*Año de la Vida Consagrada
Por el P. Severino Mª Alonso CMF
El
escollo de la mediocridad
En todas las formas y estados de vida, la
conversión no es un acto, que se realiza de una vez para siempre, sino un
verdadero proceso, que ha de durar la vida entera. Por eso, no puede darse
nunca por terminado o concluido, sino que debe proseguirse ininterrumpidamente,
sin posible cansancio. Y es que, en realidad, nunca se está del todo
convertido. Y sería un grave síntoma de necesitar urgente conversión, llegar a creer que uno ya está convertido de
veras. Aunque sería más grave todavía ‘no necesitar’ conversión. Porque, no
tiene realmente salvación, quien no la necesita de verdad.
La verdadera conversión -metanoia, en
sentido bíblico- es una transformación radical, es decir, un cambio de toda la
persona por dentro: de su mentalidad, de su lógica interna, de su escala de
valores, de sus actitudes vitales. En realidad, es un permanente y progresivo
reajuste con la mentalidad, la lógica, la escala de valores y las actitudes
vitales de Jesús.
La vida consagrada, por su misma
naturaleza, es una forma especialmente radical de entender y de vivir la
conversión evangélica. Por eso, se consideró siempre la conversio morum -el
cambio de costumbres-, como nota característica de este modo de vida cristiana.
Se trata de cambiar de estilo, adoptando uno de mayor sencillez y austeridad,
marcado por la oración y el ayuno y, sobre todo, por la actitud de servicio en
una comunidad de vida espiritual, fraterna y apostólica. Ya no se trata,
propiamente, de pasar de la incredulidad a la fe, o del escándalo a una vida
ejemplar, y ni siquiera del pecado a la gracia, sino de un grado de fidelidad a
otro de mayor fidelidad todavía, progresando ininterrumpidamente en real
configuración con Jesús, en “su modo de existir y de actuar, como Verbo
encarnado, ante el Padre y ante los hermanos” (cf VC 22). Este proceso no
admite dilación, ni tiene verdaderos límites.
La vida consagrada supone y exige una
actitud permanente de conversión. Por eso, debe ser un ejemplo constante de
crecimiento en el Espíritu, en fidelidad ascendente y progresiva. Sin embargo,
por extraño que pudiera parecer, se da en ella -no pocas veces- un tono de
rutina y hasta de mediocridad. Y es que, cuando se vive más en lógica de
contrato jurídico que de alianza bíblica, suelen predominar las normas sobre
los criterios, lo institucional sobre lo carismático y, en definitiva, la
simple observancia sobre la auténtica fidelidad. De ahí que, fácilmente, uno se
vaya acostumbrando a todo, en el peor sentido de la palabra costumbre.
En este caso -no infrecuente, por
desgracia- se ha perdido ya el entusiasmo, la vibración interior, el anhelo de
de autosuperación y, en consecuencia, la verdadera fidelidad, aunque uno siga
siendo, más o menos, ‘observante’. El religioso o la religiosa mediocre no
comete grandes pecados, ni escandaliza a nadie con su conducta, pues se
mantiene deliberadamente entre lo mandado y lo prohibido, a una prudente y
calculada distancia. Personifica el conformismo y las medias tintas. No es frío
ni calor. Ni siquiera conoce las grandes pasiones. Adopta, de hecho, la
medianía como nivel. Esto es más grave y peligroso, cuando la mediocridad se ha
convertido ya en actitud vital y en estilo de vida. Cuando ya ni siquiera
produce resquemor interior, ni suscita ninguna inquietud salvadora, pues se
vive más por inercia que por decisión personal, cómodamente instalados en la
rutina, envueltos mortecinamente en el ‘sudario’ de unas costumbres y hasta de
unas ‘manías’, que suplantan la verdadera vida.
Es, de veras, una situación lamentable. Pero
que no es fácil superar, porque quien la vive y la ‘padece’ no suele ser muy
consciente de su propia ‘enfermedad’ y, desde luego, en ningún momento la
considera grave.
La misma gracia de Dios ‘resbala’ en la
superficie de un alma ‘acostumbrada’, replegada sobre sí misma, que se cierra a
toda acción divina, lo mismo que el agua no puede penetrar en una superficie
barnizada. La persona ‘mediocre’ se vuelve impermeable a la gracia. Sobre todo,
si ya ha caído en el ‘fariseismo’. Segura, como el fariseo, de sí misma,
amparada tras el cumplimiento de unas normas de moral, ni siquiera experimenta
necesidad de salvación. No tiene llagas que curar. Y resulta que no hay posible
salvación para quien no necesita de verdad la salvación. Porque el mayor pecado
no es ser ‘pecador’, sino creerse justo. Y la más grave de las enfermedades
espirituales no es estar ‘enfermo’, sino creerse sano.
