Hoy la Iglesia te contempla, Jesús, revestido de humildad, sentado sobre los lomos de un borriquillo, encaminándote hacia la Ciudad Santa de Jerusalén.
Tú, el Rey de cielos y tierra, te presentas ante el mundo no con el poder, la fuerza y la gloria que te corresponden, sino con el poder del amor, con la fuerza de quien se hace servidor del Padre y de los hombres, con la gloria de quien sabe abajarse para tender su mano a todos aquellos que lo necesitan.
La Iglesia se llena de gozo al contemplar admirada como los niños hebreos desde su inocencia y su mirada limpia cortan las ramas de los olivos para aclamarte, reconociéndote como el Mesías enviado del Padre para la salvación y redención del género humano.
Al paso del Redentor los niños hebreos y los pobres de Yahveh extendieron sus mantos sobre el suelo para honrar el paso del Salvador.
Permítenos, Dulce Jesús, que hoy extendamos nosotros nuestros corazones para que te dignes pasar por nuestra vida como Rey y Señor nuestro, como Amigo y Hermano.
Que mientras muchos, dos mil años después, continúan hoy gritando: ¡crucifícale!, ¡crucifícale!, se eleven nuestras voces aclamándote: ¡Bendito el que viene en el Nombre del Señor!
Que nuestras aclamaciones no sean hipócritas, sino una manifestación de que en verdad te aceptamos como nuestro Dios, Rey y Señor.
Manuel María de Jesús
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