En un ya lejano 12 de diciembre de 1987 recibimos por gracia de Dios y de la Santa Madre Iglesia el Sagrado Orden del Diaconado.
Por la sagrada imposición de manos del Obispo los nuevos Diáconos quedamos más estrechamente configurados con Cristo, Enviado y Siervo del Padre, que vino no a ser servido sino a servir al decreto amoroso de salvar y redimir al género humano.
Nuestra pobreza fue asumida por la Omnipotencia de Dios rico en misericordia.
Sobre nuestra pequeñez descendió con su fuerza el Espíritu de Amor, Aquél que es Señor y dador de vida, Don en sus dones espléndido.
Por mucho que nos esforcemos nunca podremos alcanzar a conocer en plenitud, al menos en esta vida, el don de Dios recibido.
Al igual que la mujer samaritana percibimos que el Maestro nos regala un "agua" cuya pureza y frescura es distinta a todas las otras aguas. No admite comparación.
Se trata de un "agua viva", que "salta hasta la vida eterna". Un "agua" que quien la bebe "jamás tendrá sed".
Sin embargo, a pesar de experimentar todas estas cosas en nuestra pobre medida y capacidad, no llegamos a conocer bien el don de Dios.
Somos tan pobres que a pesar de gustar el "agua viva" nos empeñamos en saciar nuestra sed con otras aguas que lejos de calmarnos nos dejan todavía más sedientos.
El Padre de las misericordias pone en nuestras pobres manos un tesoro, pero tanto Él como nosotros sabemos que nuestras manos no son más que una humilde vasija de barro, frágil y quebradiza.
Es por ello que el Apóstol nos invita a que permanentemente renovemos la "gracia recibida por la imposición de manos".
La gracia sólo se renueva volviéndonos permanentemente a Aquél que ya desde el seno materno nos eligió con amor de gratuidad y predilección, siempre conscientes de que "Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos".
La cercanía del Misterio de la Encarnación y de la Natividad del Señor renueva nuestra esperanza, pues el Señor no hace ascos a la pobre naturaleza humana. Él Verbo de Dios la asume haciéndose carne y la redime haciéndose obediente al Padre hasta la muerte y "una muerte de cruz". Es por amor que lo hace; "por nosotros y por nuestra salvación".
A través de la gracia de la Sagrada Ordenación el Señor nos adentra más profundamente en el misterio de su humillación, de su abajamiento, de su hacerse Siervo para así reinar y ser glorificado. Se trata de la sabiduría de Dios, distinta e incluso opuesta a la sabiduría del mundo. No es otra cosa que el escándalo de la cruz de Cristo, locura para unos y necedad para otros, sin embargo fuerza y sabiduría de Dios.
Desde esta perspectiva la Sagrada Ordenación no es una elevación del ordenado sino un don para el mundo entero. No se trata de una elevación sino más bien al contrario, un dejarse conducir por Cristo, con Él y en Él, para adentrarse en la senda de la humillación y del abajamiento, siendo por Él transformados en "Cooperadores de Cristo" para la salvación de los hombres.
Adentrarse vitalmente en este misterio lleva consigo la aceptación de participar en la "suerte" de Cristo, pues "no es mayor el discípulo que su Señor".
La humillación y el abajamiento del ordenado supone por parte de este la aceptación consciente del peligro real de sufrir una mayor embestida, a veces de forma realmente brutal, del misterio de iniquidad que opera constantemente en el mundo y que se manifiesta a través de los tres enemigos del alma:el demonio, el espíritu del mundo y la flaqueza de la propia carne.
La humillación y el abajamiento -kénosis- son la senda y la señal distintiva del Siervo, esto es del Cristo -Elegido, Ungido y Enviado-. Senda y señal, por lo tanto, del ordenado.
Y es precisamente en esta pobreza y en esta humillación donde Dios fragua su victoria, vence sus batallas y derriba a sus enemigos.
El Siervo sabe bien de quien se ha fiado. No confía en sus fuerzas sino en su Señor. No le corresponde a él trazar los planes de la batalla sino a su Señor. No lucha por su victoria sino por la victoria de su Señor.
El Siervo no es un fin en sí mismo sino un medio, un instrumento en las manos de su Señor, un puente para que los demás pisen sobre él y crucen hasta la otra orilla.
El Siervo no es un esclavo sino un hijo muy amado.
Asomarse a este tremendo misterio y dejarse "envolver" por él sería la mayor de las locuras y la más grande temeridad e imprudencia sin aquella firme convicción que sólo puede ser fruto de la fe y que el Apóstol Pablo refleja en sus palabras: "Todo lo puedo en Aquél que me conforta".
El ordenado tiene un único sustento sobre el que apoyar su propia fragilidad, una sola fuente en la que calmar su sed, un único alimento para fortalecerse, un único solaz para acopiar fuerzas: el amor de Dios.
A pesar de todos los pesares, "¿quién nos separará del amor de Cristo?, de ese Cristo que nos ha elegido, que nos ha abrazado sumergiéndonos consigo en su humillación y abajamiento. ¿Quién nos separará del amor de ese Cristo que sigue encarnándose en nuestra pobre naturaleza humana, que se encarna en nosotros y a través de nosotros para llevar a plenitud su obra redentora?
Nada ni nadie nos puede separar de Él ni de su Amor.
Nada ni nadie podrá hacerlo mientras permanezcamos al amparo de Aquella que nos ha sido dada por Madre, Refugio y Auxiliadora.
No hay Cristo sin María.
No habría Siervo sin que hubiera habido antes el Sí de la Sierva.
Así lo dispuso Dios.
En este aniversario de ordenación, profundamente unido a todos los ordenados de todos los tiempos y a todos los que participamos de un mismo bautismo y de una misma fe católica, rindo homenaje filial a la Mujer vestida de Sol, a la Madre que Cristo nos dio y que es para todos modelo de humildad y de entrega a Dios. A la Madre que siempre está a nuestro lado y que permanece fiel y firme a los pies de nuestra cruz.
Amor eterno a María, Madre y Cooperadora singular de Cristo Redentor y Estrella de la evangelización.
Bajo su amparo maternal se disipa todo temor, se dulcifica todo sufrimiento y se fortalece la esperanza, pues Ella es refugio y camino seguro que nos conduce hasta Dios y hasta la inmensidad de su amor.
P. Manuel María de Jesús
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