¡SIGAMOS A CRISTO POR EL CAMINO DE LA HUMILDAD!
Pidamos al Señor que disponga nuestra mente, nuestra alma y nuestro corazón para celebrar dignamente los misterios de su Pasión, Muerte y Resurrección, con el fin de que Dios sea glorificado en nosotros, crezcamos en santidad y alcancemos gracias para el mundo entero. Acudamos por ello a Nuestra Madre Santísima que es Omnipotencia suplicante, Mediadora de intercesión y Dispensadora universal de todas las gracias. Hagamos el propósito de vivir esta Semana Santa en íntima unión con Ella.
Comencemos fijando nuestra mirada y atención en los sucesos que para nosotros narran los santos evangelios: “En aquél tiempo, acercándose Jesús a Jerusalén, llegando a Betfagé, ante el monte Olivete entonces envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: Id a esa aldea que está enfrente de vosotros, y muy pronto encontraréis una asna atada y su pollino con ella: desatadla y traédmelos acá. Y si alguno os dijere algo, le habéis de responder que lo ha menester el Señor, y al punto os lo dejará. Todo esto sucedió en cumplimiento de lo que dijo el Profeta: Decid a la hija de Sión: Mira que viene a ti tu Rey lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino, hijo de la que está acostumbrada al yugo. Habiendo ido los discípulos y hecho según se lo había mandado Jesús, trajeron el asna y su pollino, y los aparejaron con sus vestidos, y le hicieron sentar encima. Y una gran muchedumbre de gentes tendía por el camino sus vestidos, y otros cortaban ramas de los árboles y las esparcían por el camino. Y la muchedumbre que iba delante y la que seguía detrás clamaban diciendo: Hosamna al Hijo de David, bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mt 21, 1-9).
Esto sucedía el domingo anterior a la Pascua del Señor, en el camino que va desde Betfagé, en la parte alta del Monte de los Olivos muy cerca de Betania donde vivían los amigos del Señor: Marta, María y Lázaro, hasta la ciudad Santa de Jerusalén. El Señor siguió un recorrido triunfal, del cual solamente Él conocía su verdadero significado, ignorado totalmente por quienes le acompañaban y por aquellos mismos que le aclamaban: Ibas como va el sol a un ocaso de gloria; cantaban ya tu muerte al cantar tu victoria. Pero, tú eres el Rey, el Señor, el Dios Fuerte, la Vida que renace del fondo de la muerte (Himno a Cristo Rey).
Hoy nosotros, por pura gracia e iluminación del Espíritu Santo, podemos seguir al Señor en el camino de nuestra vida, acompañándole o dejándonos acompañar por Él, con la clara conciencia de que el sentido último de la propia existencia es dirigir nuestros pasos hacia la ciudad Santa de Jerusalén, la Jerusalén de arriba es libre, esa es nuestra madre (Gal 4, 26). El ejemplo y la gracia de Nuestro Señor Jesucristo iluminan nuestro caminar, nos ponen en guardia y nos preservan de sucumbir a las tentaciones de los falsos éxitos, de vendernos a los halagos, de dejarnos sugestionar por los ídolos del poder, la fama y la búsqueda de una gloria intramundana tan pasajera que se esfuma y se desvanece con nosotros: Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: «Retornad, hijos de Adán». Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna. Los siembras año por año, como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca (Salmo 89).
Para entrar en la Jerusalén celestial hemos primero de bajar y descender del monte de la soberbia, de la vanidad y del orgullo, caminar sin detenernos, sin desviarnos del camino, con la mirada puesta en la meta –la Jerusalén celeste- y el corazón puesto en Dios. Una vez que hemos bajado, luego debemos ascender a la ciudad santa por el camino arduo de las virtudes: para que vuelvas por las penalidades de la obediencia a Aquél de quien te habías apartado por la desidia de tu desobediencia (Prólogo de la Regla de S. Benito).
No sólo los ejemplos de Jesús nos aleccionan, también son iluminadoras sus palabras y advertencias: ¡Ay cuando todos los hombres dijeren bien de vosotros, porque así hicieron sus padres con los falsos profetas! (Lc 6, 26). Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos, pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros (Mat 5, 11-12). ¿Cómo vais a creer vosotros, si lo que os preocupa es recibir honores los unos de los otros y no os interesáis por el verdadero honor que viene del Dios único? (Jn 5, 44).
Jesús no obró buscando los falsos halagos, ni la aprobación de los demás, ni la gloria de los hombres: Yo no busco mi gloria. Hay uno que se preocupa de eso, y es él quien puede juzgar (Jn 8, 50) Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada vale. Mi Padre es el que me glorifica, el que decís que es vuestro Dios, y no lo conocéis; yo, sin embargo, lo conozco” (Jn 8, 54-55). Con este espíritu protagoniza el Señor su entrada triunfal en Jerusalén. No es un espíritu nuevo en Él, sino el que le movió durante su vida y en el trance de su Pasión y Muerte. Este ha de ser, por lo tanto, el espíritu propio de los seguidores de Cristo.
Mantengámonos en la humildad, pues el Señor nos quiere humildes conforme a los ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo. Este es el presupuesto y principio de la vida espiritual, el punto de salida para avanzar en el camino de nuestra santificación. Contemplemos a Jesucristo: Siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2, 6-11).
Los hijos de los hebreos, llevando ramos de olivo, salieron al encuentro del Señor, clamando y diciendo. “Gloria en las alturas” (Antífona 1ª) Los hijos de los hebreos tendían sus vestidos en el camino y clamaban: “Gloria al Hijo de David: bendito el que viene en el nombre del Señor” (Antífona 2ª).
