Excelencia de la devoción a San
José
Nuestra salvación está en
vuestras manos, ¡oh José!
Gén. XLVII, 25.
Después de la devoción a Jesús y
a su divina Madre, no hay devoción más justa y más sólida que la que la Santa
Madre Iglesia nos invita a tener a San José. De todos los santos propuestos a
nuestra devoción, ninguno es más poderoso que él cerca de Dios, y nadie tiene
más derechos que él a nuestro amor, a nuestra confianza y a nuestro homenaje de
piedad filial.
Dios Padre, confiando a San José
los tesoros más preciosos del cielo y de la tierra, al escogerlo entre todos
los hombres para ser el jefe de la Sagrada Familia, nos dio en cierto modo la
medida del respeto que le debemos.
El antiguo patriarca José conoció
en su juventud, por misteriosa revelación, el grado sublime a que sería
elevado; vio en un sueño a los dos principales astros de nuestro firmamento inclinarse
respetuosos delante de él; pero esta profética visión no se verificó
exactamente sino con el segundo José, del cual el primero fue tan sólo una
imagen, pues Jesucristo, que es el verdadero Sol de justicia que ilumina a los
hombres, y María, la Luna esplendente (Pulchra ut Luna) que envía a la tierra
la luz que recibe del Sol, se sometieron enteramente a la dirección de San
José, y le tributaron el homenaje de la más respetuosa obediencia, como a su
jefe.
La vida de Jesús debe ser nuestro
modelo. «Os he dado el ejemplo, a fin de que lo que Yo hice, lo hagáis vosotros
también».
Pues bien; desde el momento que
el Eterno Padre escogió a San José para
que le representara sobre la tierra, Jesús, lo honró como a su padre, le
obedeció en todas las cosas, y lo sirvió con sus divinas manos, tributándole la
más obsequiosa reverencia.
Gersón encuentra en el profundo
abajamiento de Jesús, obediente a José, la justa medida de la altura sublime a
que fue elevado nuestro Santo. Este subió en la misma proporción en que
descendió Jesús, de manera que la obediencia de Jesús nos prueba al mismo
tiempo su incomprensible humildad y la incomparable dignidad de José. De manera
que los actos de sumisión que practicaba el Hijo de Dios obedeciendo a José,
eran para este otros tantos grados de la más sublime elevación. ¿Cómo podremos,
pues, comprender la dignidad de un Santo que se vio obedecido, respetado y
servido, por el espacio de tantos años, por su Creador, por su Dios?. . .
María respetó y honró a San José
como a dueño y como a esposo, destinado por el Eterno Padre para protegerla y
dirigirla y Ella, que es reverenciada por los ángeles y por los serafines; que
vio inclinarse reverente al arcángel Gabriel, y ante quien se postra la Iglesia
triunfante y militante, se humilló ante José, prestándole los más humildes
servicios.
Uno de los motivos que tenía la
Virgen Santísima para honrar así a San José, era que conocía todos los tesoros
de gracias con que el Espíritu Santo había colmado su corazón; pero cuando vio
al Hijo de Dios respetar a José como a padre, servirlo como a su señor,
escucharlo como se escucha al maestro, ¿quién podrá apreciar a qué grado se
elevó su amor y reverencia a tan santo esposo?.. . Deseó entonces honrarlo como
Jesús lo honraba; y no pudiendo hacerlo con la misma humildad, pues aquella era
la de un Dios, se confundía en esa misma impotencia y manifestaba esa santa
confusión a José, para compensarlo en alguna manera de cuanto hubiera deseado
hacer, no sólo como esposa, sino como sierva, a imitación de Jesús.
La Santa Iglesia, a quien Dios
confió las llaves de la ver-dad, para que nos condujera por el camino de la
piedad sólida, al recomendamos la devoción a San José, trata de inspirarnos una
gran confianza en su poderosa protección. Le levantó magníficos santuarios, y
estableció más de una fiesta solemne en su honor, que se celebran en todo el
mundo católico: de manera que de oriente a occidente, doquiera resuena el
nombre augusto del divino Salvador, se repite también el de su dilectísimo
Custodio, verificándose así el oráculo de Nuestro Señor Jesucristo: «El que
permanece alerta en la guardia de su Señor, será glorificado».
La Iglesia propone a San José
como modelo de vida interior y patrono de la buena muerte; nos exhorta a
consagrarle el miércoles de cada semana, y para inducir a los fieles a honrarlo
siempre más y más, concede numerosas indulgencias a las prácticas piadosas que
se hacen en su honor.
Es así como la Iglesia trata de
dar a su santo Protector un justiciero tributo de reconocimiento, por los
favores insignes que de él ha recibido. En efecto —dice San Bernardo—, San
José, con la santidad de su vida, cooperó al misterio de la Encarnación del
Verbo más que todos los antiguos Patriarcas con sus vivos deseos, con sus
lágrimas y con sus méritos. La pureza de San José ha sido, en cierto modo, más
fecunda que la fecundidad de todos los antecesores del Salvador. El, con su
castidad, fue más afortunado que todos los héroes de la Ley antigua; y en
cierto modo fue necesario, por así decirlo, para que se cumpliera el más
augusto de los misterios: no tan sólo para que el Salvador viniera al mundo,
con toda la honra que merecía, sino también —dice Santo Tomás— para que ese
mismo mundo creyera al mismo tiempo en la Encarnación del Hijo de Dios y en la
Virginidad Inmaculada de María.
