* Año de la Vida Consagrada
La Solemnidad del Santo Patrón de la Fraternidad, San José, siempre estará asociada en la mente y en el corazón de cuantos la conocieron y la trataron a la Madre María Elvira.
Se cumple hoy el 9º aniversario del fallecimiento de la Madre María Elvira de la Santa Cruz, Cofundadora de la Fraternidad de Cristo Sacerdote y Santa María Reina y de las Hermanas Misioneras de la Fraternidad.
Esa asociación entre la Solemnidad de San José y la Madre María Elvira está muy por encima de una coincidencia de fechas, si bien estoy plenamente convencido de que su partida de este mundo, coincidente con la fiesta de nuestro Santo Padre y Guardián San José, fue providentemente escogida por Dios nuestro Señor como una gracia para ella y también para cuantos compartíamos con ella el don del mismo carisma vocacional y apostólico en el seno de la Santa Iglesia.
Las decisiones de la Divina Providencia, que en ocasiones llegan a traspasar y romper de dolor nuestro pobre corazón humano, meditadas y guardadas día a día en lo más íntimo de nuestra alma al calor de la fe y de la esperanza terminan por ser plenamente aceptadas y estimadas como un don, fruto de la Sabiduría infinita de Dios, pero también como fruto de su amor y de su misericordia sin límites. Porque el mismo que hiere es quien venda la herida de los corazones y los acaba sanando. Y porque el Señor, en su Providencia amorosa, es el único que sabe y puede sacar de los males bienes incontables.
Humanamente la pérdida de la Madre María Elvira puede ser justamente considerada como una pérdida irreparable. Cada persona es única en su personalidad y en aquellas cualidades y gracias que ha recibido de Dios, y se convierte en un don para los otros cuando comparte su vida y su corazón con ellos.
Sin embargo, esa pérdida irreparable a nivel humano Dios la puede transformar en una gracia inmensa. Una gracia que ilumina, que fortalece, que acompaña a cuantos abren su corazón y aceptan superar ese drama apoyados en la fe, en la esperanza y en el amor de Cristo crucificado y resucitado de entre los muertos.
No puedo menos, por deber y por un agradecimiento sin medida a Dios y a la Madre María Elvira, dejar de cantar y de contar las maravillas del Señor, siempre bajo mi limitada y pobre perspectiva, aunque consciente de que lo que percibimos de las obras del Señor en lo íntimo de sus hijos más fieles y que corresponden a su gracia es siempre tan sólo la punta del iceberg.
Soy testigo privilegiado del alto grado hasta el que nuestra Hermana se entregó con el fin de corresponder al don y a la vocación que recibió del Señor para vivir como Esposa y Madre.
Esposa de Cristo, cuya aspiración más alta consistía para ella en participar de la Cruz del Esposo uniendo a la oblación de su vida a la oblación que el Sumo y Eterno Sacerdote hizo de Sí mismo desde su Encarnación hasta la consumación de su entrega en el Calvario- Consummatum est-.
La oblación comprendida y plenamente aceptada como la prueba y manifestación del amor más grande hacia el Esposo y hacia el género humano - Pro eis ego sanctifico meipsum-.
Es el culmen, el broche de oro, la coronación de la sublime vocación recibida del Amado.
Esposa de Cristo para ser al mismo tiempo Madre por la fecundidad espiritual de la acción del Espíritu, Señor y dador de vida. Un maternidad espiritual que se alimenta y se ejerce en el seno de la Iglesia Madre.
Esta maternidad fecunda, la Madre María Elvira la fue aprendiendo y desarrollando en una intimidad maravillosa de la mano de Aquella que es Madre de Dios, Madre de la Iglesia y Madre de todos los hombres.
La Madre María Elvira fue alumna aventajada en la Escuela de María, como lo fueron las santas vírgenes cristianas. Como lo fue nuestra Santa Protectora Teresa del Niño Jesús. De tal forma que María Elvira aprendió velozmente que su vocación también consistía en ser el amor en el seno de su Madre la Iglesia. Sólo así podía corresponder a sus esponsales con Cristo y ejercitar su maternidad espiritual.
Ser el amor en el seno de la Madre Iglesia se concretizó para ella en una entrega sin reservas a Cristo vivo y victimado en la Eucaristía y a María Corredentora del género humano. Siempre con la santa pretensión de colaborar con la gracia para conformarse y asemejarse más y más al Esposo y a la Madre de misericordia.Y como fruto de ese amor, la entrega sin reservas a cuantos el Señor fue poniendo en el camino de su vida.
En su corazón maternal ocupaban un lugar especialísimo los niños, los ancianos y los más pobres. Un lugar muy particular reservaba en su corazón para los sacerdotes de Jesucristo.
Nunca he encontrado a nadie que superase a la Madre María Elvira respecto de la veneración hacia los sacerdotes. Su oración más inflamada y acompañada del ofrecimiento de sus mayores sacrificios eran especialmente reservados por ella para los ministros de Jesucristo.
En la Escuela de María aprendió a volar y voló bien alto.
Comprendió que no se es madre si no se engendra no se transmite y no se comparte la propia vida.
En la Escuela de María aprendió las lecciones divinas del Esposo y de la Madre: hay que morir para vivir; hay que entregar la propia vida para que otros tengan vida y la tengan en abundancia.
De esta forma quiso ofrecer su vida y aceptar con infinita paz su muerte. Como un acto de amor, como un ejercicio divino de amor maternal.
Su amor esponsal a Cristo y su amor maternal vivido hasta la consumación en el seno de la Iglesia han quedado sellados para toda la eternidad.
El vacío inmenso que ha dejado humanamente se compensa con la certeza personal de que su amor acrisolado y transfigurado es una llama viva que intercede constantemente ante Cristo Sacerdote por todos nosotros.
Ese vacío inmenso se va llenando con la esperanza de participar un día con ella y con todos los que mueren en el Señor de las alegrías de la Jerusalén celestial.
Quiera Dios y la Virgen Santísima que muchas jóvenes se decidan a seguir sus pasos, vivir su espiritualidad y ser continuadoras de su obra en el seno de la Iglesia.
Manuel María de Jesús F.F.
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