Todo
el pueblo cristiano es sacerdotal. La comunidad reunida en torno a Cristo forma
«una estirpe elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido
para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable»
(1Pe 2,5-9; +Ex 19,6). También en el Apocalipsis los cristianos, especialmente
los mártires, son llamados sacerdotes de Dios (1,6; 5,10; 20,6). Y esta inmensa
dignidad les viene de su unión sacramental a Cristo sacerdote.
Así
Santo Tomás de Aquino: «Todo el culto cristiano deriva del sacerdocio de
Cristo. Y por eso es evidente que el carácter sacramental es específicamente
carácter de Cristo, a cuyo sacerdocio son configurados los fieles según los
caracteres sacramentales [bautismo, confirmación, orden], que no son otra cosa
sino ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo, del mismo Cristo
derivadas» (STh III,63,3).
Pues
bien, en la liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su pueblo
sacerdotal, que es la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande, por la que
Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia
siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). Concretamente,
cualquier acción litúrgica, como enseña Pablo VI, «cualquier misa, aunque
celebrada privadamente por el sacerdote, sin embargo no es privada, sino que es
acto de Cristo y de la Iglesia» (Mysterium fidei; +LG 26a).
Y
por otra parte la misma vida cristiana ha de ser toda ella una liturgia
permanente. Si hemos de «dar en todo gracias a Dios» (1 Tes 5,18), eso es
precisamente la eucaristía: acción de gracias, «siempre y en todo lugar»
(Prefacios). Si en la misa le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda
permanente» (PE III), es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser un
culto incesante. Así lo entendió la Iglesia desde su inicio:
La
limosna es una «liturgia» (2 Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer, beber,
realizar cualquier actividad, todo ha de hacerse para gloria de Dios, en acción
de gracias (1 Cor 10,31). La entrega misionera del Apóstol es liturgia y
sacrificio (Flp 2,17). En la evangelización se oficia un ministerio sagrado (Rm
15,16). La oración de los fieles es un sacrificio de alabanza (Heb 13,15). En
fin, los cristianos debemos entregar día a día nuestra vida al Señor como
«perfume de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Flp 4,18); es
decir, «como hostia viva, santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto
espiritual» (Rm 12,1).
Así
pues, todos los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio tanto en
su vida, como en el culto litúrgico, aunque en éste no todos participen del
sacerdocio de Jesucristo del mismo modo.
Fuente: encuentra.com
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