La esposa y la madre, sol y gozo del hogar doméstico
En el curso de vuestra vida,
amados recién casados, el recuerdo que conservaréis de la casa del Padre Común
y de su Bendición Apostólica, os acompañará como dulce consuelo y augurio en el
camino que comenzaréis con tantas rosadas esperanzas, bajo la protección
divina, en un tiempo tan revuelto como el presente, hacia una meta que apenas
os deja adivinar la oscuridad del futuro.
Pero ante estas tinieblas vuestro corazón no teme; os impulsan el ardor y la audacia de la juventud; la unión de los espíritus y de los deseos de los pasos de la vida, el mismo sendero que pisáis, no os turban la tranquilidad del espíritu, sino que os la renuevan y dilatan. Sois felices dentro de las paredes domésticas; no veis oscuridad; la familia tiene un sol propio: la esposa.
Pero ante estas tinieblas vuestro corazón no teme; os impulsan el ardor y la audacia de la juventud; la unión de los espíritus y de los deseos de los pasos de la vida, el mismo sendero que pisáis, no os turban la tranquilidad del espíritu, sino que os la renuevan y dilatan. Sois felices dentro de las paredes domésticas; no veis oscuridad; la familia tiene un sol propio: la esposa.
Oíd cómo de ella nos habla y
razona la Escritura: “La gracia de la mujer hacendosa alegra al marido y le
llena de jugo los huesos. La buena crianza de ella es un don de Dios. Es cosa
que no tiene precio una mujer discreta y amante del silencio y con el ánimo
morigerado. Gracia es sobre gracia la mujer santa y vergonzosa. No hay cosa de
tanto valor que pueda equivaler a esta alma casta. Lo que es para el mundo el
sol al nacer, en las altísimas moradas de Dios, eso es la gentileza de una
mujer virtuosa para el adorno de una casa”.
Sí; la esposa y la madre es
el sol de la familia. Es el sol con su generosidad y sumisión, con su constante
prontitud, con su delicadeza atenta y providencial en todo lo que sirve para
alegrar la vida al marido y a los hijos. Difunde en torno suyo la vida y el
calor; y, si suele decirse que un matrimonio es feliz cuando uno de los
cónyuges, al contraerlo, pretende hacer feliz, no a sí mismo, sino a la otra
parte, este noble sentimiento e intención, aunque toca a los dos, es, sin embargo,
virtud principal de la mujer, que nace con las palpitaciones de madre y con la
madurez del corazón; aquella madurez o entendimiento que, si recibe amarguras,
quiere solamente devolver alegrías; si recibe humillaciones, no desea restituir
sino dignidad y respeto, del mismo modo que el sol, que alegra la nebulosa
mañana con sus albores y dora las nubes con los rayos de su ocaso.
La esposa es el sol de la
familia con la claridad de su mirada y con la llama de su palabra; mirada y
palabra que penetran dulcemente en el alma, la vencen y enternecen y la
levantan lejos del tumulto de las pasiones, y llaman al hombre a la alegría del
bien y de la conversación familiar, después de una larga jornada de continuo y
a veces penoso trabajo profesional o campestre, o de imperiosos negocios de
comercio o de industria. Su ojo y su boca arrojan una luz y un acento, que en
un rayo tienen mil fulgores y en un sonido mil afectos. Son rayos y sonidos que
brotan del corazón de madre, crean y vivifican el paraíso de la infancia e
irradian siempre bondad y suavidad, aun cuando adviertan o reprendan, porque
las almas juveniles, que sienten con más fuerza, recogen con mayor intimidad y
profundidad los dictámenes del amor.
La esposa es el sol de la
familia con su cándida naturaleza, con su digna simplicidad y con su cristiano
y honesto decoro, tanto en el recogimiento y en la rectitud, del espíritu
cuanto en la sutil armonía de su actitud y de su vestido, en su adorno y en su
porte, reservado a un tiempo y afectuoso. Sentimientos tenues, encantadoras
señales del rostro, ingenuos silencios y sonrisas, un condescendiente
movimiento de cabeza, le dan la gracia de una flor escogida y, sin embargo,
sencilla, que abre su corola para recibir y reflejar los colores del sol. ¡Oh,
si supieseis qué profundos sentimientos de afecto y de gratitud suscita e
imprime en el corazón del padre de familia y de los hijos esta imagen de
esposa, y de madre! ¡Oh ángeles, que custodiáis sus casas y escucháis sus
oraciones, impregnad de perfumes celestiales aquel hogar de felicidad cristiana!
