“Nosotros debemos gloriarnos de la cruz de
nuestro Señor Jesucristo en quien está nuestra salud, vida y resurrección y por
quien hemos sido salvados y libertados”.
Con
estas palabras de la Carta
de San Pablo a los Gálatas, comienza la Iglesia en el introito la celebración de la
Santa Misa de este día.
Sin
duda alguna, estas palabras centran el contenido del misterio que en este día
de Jueves Santo celebra la
Iglesia e ilumina para nosotros el sentido de lo acontecido
en el primer Jueves Santo de la
Historia.
El
Jueves Santo no está desligado del misterio de la Cruz , al contrario forma una
unidad indisoluble con el Viernes Santo y con los misterios de la Pasión y de la Muerte del Señor.
En
la noche del Jueves Santo, en el contexto de la Última Cena del Señor con sus
Apóstoles, Nuestro Señor Jesucristo instituyó el Sacramento de su Cuerpo
entregado y de su Sangre derramada para la salvación del mundo. Y como
culminación de la institución dio el Señor a su Apóstoles el mandato de
actualizar y renovar permanentemente hasta la consumación de los siglos el Sacrificio Eucarístico: HACED
ESTO, EN CONMEMORACIÓN MÍA. Esto es, renovar a través de los tiempos el
Sacramento de la Nueva
y eterna Alianza para el perdón de los pecados y para la salvación del mundo.
Quiso
el Señor dotar a su Iglesia de un Sacrificio visible aunque incruento,
renovación del Sacrificio de la
Cruz , para que a través de su renovación se fuese aplicando a
las almas la virtud salvadora de la
Cruz , las gracias de la redención.
No
es otra, pues, la misión fundamental de la Iglesia de Cristo que completar la obra redentora
de su Señor. La completa renovando el Santo Sacrificio ofrecido en el Altar de la Cruz , acercando a
cuantos desean salvarse hasta la Cruz redentora, para que del
Costado herido y abierto del Salvador beban de las fuentes de la Salvación.
Comprenderemos,
pues, que la Iglesia
tiene su razón de ser en el Sacrificio de Cristo que perdona los pecados del
mundo y otorga a las almas los frutos de la Redención. Y es en íntima
asociación con el Sacrificio de Cristo que nace, se renueva y se fortalece la
vida sobrenatural de los cristianos.
Para que el Sacrificio de la cruz pudiese
ser renovado de tal forma que las gracias redentoras fluyan hacia las almas,
instituyó el Señor el sacerdocio católico.
No
puede haber sacrificio sin sacerdocio, ni tiene razón de ser el sacerdocio si
no es en función del sacrificio.
Los
sacerdotes católicos son los dispensadores de los misterios de Dios, los
dispensadores de las gracias de la
Redención que brotan abundantes de la Cruz del Salvador.
El
Sacerdote es para el Altar y para el Sacrificio. Es ahí donde está el sentido
de su vida y de su vocación, la razón de ser de su altísima dignidad y de su
altísimo ministerio. Para eso ha sido configurado con Cristo Cabeza y Pastor de
su Iglesia, de tal manera que una vez ungido por Dios ya no se pertenece a sí
mismo, ni ha de vivir para sí mismo, sino únicamente para Aquél que por
nosotros murió y resucitó, para Aquél que lo ha elegido, consagrado y enviado
para ser instrumento suyo en la propagación de la obra redentora. Más que nunca
hemos de renovar la fe y la estima en el inmenso y maravilloso don que nuestro
Señor Jesucristo ha dado a su Iglesia y al mundo entero a través del sacerdocio
católico, pues cada sacerdote es misteriosa y verdaderamente “otro Cristo”, “el mismo Cristo” que a través
de sus ungidos continúa haciendo presente en la historia de los hombres su
misión salvadora.
¿Es
pues de extrañar que las insidias del infierno y las maquinaciones del mundo se
dirijan hacia otro lado que no sea el corazón mismo de la Iglesia fundada por Cristo?
Sólo
así podemos explicarnos como los ataques más virulentos, desde la falta de fe,
los errores doctrinales y la propagación del escándalo tienen su meta principal
en la destrucción del Santo Sacrificio de la Misa y en la perversión de la identidad y la
misión del sacerdocio católico.
“Nosotros hemos de gloriarnos en la Cruz de Nuestro Señor
Jesucristo” que es nuestra vida y salvación “porque en atención a Cristo
crucificado envió el Padre Eterno a nosotros el Espíritu Santo que es el
principio de nuestra vida espiritual. Es, en fin nuestra salud, porque como
dice Isaías, la sangre de sus llagas y los cardenales de todos sus miembros
bárbaramente flagelados son como un bálsamo, medicamento de vicios y de
pasiones”.
Hagamos de la Cruz de Cristo que se eleva
en nuestros altares el centro de nuestra vida cristiana. Hagamos de la vida
eucarística el principio y fundamento de nuestra vida espiritual.
Recuperemos
la fe en el ministerio sacerdotal, presencia de Cristo Salvador a favor de los
hombres par alcanzar la meta de la
Salvación eterna.
Y
vivamos el mandato nuevo de Cristo aprendiendo de Nuestra Madre Santísima a ofrecernos juntamente con Él haciendo de
nuestra vida y de nuestra lucha espiritual una oblación para la gloria de Dios.
Manuel María de Jesús F.F.
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