¿Cómo y quién formó semejante comitiva alrededor del Señor, impulsándoles a glorificar y ensalzar su nombre? ¿Cómo explicar semejante proceder?: Esto es lo dicho por el Profeta Joel: “Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; Y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán” (Cf. Jl 3, 1-2; Hech 2, 16-18).
El mismo Espíritu del Señor que movía a Jesús, impulsándolo a buscar la gloria del Padre y obrar la redención del género humano entregándose voluntariamente a la muerte, es el mismo Espíritu que suscita en los hijos de los hebreos los cantos de gloria y alabanza y el reconocimiento de Jesús como Hijo de David y Enviado del Señor a la casa de Israel. Contrariamente los sacerdotes, los doctores de la ley y los fariseos, todos ellos observantes de la Ley y conocedores de los Profetas, se han convertido en guías ciegos (Cf Mt 15, 14). A los primeros los mueve y empuja el Espíritu del Señor – El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo nacido del Espíritu (Jn 3, 8). Estos últimos, por el contario, ofrecen resistencia al Espíritu de Dios, se guían por sí mismos y cegados por su propia soberbia se incapacitan para reconocer y recibir al Mesías enviado, de quien dijo el Profeta: Decid a la hija de Sión: Mira que viene a ti tu Rey lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino, hijo de la que está acostumbrada al yugo (Zac 9,9).
Sólo cuando nos dejamos poseer y conducir por el Espíritu del Señor somos de Dios, tenemos la garantía de poder reconocer a Cristo y acceder a su salvación: El que es de Dios oye las palabras de Dios; por eso vosotros no las oís, porque no sois de Dios (Jn 8, 47).
Los jefes del pueblo no reconocen a Jesús ni aceptan su testimonio porque viven cerrados a la acción del Espíritu Santo, obstinados en buscar su propia gloria, obsesionados con recibir honor de los hombres, reconcentrados en sí mismos. Dios ha dejado de ser para ellos el fin último, con la blasfema pretensión de convertir a Dios en un medio al servicio de sus propios fines. No es la gloria de Dios lo que buscan, sino la gloria de sí mismos y la falsa gloria de Israel: una gloria intramundana, de poder, de fuerza, de dominación, de excelencia. Se han dejado cegar por la pasión, por el triunfo terrenal, por la concupiscencia, y todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (1Jn 2, 16-17) Esto es, precisamente, lo que les ciega e impide reconocer al Mesías y Salvador enviado por Dios. Por eso, han de escuchar la recriminación áspera de Jesús: Estudiáis apasionadamente las Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida eterna; pues bien, también las Escrituras hablan de mí, y a pesar de ello, vosotros no queréis aceptarme para tener vida eterna (Jn 5, 39-40)
No basta el estudio y la lectura de las Escrituras; esto se vuelve ineficaz si uno no empieza por reconocer la profundidad de su miseria, si no ansía verdaderamente ser salvado por Dios, si no se ha emprendido la búsqueda apasionada de Aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6). Las Escrituras se tornan ilegibles e incomprensibles cuando el alma y la inteligencia no son iluminadas y guiadas por la luz del Espíritu del Señor. Y el Espíritu no ilumina aquellos corazones que se obstinan en cerrarse a su acción. Es el Espíritu Santo quien da testimonio a favor de Cristo para que le aceptemos como Señor y Salvador, disponiendo nuestras almas para acoger su acción misericordiosa: Llegó a Nazaret, donde se había criado. Según su costumbre, entró en la sinagoga un sábado y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, al desenrollarlo, encontró el pasaje donde se ha está escrito: El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y dar vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor. Después enrolló el libro, se lo dio al ayudante y se sentó. Todos los que estaban en la sinagoga tenían sus ojos clavados en él. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar (Lc 4, 16- 21).
¡Danos, Señor, corazón de pobre, despierta en nosotros el sincero anhelo de experimentar tu liberación, haznos capaces de reconocer nuestra ceguera y desear la luz, ser capaces de discernir la opresión que el pecado y el Maligno ejercen en nuestra vida y ansiar vivamente la fuerza de tu gracia!
¡Concédenoslo por tu Pasión, por tu Muerte y Resurrección! ¡Concédenoslo por María tu agraciada, tu fiel colaboradora, tu Madre y Madre nuestra!
¡Oh Cristo, Tú eres la Buena noticia! ¡Tú eres el único Libertador! ¡Tú eres la Luz! ¡Tú, Señor, el Enviado del Padre para nuestra Salvación! ¡Bendito Tú que vienes en el nombre del Señor!
El camino que Jesús emprende desde lo alto del Monte de los Olivos no es nuevo, pues confirma su trayectoria vital, pero es irreversible. Es camino de humillación que culminará en exaltación, camino de derrota que le llevará al triunfo, camino de oscuridad que estallará en luz, camino de cruz que amanecerá en resurrección. Su camino es camino de entrega y muerte que nos traerá a todos la Vida.
Salve, Rey nuestro, Hijo de David, a quien vaticinaron los Profetas como salvador de la casa de Israel: enviado por el Padre al mundo como víctima de salvación: a quien esperaban los santos y justos desde el origen del mundo, y al que ahora aclamamos diciendo: Gloria al Hijo de David. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Gloria en las alturas (Antífona 7ª).
Acompañemos a Jesús revestidos de humildad, acometiendo con bravura y decisión nuestro camino, poniendo nuestros pies sobre sus huellas. Bajemos con Él desde lo alto del monte y subamos luego a la Ciudad Santa. Encontremos aliento y respiro en la hermosura de su rostro, fortaleza en su majestad infinita, decisión en su coraje, orientación en sus palabras de vida y solaz en su Corazón dulcísimo.
¡Vayamos con Él! ¡Vayamos con Jesús a Jerusalén!
P. Manuel María de Jesús F.F.
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