Feministas radicales se desnudan ante la Catedral de El Buen Pastor en San Sebastián para protestar en contra del Obispo diocesano Monseñor José Ignacio Munilla por sus declaraciones sobre el feminismo radical.
Diferencias entre las justas reivindicaciones de los
derechos de la mujer, en función de la dignidad por ser persona, y la
manipulación, que busca romper el orden natural.
Por: Olalla Gambra Mariné | Fuente:
Revista Arbil
El gran fraude del "Feminismo"
Por "Feminismo" se entiende un
movimiento social y político que postula la igualdad de los derechos de las
mujeres y los hombres.
Comenzó con las sufragistas inglesas del
siglo XIX, continuó defendiendo una educación equiparable a la que recibían los
muchachos, un trabajo, un sueldo... En sí mismas, estas primeras aspiraciones
no eran directamente contrarias a la fe ni a la moral católica. ¿Cómo es
posible que hayan acabado pidiendo aberraciones tales como el derecho al aborto
o a la esterilización?
Desde el principio, todas las
reivindicaciones tomaban como barómetro o punto de referencia los derechos del
hombre: ¡Pedimos el derecho al voto como los hombres!, ¡un trabajo remunerado
como el de los hombres!, etc. Según se iban logrando objetivos, se pedía más y
más, hasta que se ha llegado a un punto en el que se entra en conflicto con la
diferenciación sexual más obvia. La mujer rechaza la carga de la maternidad
porque los hombres no la tienen. Reivindica su derecho a un embarazo optativo,
a "ser dueña de su cuerpo", a desarrollar su personalidad y sus
aspiraciones sociales y económicas, "a realizarse" como dicen, antes
de ser madre. El movimiento feminista ha terminado por rechazar lo más
característicamente femenino y por frustrar la vocación natural de la mujer.
De esta manera el "Feminismo" ha terminado por defender una doctrina mucho más machista que cualquiera de las culturas y sistemas ideados por los hombres. Así es, pues no existe mayor elogio que la imitación. Si una persona admira tanto a otra que trabaja y se esfuerza para llegar a parecerse a ella, y se hace violencia a sí misma para conseguir ponerse a la altura de su modelo, ¿no está dando la mayor prueba de admiración que existe?
De esta manera el "Feminismo" ha terminado por defender una doctrina mucho más machista que cualquiera de las culturas y sistemas ideados por los hombres. Así es, pues no existe mayor elogio que la imitación. Si una persona admira tanto a otra que trabaja y se esfuerza para llegar a parecerse a ella, y se hace violencia a sí misma para conseguir ponerse a la altura de su modelo, ¿no está dando la mayor prueba de admiración que existe?
La mujer es diferente del hombre
En esta discusión se ha llegado a una
confusión tal que es necesario empezar por establecer la definición de los
términos.
El ser humano, en sentido general, se
define como animal racional. Animal porque posee un cuerpo con necesidades
materiales; racional porque posee un principio vital de numerosas facultades,
que están o debieran estar subordinadas al más perfecto modo de conocimiento
que tienen los seres materiales, el conocimiento racional.
Ahora bien, el ser humano como tal no
existe, no es más que el nombre de la especie, que se singulariza o materializa
de múltiples maneras, ninguna de las cuales constituye en su esencia al hombre.
Una de esas concreciones accidentales es el sexo. Ya Aristóteles se preguntaba
cuál es la importancia de esta característica para el ser humano. La respuesta
que da en su Metafísica no puede ser más clara:
Las contrariedades que están en el concepto producen diferencia específica, pero las que están en el compuesto con la materia no la producen. Por eso del hombre no la produce la blancura y la negrura, y no hay diferencia específica entre hombre blanco y hombre negro... El ser macho y el ser hembra son ciertamente afecciones propias del animal, pero no en cuanto a su substancia, sino en la materia y en el cuerpo.
Las contrariedades que están en el concepto producen diferencia específica, pero las que están en el compuesto con la materia no la producen. Por eso del hombre no la produce la blancura y la negrura, y no hay diferencia específica entre hombre blanco y hombre negro... El ser macho y el ser hembra son ciertamente afecciones propias del animal, pero no en cuanto a su substancia, sino en la materia y en el cuerpo.
En otras palabras los sexos, como el
color de la piel, son para él algo de la materia, no de la forma o de la
esencia del hombre. Hombre y mujer cuentan con los dos elementos, cuerpo y
razón, que los definen como seres humanos.
