Comienza la Solemne Vigilia Pascual con la bendición
del fuego nuevo sacado del pedernal. ¡Cristo es el pedernal!, Cristo es la roca, la piedra desechada por los
arquitectos, pero puesta por el Padre como piedra angular del nuevo y verdadero
templo de Dios que es la Iglesia. Aún más, Él es la piedra angular de todo el
universo, de todo cuanto existe y fue
creado, porque Él es el Alfa y la Omega,
el Principio y el Fin y suyos son los tiempos y los siglos; A Él la gloria y el
imperio por todos los siglos de la eternidad. Por medio de Él, su Hijo amado,
el Padre nos ha comunicado la llama de la caridad, la llama del amor divino,
que es un amor misericordioso e infinito.
Si
Cristo Jesús ha sido puesto como piedra angular, como cimiento y fundamento,
entonces no hemos de temer. Para los creyentes en Cristo se acabaron todos los
vértigos y miedos existenciales. Ya no cabe el miedo a los riesgos de la propia
existencia, ni a la incertidumbre del más allá. Ya no hay miedo a los fracasos,
ni a las limitaciones y frustraciones que experimentamos en este mundo. Y no
hay miedo, porque Cristo es la fuerza, es la piedra, el cimiento sobre el que
nos asentamos cada uno de nosotros. Él es la piedra angular que sostiene el
edifico de nuestro vivir cotidiano. Por eso podemos decir con el salmista: Todo
el día me pisan mis enemigos, son muchos los que me atacan desde la altura. El
día en que temo, en ti confío. En Dios, cuya palabra alabo, en Dios confío y ya
no temo, ¿qué puede hacerme un mortal? (…) Yo sé que Dios está por mí. En Dios,
cuya palabra alabo, en Yahvé, cuya palabra alabo, en Dios confío y ya no temo,
¿qué puede hacerme un mortal? (Cf.
Salmo 56). Es verdad que el Padre no libró de la muerte a su Hijo, pero
Él estaba ahí también haciendo suyos los padecimientos y sufrimientos del Hijo
amado, y finalmente le dio la victoria sobre el pecado, sobre el Mal y sobre la
misma muerte. Pues también así el Señor está de nuestra parte, sufre con nosotros,
padece con nosotros; quizás no nos evita las dificultades ni los padecimientos,
pero Él está ahí sosteniéndonos, llevándonos de la mano, cobijándonos bajo sus
alas. Por lo tanto, hemos de confiar, hemos de perseverar, hemos de
fundamentarnos sobre la fe y sobre la esperanza y al final veremos y gustaremos
la victoria, porque “Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo; y esta es
la fuerza victoriosa que ha vencido al mundo: nuestra fe. ¿Quién es el que
vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1Jn 5,
4-5).
Al
contemplar el triunfo de Cristo se nos manifiesta el camino para encontrar
nuestro propio triunfo; ese camino no es otro que fundamentar sobre Él nuestra
vida, entregarle nuestro corazón, corresponder a su amor y confiar, siempre
confiar, aún en medio de las mayores pruebas y dificultades, aún en medio de la
noche más oscura de nuestro espíritu, y
sobre todo cuando el dolor nos atenace, cuando las lágrimas no nos dejen ver,
cuando hayamos de beber el cáliz amargo del desprecio de los otros, de la traición del amigo, de la ingratitud de
aquellos a quienes sólo hemos hecho bien; cuando nos veamos abandonados,
incomprendidos, faltos de amor o de correspondencia. En todas esas ocasiones y
siempre, recordemos quién es nuestro fundamento, quién Aquél que nos sostiene,
quién Aquél que nunca falla y que es fiel hasta la muerte, porque no puede
contradecirse a Sí mismo, aún cuando nosotros desgraciadamente no le
permaneciésemos fieles (Cf. 2Tim 2, 13). Sobre Cristo Jesús y sobre la certeza
de su amor incondicional hemos de edificar nuestra vida de todos los días: “Cristo
Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está a la diestra de
Dios, es quien intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo?
¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el
peligro, la espada? (…) Mas en todas estas cosas vencemos por aquél que nos
amó” (Rom 8, 34- 37)
Con
el fuego nuevo se ha encendido la llama del cirio pascual y a él habéis acercado vuestras lámparas para prender en
ellas la llama. El cirio representa a Cristo victorioso, a Cristo luz del mundo, a Cristo triunfador
sobre la oscuridad de la muerte. El fuego, la llama y la luz significan a Cristo y su victoria. Las
candelas que tomamos en nuestras manos quieren significar a nosotros mismos. Si
no nos acercamos a Cristo no tenemos fuego, ni luz. Sin Cristo todo es frialdad
y oscuridad. Pero, resulta que no hemos sido creados para la oscuridad ni para
la frialdad. Resulta que en lo más profundo de nuestra alma brota un rechazo
contra el frio y la oscuridad. Estamos hechos para el calor del amor y para la
luz del bien y de la verdad. ¡Estamos hechos para Cristo! ¡Estamos hechos para
ser de Dios y gozar de Dios! ¡Cristo es
nuestro gozo! ¡Cristo es nuestra Luz! ¡Cristo es el calor que da vida a
nuestras almas!
Con la luz de la Resurrección Dios ha iluminado
los dolores, sufrimientos y padecimientos de Cristo. Y con esa misma luz quiere
iluminar también todas y cada una de las oscuridades de nuestra vida y de
nuestro ser: “Verdadera es la palabra: “Que si padecemos con Él, también con
Él viviremos. Si sufrimos con Él, con Él reinaremos” (2 Tim 11-12)
En esta Noche Santa, la más clara de todas las
noches, noche clara como el día, noche iluminada por el Sol de Justicia, somos
invitados a poner nuestra vida entera bajo la luz de Cristo. Pongámonos
nosotros mismos en la luz acogiendo en nosotros a Cristo Resucitado. Si Él nos
ilumina podremos ser portadores de su luz para iluminar el mundo con la
claridad de su amor: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5, 14).
La
luz de la Resurrección ilumina nuestro entendimiento y nos hace comprender la
fuerza y la sabiduría de Dios, pues en efecto: el mal ha sido ahogado y
destruido con la fuerza del bien, la mentira ha sido desenmascarada con la
contundencia de la verdad, los rencores han sido disipados con la fuerza del
perdón, las llamas incendiarias de los
odios han sido apagadas con los torrentes del amor. ¿Comprendemos verdaderamente
el alcance de la victoria de Cristo? La Resurrección de Cristo es un milagro
mucho mayor que la resurrección de un muerto. ¡Es una victoria en toda regla!
Una victoria que también es y será eternamente nuestra si edificamos nuestra
vida sobre la piedra angular y nos dejamos encender e iluminar por la luz del
Resucitado, por la luz de su Amor y de su Gracia.
Amadísimos, ¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo es
nuestra vida y nuestra luz! No vivamos ya para nosotros mismos, sino para
Aquel que por nosotros murió y resucitó (Cf. 2 Cor 5, 15). “Despojémonos,
pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz” (Rom
13, 12).
Reina de los Cielos y Madre de todos los
hombres, alégrate, pues tu Hijo ha resucitado. Recibe todo nuestro amor y
agradecimiento, pues por Ti nos vino Aquél que es nuestra luz y nuestra vida.
Ruega siempre al Señor por nosotros. Amén
P. Manuel María de Jesús F.F.
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