Un filósofo chino ha dicho: “Los americanos no son felices; se ríen demasiado.” Una risa ruidosa es disipación; una sonrisa es comunión. La risa es chillona y sale de fuera del corazón; la sonrisa es tranquila y sale del interior del corazón. ¿Por qué tiene tanto atractivo el ruido en la moderna civilización? Probablemente porque las almas carentes de dicha y desilusionadas tienen necesidad de él para no fijarse en su insatisfacción. Ninguna casucha es tan pequeña ni está tan oscura, tan húmeda ni deteriorada como el interior de un modernista. El bullicio y el ruido externo apartan al alma de la contemplación de las heridas íntimas y retrasan su cicatrización.
Cuanto más nos aproximamos al espíritu, tanto más aumenta el silencio. A cada paso que da la criatura hacia el Creador, disminuyen las palabras. En los comienzos, el amor habla; luego, al profundizar en su abundancia, desaparecen las palabras. Al principio está el Verbo hecho carne; después, el Espíritu, que es demasiado profundo para las palabras. Al principio, el Verbo se “expresa” en Galilea; luego vienen los nueve días de silencioso retiro, en espera de la Pentecostés. Cuanto más profundo es el cariño del marido con la esposa, menos habla él delante de los demás.
Son tontos los que dicen que se quieren porque les gustan las mismas cosas: los paseos de otoño, la música de Wagner, la poesía, los valets o los objetos raros. Estas predilecciones “exteriores” no les servirán para nada si no se quieren entre sí en silencio. El amor aumenta y se despierta con el silencio. La amistad nace con las palabras; el amor proviene del silencio. También tiene el silencio armonías y equilibrio. Se precisan cuando menos dos personas para producir verdadero silencio. En el desacuerdo puede existir silencio, pero no comunidad de paz. El conferenciante que no se ha preparado habla más que el que se preparó. Cuanto más clara es la intuición de la verdad, menor es el número de palabras que se necesitan. En Dios sólo existe una Palabra que resume todo lo que se conoce o debe ser conocido.
La clave del misterio de María, Madre de Jesús, la tenemos en su silencio. Los Evangelios solamente nos recuerdan hablando siete veces a lo largo de los treinta y tres años de íntima convivencia con Su Divino Hijo. Esto desmiente a los que atribuyen locuacidad a la mujer. La Virgen se calló aun en momentos en que creemos que debiera haber hablado. ¿Por qué no descubrió a José cuando pensaba repudiarla que el Niño lo había concebido en el templo de Su Cuerpo por el amor del Espíritu Santo? Tal vez le impulsara a frenar su lengua un sentido de pudor femenino, pero parece más probable que callase por saber que Dios, que había empezado el milagro en ella, aclararía también el misterio.
Es una regla absoluta de santidad no justificarse nunca ante los hombres. El Evangelio nos dice sencillamente que, acusado falsamente ante los jueces, “Jesús callaba.” El Señor nunca contestó a una mentira.
Las siete veces que habla la Virgen pueden llamarse sus “siete palabras,” y son un magnífico paralelo de las siete últimas Palabras pronunciadas por Jesucristo en la Cruz. La primera y la segunda de las palabras de la Virgen se dirigieron a un ángel; la tercera la dirigió a su prima Santa Isabel y es un saludo; la cuarta, su canto, el Magníficat; la quinta y la sexta las dijo a su Divino Hijo en el Templo y en las Bodas de Caná; la última, a los criados camareros. Hay ocasiones en las que esperaríamos alguna palabra de la Virgen; por ejemplo, en el nacimiento del Niño o cuando los Magos le ofrecieron sus regalos. Pasaron doce años entre el Magníficat y el reencuentro con Jesús en el Templo. Y desde este instante, calle de nuevo por espacio de cerca de veinte años. Es muy probable que, por su humildad, pidiera a los evangelistas que hablasen de ella lo menos posible, y corrobora esta hipótesis el hecho de que hable muy poco San Juan, que fue el evangelista que mejor la conoció y al que la confió Jesús para después de Su Muerte.
Cuando el Señor hubo obrado Su primer milagro cambiando el agua en vino, las Sagradas Escrituras no consignan ya ninguna otra palabra de la Virgen, a pesar de aparecer todavía en ministerio público al pie de la Cruz y en la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles el día de Pentecostés.
En cuanto aparece el Sol, ya no es precisa la Luna.
Cuando habla el Verbo, la Virgen no tiene motivo para pronunciar ni una sola sílaba. El Verbo recibe el obsequio del silencio.
¿Y por qué es tan silenciosa la Virgen? ¿Por qué hablamos nosotros tanto de Ella?
¿Por qué es tan callada la Virgen? La respuesta es ésta:
Cuanto más habla uno con el Creador, más taciturno se hace con las criaturas. Esa es la naturaleza del amor.
