«¿Quién
se atrevería a suponer que Tú, oh Dios infinito y eterno, me amaste desde
siglos, más aún, antes de los siglos? Aunque yo no existía todavía, tú me
amabas ya y, justamente por el hecho que me amabas me llamaste de la nada a la
existencia... Para mí creaste los cielos tachonados de estrellas, para mí la
tierra, los mares, los montes, los ríos y muchas cosas hermosas que hay sobre
la tierra...
Sin
embargo esto no te bastaba. Para mostrarme de cerca que me amabas con tanta
ternura, bajaste del Cielo a esta tierra llena de lágrimas, llevaste una vida
de pobreza, fatigas y sufrimientos y, en fin, despreciado e insultado, quisiste
ser colgado entre los tormentos en un lúgubre patíbulo... ¡Oh Dios de amor, me
redimiste de esta manera terrible, pero tan generosa!.
Todo
esto no te bastaba todavía. Tu corazón no consintió que yo debiera únicamente
nutrirme con los recuerdos de tu amor ilimitado. Permaneciste en esta tierra en
el Santísimo Sacramento del Altar y en la comunión te unes estrechamente a mí
bajo forma de alimento... compenetras mi alma, le das fuerza y la alimentas...
¿Quién se atrevería a suponer tales prodigios?.¿Qué podrías darme todavía, oh
Dios, después de haberte ofrecido con toda tu persona a mí? Tu Corazón,
ardiente de amor hacia mí, te sugirió otro don más... Tú nos has ordenado
hacernos como niños si queremos entrar en el Reino de los Cielos (cfr. Mt
18,3). Tú sabes bien que un niño necesita una madre: Tú mismo has establecido
esta ley de amor. Tu bondad y tu misericordia han creado para nosotros una
Madre, personificación de tu bondad y misericordia infinitas y desde la Cruz
nos la diste y nos entregaste a Ella como hijos. ¿Quién podrá permanecer lejos
de ti si encuentra una Madre en su camino? ¿Quién no alcanzará con Ella el
Paraíso?
Miremos
dentro de nosotros mismos. ¿Acaso no es verdad que cada vez que nos hemos
ofrecido con toda el alma a la Inmaculada, Madre de Dios y Madre nuestra, ha
entrado siempre la paz en nuestro corazón?... ¿no es verdad que cuanto hemos sido
tentados y hemos recurrido a Ella con confianza nuestra voluntad ha recibido
ayuda y no se ha sometido?... ¿no ha sido precisamente así? Quien no lo haya
experimentado todavía, que pruebe, que lo vea, que se dé cuenta personalmente:
¡comprobará lo potente y lo buena que es la Madre de Dios y Madre nuestra!
También nuestra, nuestra Madrecita»
San Maximiliano María Kolbe
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