“Se levantó de la mesa, se quitó los vestidos y,
tomando un lienzo se ciñó con él. Echó agua en una jofaina y comenzó a lavar
los pies de sus discípulos y a enjugarlos con el lienzo de que estaba ceñido”
(Jn 13, 4-5)
El
evangelista San Juan nos narra de este modo el gesto realizado por Jesús una
vez acabada la Cena pascual con sus Apóstoles.
El lavatorio de los pies está situado entre medias de la institución del
Sacramento de la Eucaristía – Sacrificio,
Presencia y Banquete- y la Pasión del Señor que culmina con su Muerte y
Resurrección.
El
gesto humilde y servicial del Señor se convierte para nosotros en la clave para
interpretar el sentido profundo y misterioso de los acontecimientos pascuales.
Sólo así evitaremos el riesgo de reducir
los sagrados misterios a una dimensión meramente formal y ritualista.
Jesús,
Sumo y Eterno Sacerdote, inaugura y establece la Alianza Nueva y Eterna para la
remisión de los pecados. Se trata
realmente de algo nuevo que lleva a plenitud lo antiguo, infundiéndole
un espíritu nuevo, una virtud nueva y un alcance nuevo. Jesús instituye un
nuevo sacerdocio, no según la carne y descendencia de Aarón y la tribu de
Leví, sino según el espíritu y la unción
del Espíritu Santo; un nuevo culto, no ritualista, formal y vacío, sino
transido de la adoración “en espíritu y
en verdad” que el Padre desea; una nueva ofrenda, no de terneros y machos
cabríos, sino del Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo, cuyo alimento es hacer la voluntad de Aquél que le
ha enviado y cuyo amor le lleva a entregarse
a sí mismo voluntariamente en sacrifico de adoración, de alabanza y de
expiación.
Esta
novedad de la Alianza nueva, sellada en la Sangre de Cristo, y de la Ley nueva,
fundamentada en el amor, es la que el Señor pretende hacernos comprender por
medio del gesto del Lavatorio de los pies. Por lo tanto, para comprender tanto
el misterio eucarístico como el escándalo de la Cruz, como la vida nueva de la
Resurrección, necesitamos contemplar y escudriñar la profundidad que encierra
el gesto humilde de Jesús postrado a ante sus Apóstoles lavándoles los pies.
En realidad, el lavatorio es la clave
interpretativa de toda la vida de Jesús: tanto de su Encarnación, como de sus
palabras y enseñanzas, como de su misión mesiánica. Nos ayuda a situarnos ante
el misterio de su Persona: “El cual, teniendo la naturaleza de Dios, no fue
por usurpación, el ser igual a Dios. Y, no obstante, se anonadó tomando la
forma de siervo, hecho semejante a los demás hombres y reducido a la condición
de hombre. Se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte
de cruz”. ¡Es el Hijo de Dios, humillado y abajado que viene a levantarnos
de nuestra postración y a elevarnos a una categoría insospechada: la categoría
de hijos de adopción!
Todo
su mensaje y sus enseñanzas se orientan
al anuncio y establecimiento de
la Ley nueva cuya fuente está en el corazón de Dios que es Padre de bondad y
misericordia, y cuyo fundamento es el amor vivido en clave de servicio al
prójimo, de entrega e la propia vida, de compasión ante el que sufre y de
perdón sin límites a quien nos haya ofendido.
Y
también su misión mesiánica queda iluminada por el gesto del lavatorio,
mostrando la identificación entre el Maestro que arrodillado en tierra lava los
pies de sus Apóstoles, y el Siervo de Yahvé profetizado por Isaías: “Este es
mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien me complazco. He puesto sobre
él mi espíritu, para que traiga la salvación a las naciones. No gritará, no
alzará la voz, no voceará por las calles; no romperá la caña cascada ni apagará
la mecha que se extingue. Proclamará fielmente la salvación, y no desfallecerá
ni desmayará hasta implantarla en la tierra. Los pueblos lejanos anhelan su
enseñanza” (Is 42, 1-4).
Es
desde esta perspectiva como hemos de acercarnos y situarnos ante el misterio de
los dones que el Señor nos concede en la tarde-noche del Jueves Santo.
El don de la Eucaristía, memorial de la muerte del Señor: “En la cruz se
escondía sólo la divinidad, pero aquí se esconde la humanidad: creo y confieso
ambas cosas y pido lo que pidió el ladrón arrepentido. No veo las llagas como
las vio Tomás, pero creo que eres mi Dios: haz que yo crea más y más en Ti, que
en Ti espere, que te ame” (Adoro Te devote)
El don de la Eucaristía, “pan vivo que da la
vida al hombre: concédele a mi alma que de Ti viva, y que siempre saboree tu
dulzura” (Adoro Te devote)
El don del sacerdocio católico, servicio
ministerial hacia los hermanos in persona Christi capitis –en nombre de
Cristo Cabeza de su Cuerpo-: “¿Entendéis lo que he hecho con vosotros?
Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si Yo,
el Maestro y el Señor, os he lavado los
pies, también vosotros debéis lavaros los pies mutuamente”.
El don del mandato nuevo, la Ley de la Alianza
eterna en la Sangre de Cristo: “Un precepto nuevo os doy: que os améis los
unos a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutuamente” (Jn 13, 34)
Lo
que verdaderamente define al cristiano
es solamente y exclusivamente el Amor: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo
el corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el
primer mandamiento” (Mt 22, 337-38).
“En esto reconocerán todos que sois mis
discípulos: si tenéis caridad unos para con otros” (Jn 13, 35).
“Todo el que ama es nacido de Dios y a Dios
conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4, 7-8).
Este
es el estilo de vida seguido por Cristo hasta sus últimas consecuencias y que
es permanentemente propuesto a sus seguidores: “Si alguno de vosotros quiere
ser grande, sea vuestro servidor; y el que de vosotros quiera ser el primero,
sea siervo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 43-45)
No
se nos da, ni tampoco necesitamos, otro referente para examinarnos a nosotros
mismos y comprobar si en verdad somos seguidores de Cristo, no sólo de palabra,
sino de obra. Esta es la confirmación segura acerca de si la vida de Cristo
rebosa en nuestro corazón, o por el contrario permanecemos todavía en la muerte
espiritual, preludio de muerte eterna: “Sabemos que hemos sido trasladados
de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en
la muerte. Quien aborrece a su hermano es homicida, y ya sabéis que todo
homicida no tiene en sí la vida eterna” (1 Jn 3, 14-15)
María,
siempre virgen, Sierva y Esclava del Señor, nos conduzca en pos de su Hijo por
el camino del amor y de la entrega: camino de cruz, pero senda segura que
conduce a la luz y a la gloria.
*P. Manuel María de Jesús F.F.
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