Pero, ¿qué sucede cuando la
familia está privada de este sol? ¿Qué sucede cuando la esposa, continuamente o
en cada circunstancia, aun en las relaciones más íntimas, no duda en hacer
sentir que le cuesta sacrificios la vida conyugal? ¿Dónde está su amorosa
dulzura cuando una dureza excesiva en la educación, una excitabilidad mal
dominada y una frialdad airada en la vista y en las palabras, sofocan en los
hijos la alegría y el consuelo feliz que habrían de encontrar en su madre;
cuando ella no hace otra cosa que perturbar con tristeza y amargar con voz
áspera, con lamentos y reprensiones, la confiada convivencia en el ambiente de
la familia?
¿Dónde está aquella generosa
delicadeza y aquel tierno cariño, cuando ella, en vez de crear con una
sencillez natural y prudente una atmósfera de agradable serenidad en la mansión
doméstica, toma una actitud de inquieta, nerviosa y exigente señora, muy de
moda? ¿Es esto un esparcir benévolos y vivificantes rayos solares, o más bien
un congelar con viento glacial del norte el jardín de la familia? ¿Quién se
extrañará entonces de que el hombre, no encontrando en aquel hogar nada que le
atraiga, le retenga y consuele, se aleje lo más posible, provocando al mismo
tiempo el alejamiento de la mujer, de la madre, cuando no es más bien el
alejamiento de la mujer el que prepara el del marido; uno y otra, encaminándose
así a buscar en otra parte, con grave peligro espiritual y con perjuicio de la
trabazón familiar, el descanso, el reposo, el placer que no les concede la
propia casa? ¡En este estado de cosas, los más desventurados son, sin duda, los
hijos!
He aquí, esposas, hasta dónde
puede llegar vuestra parte de responsabilidad en la concordia de la felicidad
doméstica. Si a vuestro marido y a su trabajo corresponde procurar y hacer
estable la vida de vuestro hogar, a vosotras y a vuestro cuidado pertenece el
rodearlo de un bienestar conveniente y el asegurar la pacífica serenidad común
de vuestras dos vidas. Esto es para vosotras no sólo una obligación natural,
sino un deber religioso y un ejercicio de virtudes cristianas con cuyos actos y
méritos, crecéis en el amor y en la gracia de Dios.
¡Pero –dirá tal vez alguna de
vosotras– de esa manera se nos pide una vida de sacrificio! Sí; vuestra vida es
vida de sacrificio, pero no sólo de sacrificio. ¿Creéis, acaso, que en este
mundo se puede gozar una verdadera y sólida felicidad sin conquistarla con
alguna privación o renuncia? ¿Pensáis que en algún rincón de este mundo se
encuentra la plena y perfecta dicha del Paraíso terrestre? ¿Y creéis tal vez
que vuestro marido no tiene también que hacer sacrificios, a veces muchos y
graves, para procurar un pan honrado y seguro a la familia?
Precisamente, estos mutuos
sacrificios, soportados juntos y con recíproca utilidad, dan al amor conyugal y
a la felicidad de la familia su cordialidad y firmeza, su santa profundidad y
aquella exquisita nobleza que se imprime en el recíproco respeto de los
cónyuges y que los exalta en el afecto y en la gratitud de los hijos.
Si el sacrificio materno es
el más agudo y doloroso, lo templa la virtud de lo alto. De su sacrificio
aprende la mujer a tener compasión de los dolores del prójimo. El amor a la
felicidad de su casa, no la cierra en sí misma; el amor de Dios, que en su sacrificio
la eleva sobre sí misma, le abre el corazón a la piedad y la santifica.