Sin embargo, al estar alma y cuerpo
substancialmente unidos, nada tiene de extraño que el ser mujer u hombre
conlleve diferencias accidentales en ambos elementos: la anatomía -y la simple
evidencia- enseña que el cuerpo del hombre no es igual al de la mujer y que
cada uno está capacitado para funciones muy distintas. Por su parte, de manera
mucho menos probatoria y clara, basándose sólo en la estadística, la
psiquiatría explica que los procesos mentales de la mujer y del hombre
difieren, pero que ambos pueden llegar a las mismas conclusiones y desarrollo,
pues aunque sean distintos sus métodos, poseen la misma capacidad.
El último término de esta controversia
es la palabra "diferente". Quiere decir desigualdad, disparidad entre
dos o más elementos. Pero no implica que uno sea mejor que otro. Es un adjetivo
relativo, no cualitativo; sólo designa la no identidad de algunos aspectos
accidentales entre hombre y mujer, pero no conlleva un juicio de valor sobre el
sustantivo al que acompaña. Además, expresa una relación recíproca entre los
dos términos: si uno es diferente de otro, éste será también diferente de
aquél. En cambio, si uno fuera inferior a otro, éste no sería inferior a aquél.
Entender que la proposición "la
mujer es diferente del hombre" es lo mismo que "la mujer es inferior
al hombre" constituye un salto sofístico sin fundamento lógico. Este error
que comete el "Feminismo" moderno, debiera llevarnos a dudar de la
bondad de su fundamento.
Admitida, pues, la esencial identidad de
hombre y mujer se entiende también la identidad de su fin o destino, que no es otro
que la salvación. Este punto es fundamental para entender la postura de la
Iglesia Católica en esta cuestión que, por su virulencia, ha dado en llamarse
"la guerra de los sexos". Los Mandamientos de la Ley de Dios son
comunes para todos los seres humanos, no existen los Diez Mandamientos del
Hombre ni los Diez Mandamientos de la Mujer; son los mismos y han de obedecerse
cada uno en su estado y condición. Las Bienaventuranzas, las Virtudes y los
Vicios, el Cielo y el Infierno son los mismos para ambos sexos. Ante el Juicio
de Dios, los hombres y las mujeres son iguales.
Deber de estado
Sin embargo, cada uno debe perseguir el
mismo fin útimo según su vocación y según las condiciones que Dios le ha dado.
En otras palabras, cada cual tiene que atender a su deber de estado. ¿Qué tiene
que ver con esto la diferencia sexual? Si no me equivoco, tal disparidad, desde
el punto de vista de la doctrina católica estricta, sólo tiene que ver con la
vocación religiosa y con el matrimonio. En lo demás la Iglesia no parece
meterse: que una mujer quiere ser general de carabineros, albañil de primera o
levantadora de pesos en una feria, allá ella. Con tal de que se guarde la
decencia necesaria no pone más inconvenientes la doctrina cristiana más
inconvenientes que los que ofrecerá la propia naturaleza.
El auténtico problema reside en el
matrimonio y en la familia que es donde se plantea con toda su crudeza la
llamada "guerra de los sexos". Ahí es donde se confluyen todos los
factores arriba enumerados, hasta que por remota influencia marxista se ha
acabado por concebir la complementariedad matrimonial como enfrentamiento
similar a la lucha de clases.
Y para concebir adecuadamente el
problema que a diario viven los matrimonios, entre el trabajo de los cónyuges,
o de uno de los dos, fuera de casa y las tareas domésticas, creo que basta con
enunciar el principio fundamental al respecto: nadie está obligado al
matrimonio, pero una vez casados su obligación de estado ya no es la de la
profesión, sino la que se sigue de su condición de casados (a no ser que un
bien mayor exija otra cosa).
Esto se complementa con otra idea muy
contraria al espíritu moderno: el éxito personal entendido como reconocimiento
público de la labor individual es ilícito perseguirlo por sí mismo, y más aún
en el caso de que ello perturbe el fin de los casados.
Para entender esta doctrina, que podría
servir de fundamento a un "Feminismo" cristiano, no es malo recordar
por qué, con independencia de las corrientes hoy jaleadas por los medios de
comunicación, la familia y dentro de ella las tareas de procreación y educación
de la prole deben prevalecer sobre los intereses individuales de los cónyuges.
La familia, célula de la sociedad
Uno de los principios fundamentales de
la doctrina tradicional es el de defender la supremacía de la sociedad sobre el
Estado que suele resumirse en el conocido lema "Más Sociedad y menos
Estado". El Estado no es más que la organización de la sociedad y debe
servirla, no al revés. Queda así reconocida la primacía natural del hombre
sobre el Estado.
