unión hace la fuerza. Por
otra parte, la vida comunitaria ofrece un campo extraordinario para el
sacrificio propio, para dejarse a sí mismo y pensar en el hermano, abrazando a
todos en la caridad de Cristo.
7. El consagrado es una persona que,
renunciando al mundo y a sí mismo, se ha entregado por completo a Dios y, lleno
de Dios, vuelve al mundo para trabajar por el reino de Dios y por la Iglesia.
La persona del consagrado está
marcada profundamente por esta pertenencia exclusiva a Dios, a la vez que tiene
por objeto de su servicio los hombres y el mundo. La vida y actividad del
consagrado no se pueden reducir a un horizontalismo terreno, olvidando esa
consagración a Dios y esa obligación de impregnar el mundo de Dios. En todas
vuestras actividades tiene que estar presente este fin teológico.
Dentro de la Iglesia existen
diversos carismas, y consecuentemente diversos servicios, que mutuamente se
complementan. No sería justo que los religiosos entrasen en el campo propio de
los seculares: la consagración del mundo desde dentro (Cfr. Lumen Gentium LG 31
Gaudium et Spes GS 43).
Esto no significa que vuestra
consagración religiosa y vuestros ministerios eminentemente religiosos no
tengan una repercusión profunda en el mundo y en el cambio de sus estructuras.
Si el corazón de los hombres no cambia, las estructuras del mundo no podrán
cambiar de una forma eficaz (Cfr. PAULI VI Evangelii Nuntiandi EN 18). El
ministerio de los religiosos se ordena principalmente a obtener la conversión
de los corazones a Dios, la creación de hombres nuevos y a señalar esos campos
donde los seculares, consagrados o simples cristianos, pueden y deben actuar
para cambiar las estructuras del mundo.
A este propósito, quiero expresar mi
más profunda estima, acompañada de mi cordial saludo, a todos los miembros de
los institutos seculares masculinos de España y a los aquí presentes. Vosotros
tenéis vuestra forma peculiar de consagración y vuestro puesto propio dentro de
la Iglesia. Alimentados con una sólida espiritualidad, sed fieles a la llamada
de Cristo y de la Iglesia, para ser válidos instrumentos de transformación del
mundo desde dentro de él.
Pensando en el tema del próximo
Sínodo, quisiera invitaros, religiosos sacerdotes, a valorar como uno de
vuestros primeros ministerios el sacramento de la confesión. Oyendo las
confesiones y perdonando los pecados, estáis eficazmente edificando la Iglesia,
derramando sobre ella el bálsamo que cura las heridas del pecado. Si ha de
realizarse en la Iglesia una renovación del sacramento de la penitencia, será
necesario que el sacerdote religioso se dedique con gozo a este ministerio.
8. Quiero, antes de terminar,
recordaros una característica de los religiosos españoles que, tal vez, está
padeciendo un pasajero eclipse y que es necesario restaurar en todo su antiguo
esplendor: me refiero a la generosidad misionera con la que, miles de consagrados
españoles, entregaron su vida a la tarea apostólica de establecer la Iglesia en
tierras aún por evangelizar. No dejéis que los vínculos de la carne y sangre,
ni el afecto que justamente nutrís por la patria donde habéis nacido y
aprendido a amar a Cristo, se conviertan en lazos que disminuyan vuestra
libertad (Cfr. PAULI VI Evangelii Nuntiandi 69) y pongan en peligro la plenitud
de vuestra entrega al Señor y a su Iglesia. Recordad siempre que el espíritu
misionero de una determinada porción de la Iglesia es la medida exacta de su
vitalidad y autenticidad.
9. Mantened siempre, finalmente, una
tierna devoción a la Santa Madre de Dios. Vuestra piedad para con Ella debe
conservar la sencillez de los primeros momentos. Que la Madre de Jesús, que también
es nuestra Madre, modelo de entrega al Señor y a su misión, os acompañe, os
haga dulce la cruz y os otorgue, en cualquier circunstancia de vuestra vida,
esa alegría y paz inalterables, que sólo el Señor puede dar. En prenda de ella
os doy con afecto mi cordial Bendición.
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