Pero –se objetará tal vez
todavía– la moderna estructura social, obrera, industrial y profesional, empuja
a muchas mujeres, aun casadas, a salir fuera de la familia y a entrar en el
campo del trabajo y de la vida pública. Nos no lo ignoramos, queridas hijas.
Es muy dudoso si esa
condición de cosas constituye para una mujer casada lo que se dice el ideal.
Sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho. Con todo, la Providencia,
siempre vigilante en el gobierno de la humanidad, ha insertado en el espíritu
de la familia cristiana fuerzas superiores capaces de mitigar y vencer la
dureza de semejante estado social y de prevenir los peligros que indudablemente
se esconden en él.
¿No habéis observado tal vez
cómo el sacrificio de una madre, que por especiales motivos debe, además de sus
deberes domésticos, ingeniarse para procurar, a costa de un duro trabajo
cotidiano, el sustento de la familia, no sólo conserva, sino que alimenta y aumenta
en los hijos la veneración y el amor hacia ella, y da fuerzas a su gratitud por
sus afanes y fatigas, cuando el sentimiento religioso y la confianza en Dios
constituyen el fundamento de la vida familiar?
Si es ese el caso en vuestro
matrimonio, unida la plena confianza en Dios, que ayuda siempre al que le teme
y sirve, unid, en las horas y días que podréis consagrar enteramente a vuestros
seres queridos, un doble amor y un celoso cuidado, no sólo para asegurar el
mínimo indispensable para la verdadera vida de familia, sino para hacer que se
desprendan de vosotras, hacia el corazón del marido y de los hijos, rayos
luminosos de sol que conforten, abriguen y fecunden, aun en las horas de la
separación externa, la trabazón espiritual del hogar.
Y vosotros, esposos, puestos
por Dios como cabeza de vuestras esposas y de vuestras familias, al mismo
tiempo que contribuyáis con vuestro trabajo a su sustento, prestad vuestra
ayuda también a la obra de vuestras mujeres en el cumplimiento de la santa y
elevada –y no raras veces fatigosa– misión. Colaborad con ellas, con aquella
solicitud y afecto que hace uno de dos corazones, y una misma fuerza y un mismo
amor. Pero sobre esta colaboración y sus deberes, y las responsabilidades que
se derivan, también para el marido, habría mucho que decir, y por eso Nos lo
reservamos para hablaros en otras audiencias.
Ante vosotros, recién
casados, que sucedéis a otros grupos semejantes que os han precedido delante de
Nos y han sido por Nos bendecidos, Nuestro pensamiento nos trae a la mente el
gran dicho del Eclesiastés: Pasa una generación y sucede otra; pero queda siempre la
tierra. Así corren nuevos siglos, pero Dios no cambia; no cambia el
Evangelio ni el destino del hombre para la eternidad; no cambia la ley de la
familia; no cambia el inefable ejemplo de la familia de Nazaret, gran sol de
tres soles, el uno de fulgores más divinos y más ardientes que los otros dos
que le rodean.
Mirad a aquella modesta y
humilde mansión, oh padres y madres: contemplad a Aquel que se creía hijo del carpintero,
nacido del Espíritu Santo y de la Virgen esclava del Señor; y confortaos en los
sacrificios y en los trabajos de la vida. Arrodillaos ante ellos como niños;
invocadlos, suplicadles; y aprended de ellos cómo las contrariedades de la vida
familiar no humillan, sino exaltan; cómo no hacen al hombre ni a la mujer menos
grandes o queridos para el cielo, sino que valen una felicidad, que en vano se
busca entre las comodidades de este mundo, donde todo es efímero y fugaz.
Terminaremos Nuestras
palabras elevando a la Santa Familia de Nazaret una ardiente súplica por todos
y cada uno de vuestros hogares, para que vosotros, queridos hijos e hijas,
cumpláis vuestro oficio a imitación de María de José, y así podáis educar y hacer
crecer a aquellos pequeños cristianos, miembros vivos de Cristo, que están
destinados a gozar con vosotros un día la eterna bienaventuranza del Cielo.
Es lo que pedimos al Maestro
divino, mientras con todo el corazón os damos Nuestra paterna Bendición Apostólica.
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