Charles Péguy lo ha hecho notar, hablando
de “les honnêtes gens” -las gentes de bien o los buenos de siempre, los que se
creen y a sí mismos se llaman honrados-. Para ellos, la misma moral se ha
convertido en una especie de coraza, de chaleco blindado, donde se estrellan
inevitablemente las saetas del amor y de la gracia salvadora de Dios. No tienen
ninguna profunda inquietud y no dejan ninguna abertura al Espíritu Santo. Así
se explica que, muchas veces, “mientras la gracia logra victorias inesperadas
en el alma de los mayores pecadores, queda con frecuencia inoperante en las
gentes de bien… Estas no presentan esa entrada a la gracia que es esencialmente
el pecado. Porque no están heridas, tampoco son vulnerables. Porque no tienen
falta de nada, nada se les puede dar. Porque de nada carecen, no pueden recibir
al que lo es todo. La caridad misma de Dios no puede curar a quien no tiene
llagas… Las honnêtes gens no se dejan
penetrar por la gracia. Es una cuestión de física molecular o globular. Eso que
se llama moral es, muchas veces, una capa o barniz que hace al hombre
impermeable a la gracia”1. Por eso, Léon Bloy confesaba:"Un hombre
cubierto de crímenes es siempre interesante, es un blanco estupendo para la
misericordia"2.Y François Mauriac, por su parte, añadía: "En el peor
de todos los criminales se encierran siempre algunos elementos de santidad que
podrían convertirlo en santo; y, por el contrario, en el ser más puro pueden
esconderse algunas posibilidades espantosas”3.
Es más fácil que se convierta de su mala
vida el hijo pródigo que el otro hijo, que se quedó en casa con espíritu de
mercenario y que se creía justo y, desde luego, mucho mejor que su
hermano. Por lo demás, ¿de qué podría
arrepentirse, si todo lo había hecho bien y había cumplido puntualmente todas
las órdenes del padre? (cf Lc 15, 11-32). Es más fácil que se convierta el
publicano-pecador de la parábola, que el fariseo, cumplidor escrupuloso de la
ley, que se consideraba justo y que despreciaba a los demás (cf Lc 18, 9-14;
11, 42).
Georges Bernanos, en Dialogues des
carmélites, sobre el martirio de las Carmelitas del monasterio de Compiègne
(Francia), hace una severa afirmación acerca de este mismo tema: “El estado de
una religiosa mediocre me parece más deplorable que el de un bandido. El
bandido puede convertirse… La religiosa mediocre ya no puede nacer de nuevo,
nació ya y falló en su nacimiento. Salvo un milagro, será siempre un aborto”4.
La mediocridad es lo más abiertamente
opuesto a la vida consagrada, que, por su misma naturaleza y definición, es una
realidad carismática, con todas las notas esenciales del verdadero carisma:
espontaneidad, impulso vigoroso del Espíritu, novedad, audacia, fortaleza, etc.
La mediocridad es la negación práctica de esa dimensión esencialmente
carismática.
Y es que la vida religiosa, vivida en
fidelidad horizontal -siempre lo mismo- como se vive un contrato jurídico, va
apagando los más generosos impulsos y termina o en la mediocridad existencial o
en una nueva forma de legalismo farisaico, impermeable a la acción
transformadora de la gracia. Por el contrario, cuando se vive en lógica de
amistad o de alianza bíblica, es decir, en fidelidad ascendente y progresiva
-cada día, un poco mejor: in dies melius (LG 46)-, en constante anhelo de
superación, en docilidad creciente al Espíritu, se vive en ese ‘proceso’ de
conversión, en que consiste la auténtica y verdadera fidelidad.
Ch. Péguy, Note conjointe sur M. Descartes et
la philosophie cartésienne, en ” Ooeuvres en prose”, Bibliothèque de la
Plèyade, Paris, 1957, t. II., pp. 1333-1334.
L. Bloy,
Le désesperé, Paris, 1886, p. 184.
F. Mauriac,
Los ángeles negros, Planeta,
Madrid, 1968, p. 255.
G. Bernanos, Dialogues desde carmélites,
Paris, 1949, p. 34.
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