A su vez, el hombre, que es un ser
sociable, ordena sus relaciones en varios órganos o cuerpos intermedios a
partir de la familia. Es en la familia donde se forman los individuos que
integran la sociedad y el Estado. Es decir, la familia es la base de la
sociedad y de toda su organización, incluyendo, en último término, al Estado.
Si la familia juega ese papel
fundamental en la sociedad, entonces, siguiendo el orden natural establecido
por Dios, la doctrina tradicional reconoce la importancia de la mujer. Por
obvias necesidades primarias es la madre la que está más cerca del hijo en los
primeros años de vida. Y todos los psiquiatras, psicólogos y pedagogos
coinciden en afirmar que estos primeros años son decisivos en la vida de cada persona.
Es el período en que se adquieren las nociones generales del mundo en el que
han de vivir, cuando se aprenden unos principios morales básicos según los
cuales se ordenará la educación y se adquieren unos primeros hábitos con los
que se conformará la personalidad del hijo.
Durante estos primeros años que se pasan
en el hogar se ponen los fundamentos de toda educación de cada individuo que el
día de mañana integrará la sociedad y el Estado. Los niños de hoy son el futuro
de cada nación. Es decir, la educación es una cuestión fundamental para la
sociedad y el estado. Así lo afirma cualquiera al que se le pregunte, y de
hecho, ésta es la razón de que los programas educativos sean uno de los puntos
de debate constantes en los programas políticos.
Falta de valoración social
Sin embargo, el educador, el responsable
de esa importante tarea, no recibe esa consideración. Los mismos que reconocen
la importancia de la educación afirman poco después que la mujer debe ser
rescatada de la esclavitud que supone ocuparse de la formación de sus hijos. No
se dan cuenta de que caen en una flagrante contradicción: la educación y
formación es una labor necesaria y excelsa pero la mujeres que se dedican a
ello son despreciadas por la sociedad. Algo tan absurdo como si pretendiéramos
llegar justo a tiempo de salvar a un príncipe de ser rey o a un obispo de ser
Papa.
¿Por qué es valorada una profesora que
enseña un área especializada de conocimiento a muchos alumnos unas horas a la
semana y en cambio, esa misma mujer cuando dedica muchas más horas a la
formación integral de su hijo sobre todos los aspectos de la vida sólo recibe
desprecio, más o menos velado? Y no digamos en el caso de las madres que no
trabajan fuera de casa.
El criterio nace en parte de razones
económicas, pero sobre todo en la búsqueda del éxito: la mujer que tiene una
profesión fuera de casa recibe un salario y como tal, es tomada en
consideración por la sociedad. En cambio, las horas que dedica a su familia no
las remunera nadie y no cotizan en la Seguridad Social, por tanto la sociedad
no las valora. Y lo grave es que no sólo la sociedad, sino ella misma sólo se
"siente realizada" cuando desempeña su profesión y todo el tiempo que
emplea en sus obligaciones como madre y esposa y ama de casa le parecen horas robadas
a su verdadera función.
Las causas de esta alteración de valores
son múltiples: entre ellas, la ñoña conciencia romántica que en el siglo XIX
(del que nada bueno ha salido) hizo de la mujer un objeto débil, decorativo y
algo tonto. A ello se unió en esa misma época la transformación social que
produjo la concepción política que centralizó todo el poder en manos de un
todopoderoso Estado. La educación estatalizada llevada a cabo contra la Iglesia
y las prerrogativas de los padres, el trabajo asalariado propio del
capitalismo, la valoración suprema del éxito individual nacida de la sociedad
protestante; todo ello contribuyó a despreciar las tareas propias del hogar y a
la vocación familiar.
De todas estas obligaciones el hombre se
liberó creyendo que con traer el salario a casa y mantener económicamente a la
familia ya cumplía con sus deberes de estado. Además, todo el tiempo que no
dedicaba a su profesión, procuraba emplearlo en cultivar una vida social
completamente ajena al entorno familiar.