San José, como el virrey de
Egipto, no solamente almacenó el trigo natural para sustentar a los súbditos de
un rey idólatra, sino que preparó y conservó para el pueblo de Dios, el trigo
de los elegidos, el Pan de los ángeles, el alimento que lleva a la vida eterna.
Y la Iglesia, teniendo presentes
favores tan inestimables, ha querido tributar a San José, honores mucho más
elevados que los que otorgara el Faraón al hijo de Jacob.
Oh José —exclama la Iglesia—,
pongo todos mis hijos bajo vuestra protección. María Inmaculada es mi Madre, mi
Reina; Jesús, vuestro Hijo, es mi Esposo divino, y vos ocuparéis el lugar de
Protector y de Padre. Adoptando por Hijo al Salvador del mundo, adoptasteis
también a sus hermanos, que son mis hijos, y estoy segura de que vuestra
caridad inextinguible no les negará ni los cuidados, ni los servicios que
tributasteis a Jesús,
Después de estas sublimes e
importantes consideraciones, no nos sorprenderá que todos los fieles tengan
tanta confianza en San José, ni de que todas las Congregaciones, que son
ornamento de la Iglesia, se hayan colocado bajo su protección, tomándolo como
Patrono y modelo.
Todos los santos han tenido la
más tierna devoción a San José. Recordemos a San Bernardino de Sena, San
Bernardo, Santa Brígida, San Francisco de Sales y Santa Teresa, verdaderos
modelos de esta devoción.
El santo Obispo de Ginebra, San
Francisco de Sales, en todas sus obras
habla de San José con la más tierna devoción. A él le dedicó, como al más
querido Protector, su sublime Tratado del amor de Dios, y se gloría doquiera de
pertenecer a este gran Patriarca. Escogió al casto esposo de María como a
principal Patrono y ángel tutelar de la Visitación, y manda a las novicias, que
lo tengan como guía particular en el camino de la oración mental y de la
contemplación. Gracias a su celo, se erigió en la ciudad de Annecy un hermoso
templo en honor de este gran Santo, y en la víspera de su muerte manifestó al
rector de la iglesia que San José lo había visitado, añadiendo: «¿No sabéis,
Padre mío, que soy todo de San José?…» El religioso que lo asistía, tomando
entre sus manos el breviario del Santo, no halló en él más que una estampa, y
era la de San José.
El celo de Santa Teresa se
hermana con el del piadoso Obispo de Ginebra. Encendida en la más viva y tierna
devoción a San José, ¡con qué empeño se dedicó a propagarla!. . . Escribió,
habló, y nada ahorró para que San José fuera conocido, amado y honrado de
acuerdo con sus méritos. Lo invocaba como a su Padre y señor; no emprendía
ninguna obra sin implorar su socorro; le consagró trece monasterios que fundó
en su honor, y exhortaba siempre a todos los fieles a recurrir a él con
confianza, y a ponerse bajo su patrocinio. A pesar de su solicitud en ocultar
los favores con que Dios se complacía en enriquecerla, tratándose de contribuir
a la gloria de San José, su pluma y su lengua ponían de manifiesto el secreto
de su afecto: no podía dejar de manifestar las gracias extraordinarias que
obtenía por su mediación.
Pero dejemos que ella misma hable
en el capítulo VI de su Vida. La autoridad de una Santa tan venerada en la
Iglesia por sus extraordinarias virtudes, debe inspirarnos confianza plena en
tan poderoso Protector.
«No me acuerdo, hasta ahora,
haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las
grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo,
de los peligros que me ha librado, así de cuerpo corno de alma. Que a otros
santos parece les dio el Señor
gracia para socorrer en una necesidad;
a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el
Señor darnos a entender que, así como le fue sujeto en la tierra, que como
tenía nombre de padre, siendo hayo, le podía mandar; así en el cielo hace
cuánto le pide. Esto han visto otras algunas personas, a quien yo decía se
encomendasen a él, también por experiencia. Y aún hay muchas que le son devotas
de nuevo, experimentando ésta verdad. . .
«Querría yo persuadir a todos
fuesen devotos de este glorioso Santo, por la gran experiencia que tengo de los
bienes que alcanza de Dios. No he conocido persona, que de veras le sea devota
y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la virtud.
Porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan. Paréceme
ha algunos años, que cada año en su día le pido una cosa, y siempre la veo
cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío... Sólo pido por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por
experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y
tenerle devoción; en especial, personas de oración siempre le habían de ser
aficionadas. Que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles, en el
tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a San José por lo
bien que los ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración,
tome este glorioso Santo por maestro, y no errará en el camino» (Vida, VI, 47).
Por fin, el amor que debemos a
Jesús es un dulce estímulo para honrar a aquel que le sirvió de padre. La
devoción a los santos que tuvieron más íntima relación con su divina Persona en
esta tierra, le es más grata que cualquiera otra. De consiguiente, si amamos
verdaderamente al divino Salvador, si queremos agradarle, ¿cómo no amaremos al
Santo que El tanto amó, y que tuvo para El un amor tan tierno y tan perfecto?.
. .
Fuente: http://elsagradocorazon.blogspot.com.es/
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