Hasta en el amor romántico está silencioso el amante cuando tiene junto a sí a la amada. Está entregado al sueño con los ojos abiertos y se pierde entre nostalgias y recuerdos; parece insensible a lo que dicen los demás y no ve lo que hacen; tan arrobado está contemplando a la amada.
Trasladando esto a la vida espiritual, cuando el corazón humano prueba la formidable realidad del amor de Dios, todo lo demás carece de importancia.
San Pablo, arrebatado en éxtasis al tercer cielo, deseó recoger sus tiendas y marchar a estarse siempre con Jesucristo. Uno vez que había escuchado las celestes melodías, no podía ya soportar los ruidos bulliciosos de la tierra.
Pero si el amor engendra silencio, ¡qué silenciosa debía estar la Mujer que, como un sagrario, tuvo durante nueve meses el privilegio de llevar consigo misma al Albergador y Dueño del mundo.
Una madre terrenal mira los ojos de su hijo y ve lo más precioso que existe para ella; ¿y qué vería la Virgen sino el mismo Cielo al contemplar los ojos de Su Niño? Jugaría con las manecitas y los deditos de los que se desprendieron planetas y mundo; vería los labios que repiten el eco de la inmutable sabiduría de la eternidad; acariciaría los piececitos que un día serían taladrados por el hierro a causa del amor a los hombres, y todo esto inspira silencio por temor a perder un gesto o una sílaba.
Después de todo, entre el Criador y la criatura sólo existe el lenguaje del silencio.
Dos emociones dejan a uno sin habla: el miedo y la belleza. El miedo, porque queriendo obrar, no acierta a hablar; la belleza, porque prendado uno de su encanto y no queriendo interrumpir el lenguaje de los ojos, se queda uno enmudecido.
Para la Virgen María, descender de la belleza del Verbo a la trivialidad de las palabras, sería como bajar del aire puro de una montaña a la polvareda de los escombros y de los derribos.
La oración se empieza hablando con Dios, pero termina escuchando a Dios.
Frente a la Verdad absoluta, el silencio es la lengua del alma, pues sólo percibimos una palabra: la Palabra eterna, que es nuestro Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida.
La Mujer por medio de la que es conocida y comprendida toda otra mujer no era tampoco una señora de pocas palabras; era la Madre del Verbo.
Ante lo maravilloso, la lengua se limita a exclamación o dice: “Me quedo sin habla.” Ante el Eterno, el corazón queda silencioso. Lo bello es una unidad tan colmada, que describirlo con palabras es destruirlo. Por eso es silenciosa María.
Queda por contestar otra pregunta: ¿Por qué ensalzamos tanto a la Virgen? ¿Por qué hay tantos libros escritos sobre Ella? Continuamente estamos enojando a sus enemigos hablando de Ella, lo mismo que enojamos a los enemigos de Su Hijo al hablar de Él.
El silencio provoca alabanzas de los demás. Pero quienes hablan de su “yo,” no ven ensalzados sus méritos por los demás. Al hacerse su autobiografía, se ven privados justamente de una biografía.
El corazón humano desea instintivamente poner palabras en los labios de los que no hablan, del mismo modo que una mamá interpreta las palabras no pronunciadas aún por los labios de su pimpollo. El silencio invita a hablar a los admiradores. El silencio de la selva ha movido a millares de poetas a cantar sus loas. Una rosa encarnada, un niño que está durmiendo, la mirada espiritual de una monja, todo eso inspira alabanzas, deseos y admiración.
La Virgen, que supo callar, ha sido objeto de todos los elogios; todas las generaciones la llaman bienaventurada. Sin embargo, Herodes, que habló con la lengua y con la espada, no ha recibido el elogio de nadie.
¿Han probado alguna vez decir a su madre lo mucho que la quieren? ¿No se han dado cuenta que no encontraban palabras para ello? Tal vez le hayan dicho alguna vez: “Mamá, te quiero mucho,” sin acertar a decir más. Sus labios no han logrado ir al paso del corazón: su cariño era superior a lo que podían manifestar mediante las palabras.
Lo mismo sucede en las cosas del amor; éste se halla tan dentro del corazón, que los labios son una ventanilla demasiado estrecha. Resulta como querer pasar un camello por el ojo de una aguja.
El amor puede compararse también con un ovillo de hilo: se compone de millones de argumentos de amor, como si fueran hilillos; pero si tratamos de deshilvanarlo en palabras, nos encontraremos sin el ovillo de amor. Cuando decimos a nuestra madre que la queremos mucho, notamos que hemos dejado sin expresar nuestro amor tal como lo sentimos. Cuanto más queremos a una persona, mayor es la dificultad con que tropezamos para encontrar palabras con que expresar nuestros afectos. Siempre resultan meros intentos.
