Ofrecernos al Padre con Cristo inmolado sobre altar
La pasión de Jesús ocupa
un lugar tan importante en su vida; es de tal forma su obra, ha puesto tal
valor en ella, que ha querido que su recuerdo perdurara entre nosotros, no
solamente una vez al año, durante la semana santa, sino cada día; ha creado Él
mismo un sacrificio para perpetuar a través de los siglos la memoria y los
frutos de su oblación en el Calvario; es el sacrificio de la Misa: Hoc facite in meam commemorationem
Una participación íntima y muy eficaz en la pasión de Jesús consiste en
asistir a este santo Sacrificio, u ofrecerlo con Cristo.
En efecto, sobre el altar, como sabéis, se reproduce el mismo sacrificio
del Calvario; es el mismo pontífice, Jesucristo quien se ofrece a su Padre por
manos del sacerdote; es la misma víctima; sólo se diferencia en la manera de
ofrecerlo. Con frecuencia decimos: “¡Oh, si hubiese podido estar en el Gólgota
con la Virgen, San Juan, la Magdalena!” Mas la fe nos sitúa ante Jesús
inmolándose en el altar; El renueva, de una manera mística, su sacrificio, para
hacernos participantes de sus méritos y de sus satisfacciones. No le vemos con
nuestros ojos corporales, mas la fe nos dice que Él está allí, con los mismos
fines por los que se ofrecía sobre la cruz. Si tenemos una fe viva, doblaremos
nuestras rodillas a los pies de Jesús que se inmola, nos unirá a Él, a sus
sentimientos de horror al pecado; nos hará decir con Él: “Padre, heme aquí,
para hacer vuestra voluntad”: Ecce venio,
ut faciam, Deus voluntatem tuam.
Debemos estar unidos a Cristo en su inmolación, ofrecernos con Él;
entonces nos une a Él, nos inunda con Él, nos coloca ante su Padre in odorem suavitatis. Somos nosotros
mismos los que debemos ofrecernos con Jesucristo. Si los fieles participan por
el bautismo del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, “para ofrecer
sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo”: Sacerdotium sanctus, offerre spirituales
hostias, acceptabiles Deo per Jesum Christum. Eso es tan cierto, que en más
de una de las oraciones que siguen a la oblación que acaba de hacer a Dios,
esperando el momento de la consagración,
la Iglesia hace notar esta unión de nuestro sacrificio con el de su Esposo.
“Dignaos, Señor, dice, santificar estos dones, aceptando la ofrenda de esta
hostia espiritual, haced de nosotros mismos una oblación eterna a gloria
vuestra, por Jesucristo Nuestro Señor”, Propitius,
Domine, quaesumus, haec dona sanctifica, et hostias spiritualis oblatione
suscepta, NOSMETIPSOS tibi perfice munus aeternum.
Mas para que seamos aceptados por Dios, conviene que la ofrenda de
nosotros mismos sea unida a la que Jesús hizo de su persona sobre la cruz, y
que renueva sobre el altar. Nuestro Señor nos ha suplido en su inmolación; El
nos ha reemplazado a todos, y, por esto, el golpe que fue de gracia para Él nos
ha hecho morir a todos con Él: Si unus
pro ómnibus mortuus est, ergo omnes mortui sunt: “Si uno ha muerto por todos, todos, por
tanto, han muerto”. Por nosotros, nosotros no morimos con Él sino uniéndonos a
su sacrificio del altar. Y ¿cómo nos uniremos a Cristo en concepto de víctima?
Entregándonos, como Él, al cumplimiento perfecto del beneplácito divino.
Dios debe poder disponer plenamente de la víctima que se le ofrece:
debemos permanecer en esta actitud básica de darlo todo a Dios, de llevar a
cabo nuestros actos de renunciamiento y de mortificación, de aceptar los
sufrimientos, las pruebas y las penas de cada día por amor a Él, de manera que
podamos decir como Jesucristo en los momentos de su Pasión: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem, sic
facio: “Obro así, para que el mundo sepa que amo al Padre”. Esto es
ofrecerse con Jesús. Cuando ofrecemos al Padre eterno su divino Hijo, y
nosotros nos ofrecemos a nosotros mismos “con la Hostia santa”, con las mismas
disposiciones que animaban el Corazón Sagrado de Cristo sobre la cruz, es
decir: amor intenso a su Padre y a nuestro hermanos, deseo ardiente de salvar
las almas, abandono completo a la voluntad de lo alto, sobre todo en aquello
que encierra algo de penoso o contrario para nuestra naturaleza, entonces es
cuando ofrecemos a Dios el homenaje más agradable que puede recibir de
nosotros.
Beato Dom Columba Marmión
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