Quizá el ejemplo más expresivo sean los Clubes ingleses del XIX... No es simple casualidad que precisamente en la Inglaterra del XIX donde triunfó el movimiento Feminista, que utilizó como pretexto el derecho al voto de las mujeres. Si el hombre había podido liberarse de todas esas tareas que él mismo había conceptuado de denigrantes, la mujer reclamaba el mismo derecho: los hijos quedaban a cargo de institutrices o de internados, la casa la atendía el servicio –naturalmente, esta "liberación" sólo podían conseguirla los que tenían recursos económicos suficientes- y los cónyuges quedaban libres para "realizarse" y cultivar sus intereses, cada uno por su lado. La sociedad se horrorizó de los resultados de su propia actitud: el desprecio de las obligaciones que conlleva el matrimonio conducía irremediablemente a la destrucción de la familia. De ahí la reacción airada de los políticos y de los prohombres de la Inglaterra del XIX.
Quizá el ejemplo más expresivo sean los Clubes ingleses del XIX... No es simple casualidad que precisamente en la Inglaterra del XIX donde triunfó el movimiento Feminista, que utilizó como pretexto el derecho al voto de las mujeres. Si el hombre había podido liberarse de todas esas tareas que él mismo había conceptuado de denigrantes, la mujer reclamaba el mismo derecho: los hijos quedaban a cargo de institutrices o de internados, la casa la atendía el servicio –naturalmente, esta "liberación" sólo podían conseguirla los que tenían recursos económicos suficientes- y los cónyuges quedaban libres para "realizarse" y cultivar sus intereses, cada uno por su lado. La sociedad se horrorizó de los resultados de su propia actitud: el desprecio de las obligaciones que conlleva el matrimonio conducía irremediablemente a la destrucción de la familia. De ahí la reacción airada de los políticos y de los prohombres de la Inglaterra del XIX.
"Feminismo" católico
Contra estos valores y usos sociales
erróneos, el "Feminismo" se propuso como la solución.
Desgraciadamente el término feminista
está tan corrompido que todo el mundo lo asocia con esas reivindicaciones
antinaturales y contrarias a la moral que terminan necesariamente en el
rebajamiento de todo aquello que es característico de la mujer. Es decir, la
solución es peor que el problema.
Todos los que no están de acuerdo con
exigencias tales como el aborto, rechazan esa postura extrema, pero se
contentan con un "Feminismo" aguado, sin base doctrinal definida. Es
ese "Feminismo" vergonzante, pues ni siquiera admiten la etiqueta de
"Feminismo", que se limita a celebrar el "Día de la Mujer
trabajadora" -el 8 de Marzo- o exigir un porcentaje de candidatas
femeninas en las listas de los partidos -lo cual en realidad es denigrante,
pues ocupan esos puestos por ser mujeres, no porque sean capaces de
desempeñarlo: un recurso propagandístico más - y que contabiliza como éxito
importante el lanzar una campaña de carteles con el lema "A partes
iguales". Estas dos versiones del "Feminismo" son incorrectas,
aunque en distinto grado, pues la extrema es activa, la intermedia es pasiva. Pero
debe existir una respuesta correcta a este problema. Y es una tercera postura,
que aún no está articulada como tal, incluso ni siquiera tiene nombre y que,
provisionalmente, podría llamarse "Feminismo" católico o tradicional.
Este "Feminismo" Católico consiste en aplicar el principio cristiano de igualdad entre ambos sexos a la sociedad, poner en práctica la doctrina de la Iglesia Católica. Debe centrarse en defender a la familia, pues ha sido el objeto principal de los ataques, tanto por parte del desprecio de una sociedad individualista y economicista, como por parte del "Feminismo" extremo que rechaza la maternidad y las obligaciones que conlleva, porque precisamente ésa es la característica que diferencia a la mujer del hombre.
Este "Feminismo" Católico consiste en aplicar el principio cristiano de igualdad entre ambos sexos a la sociedad, poner en práctica la doctrina de la Iglesia Católica. Debe centrarse en defender a la familia, pues ha sido el objeto principal de los ataques, tanto por parte del desprecio de una sociedad individualista y economicista, como por parte del "Feminismo" extremo que rechaza la maternidad y las obligaciones que conlleva, porque precisamente ésa es la característica que diferencia a la mujer del hombre.
Por tanto, es necesario desterrar todo
ese desprecio social, comenzando por los complejos inconfesados de las propias
mujeres. Dos caminos deben seguirse: el primero consiste en reivindicar y
difundir la valoración positiva de la maternidad, la dedicación a la formación de los hijos y las tareas del ama de casa en la sociedad actual; y el segundo, en
transmitir estos mismos valores católicos a los niños y jóvenes de hoy, que
serán la sociedad del mañana.
La relevancia de esta defensa sólo se
calibra adecuadamente si se tiene en cuenta que la consecuencia inmediata de la
denigración de la institución familiar es la desaparición del orden social
católico.
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