Este es el motivo por el que se escriben tantos libros y poesías en loor de nuestra Bendita Madre. Como unos niños, creemos que si a lo que ya se ha dicho añadimos algunas palabras nuestras, habremos dado una prueba de nuestro amor. A mí me sucede que hablo un domingo tras otro por la radio de la Madre del Señor, pero nunca quedo satisfecho. Si la amara más, de la que la amo, no tendría palabras. Tal vez la quieren tanto ustedes, que no tengan palabras con que expresarlo y por eso no habrán escrito ningún libro sobre Ella ni hablado de Ella por la radio. Sin embargo, si mi discurso sobre la Virgen les deja sin hablar, me sentiré dichoso por cooperar al aumento de su amor y los envidiaré que la quieran más que yo.
Me sentiré feliz si les convenzo de que deben unir el silencio a la palabra. Que sus palabras sean oración, y su silencio, meditación. Hablan al rezar el Rosario; escuchan cuando meditan sobre los hermosos misterios de la vida del Señor. ¡En el Rosario, lo mismo que en cualquier otra oración, el oído es más importante que la lengua!
En la cruzada mundial del Rosario por la paz del Mundo, pueden unir ambas cosas. En el Rosario podrán apreciar una combinación de la Palabra con el Silencio, de la Acción y Contemplación, porque tres decenas están dedicadas a los pueblos contemplativos del mundo: las cuentas verdes, para la misiones de África; las azules, para las del Pacífico; las amarillas, para las de Asia. Las otras dos decenas se dedican a los pueblos activos: las cuentas encarnadas, para las misiones de América, y las blancas para las de Europa. Les diré que el Cardenal Fumasoni Biondi, que está al frente de la Obra de Propagación de la Fe y es mi superior inmediato, me ha escrito en estos términos: “Admiro la ingeniosa manera de dar a las personas una conciencia misionera a través de la Cruzada Mundial del Rosario. También la empleo yo.”
Desearía que todos nosotros terminásemos el rezo del santo Rosario por la paz del mundo con la Salve, tal como la cantan los silenciosos Trapenses.
Siempre que rezo esta oración, pienso en los días que pasé predicando un retiro espiritual a los monjes Trapenses del monasterio de Nuestro Señor del Getsemaní, en el Kentucky.
Oficialmente era yo quien predicaba el retiro a los 215 santos varones del monasterio, pero en realidad de verdad, fueron ellos los que me lo predicaron a mí.
Como ya lo sabrán, esos religiosos llevan una vida de silencio y sólo hacen uso de la palabra para orar. Al fin de la jornada, una vez acabadas las siete horas de oración formal, se apagan todas las luces de la Capilla y en esa completa oscuridad empiezan a cantar en latín “Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia, Vida, Dulzura y Esperanza nuestra.” En este momento la gran vidriera policroma del fondo de la larga nave, que no se veía con la oscuridad, empieza a iluminarse y a emitir un ligero temblequeo de luces. En el punto en que los santos varones, inspirados por la belleza de la Madre del Salvador, desatan sus lenguas para el canto más vibrante y de mayor emoción de todo el día, comienza a distinguirse la cara de la Santísima Virgen. La luz va difundiéndose por la vidriera y poco a poco se va distinguiendo, clara y hermosa, la Santa Madre con el Niño abrazado a su cuello. La presencia de la Virgen intensifica su necesidad de intercesión, y en la Capilla resuenan las palabras: “A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva, a Ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.” Ya iluminada por completo la vidriera, aparecen todos los santos de la Orden de la Trapa en torno de la Virgen y de Su Divino Hijito.
Identificándose con esta gran familia, continúan los frailes su canto de alegría: “Vuelve a nosotros, abogada nuestra, esos tus ojos misericordiosos y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.”
Nadie canta en el mundo como esos trapenses cuando elevan su canto nocturno al Señor y a la Virgen. Hay allí más de doscientos hombres enamorados y todos ellos están enamorados de la misma mujer. Y sin sombra de mutua envidia, con ímpetu sereno, piden un solo favor: que Ella, “con la placentera atracción de sus ojos,” los lleve al Corazón de Su Divino Hijo. Del mismo modo que San Juan Bautista se sobresaltó de gozo en el seno de su madre a la vista de la Virgen, estos monjes, encerrados en el seno oscuro de la contemplación, se sobresaltan de alegría como otros tantos Bautistas en presencia de la Virgen, y sirviéndome de las palabras de ellos, diré que “reciben a Cristo en sus noches con flechas de inteligencia blancas como relámpagos.”
He pedido a todos los trapenses que esta noche ofrezcan su Salve por ustedes y por la paz del mundo mediante la Cruzada Mundial del Rosario, y me han prometido hacerlo a las siete de esta noche.
¡Quisiera que pudieran escucharlos! Pero los escucharán, por su amor, el Corazón Inmaculado de María y el Sagrado Corazón de Jesús.
¡Por el amor de Jesús!
Monseñor Fulton Sheen
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