Querida
Teresita:
Tenía
yo diecisiete años cuando leí tu autobiografía.
Fue
como si me hubiera caído un rayo. «Historia de una florecilla de mayo», la
definiste tú, pero a mí me pareció la historia de una «barra de acero» por la
fuerza de voluntad, la valentía y la decisión que se desprende de ella. Una vez
elegido el camino de la entrega total a Dios, nada pudo cortarte el paso: ni la
enfermedad, ni las contradicciones externas, ni las nieblas y tinieblas
interiores.
Me
acordé de ella cuando me llevaron enfermo al sanatorio. Eran aquéllos unos años
en los que no se habían descubierto todavía la penicilina y los antibióticos y
la perspectiva que se le presentaba al paciente era una muerte, más o menos
próxima.
Me
avergoncé de haber pasado un poco de miedo. «Teresa a sus veintitrés años,
hasta entonces sana y rebosando vitalidad - me dije -, se inundó de alegría y
esperanza cuando sintió que le venía a la boca la primera hemoptisis. Por sí
esto fuera poco, y quitándole importancia a su mal, consiguió llevar hasta el
final el ayuno a pan y agua. ¿Y tú te vas a echar a temblar? Eres sacerdote,
¡despierta, no hagas el tonto! »
Releyéndote,
con ocasión del centenario de tu nacimiento (1873-1973), me conmovió tu modo de
amar a Dios y al prójimo. San Agustín ha escrito: «Vamos hacia Dios no
caminando, sino amando», También tú llamas a tu camino «senda de amor». Cristo
dice: Nadie viene a mí, si el Padre no le atrae. En línea exacta con estas
palabras, tú te sentías como un «pajarillo débil y sin alas»; en cambio, viste
en Dios al águila que desciende para llevarte sobre sus alas a las alturas. A
la gracia divina la llamabas «ascensor», porque te levanta hasta Dios
rápidamente y sin fatiga, siendo tú «demasiado pequeña para subir por la
empinada escalera de la perfección».
Dije
arriba «sin fatiga». Entendámonos: esto, desde un punto de vista; en cambio,
desde otro... Estamos en tus últimos meses; tu alma avanza por una especie de oscura galería, sin ver nada
de aquello que antes veía con claridad. «La fe – escribiste - ¡ya no es un
velo, sino un muro! » Los padecimientos físicos son tales que te hacen
exclamar; «Si no hubiera tenido la fe,
me hubiera quitado la vida». Pese a
todo, seguías diciendo al Señor, con la
voluntad, que lo amabas: «Canto la felicidad
del paraíso, pero sin experimentar alegría; canto simplemente que quiero creer». Tus últimas
palabras fueron: « ¡Dios mío, te amo! »
Te
habías ofrecido como víctima al amor misericordioso de Dios. Pero ello no te
impedía gozar de lo hermoso y bueno.
Antes de tu última enfermedad, alegre, pintaste, escribiste poesías y dramitas
sacros, algunas de cuyas partes interpretas con fino arte de actriz. Durante tu
última enfermedad, en un momento de
mejoría, pediste unos pastelillos de chocolate. No te asustaban tus propias
imperfecciones, ni aun cuando alguna vez te quedaras dormida de cansancio
durante la meditación (« ¡los niños pequeños agradan a sus madres incluso
dormidos! »).
Amando
al prójimo, te esforzaste por prestar pequeños servicios que, siendo útiles,
pasaran inadvertidos y preferir en todo caso a personas molestas y que
congeniaban menos contigo. Detrás de aquel rostro nada simpático sabías
encontrar el rostro simpatiquísimo de Cristo. Y nadie se daba cuenta de tanto
esfuerzo y de esta búsqueda: «Qué misticismo el suyo en la capilla o el trabajo
- escribió de ti la priora - y, al mismo tiempo, qué bromista y ocurrente en la
recreación, hasta el punto de hacernos desternillar de risa».
Estas breves líneas, trazadas por mí, cuan
lejos están de contener todo tu mensaje a los cristianos. Sin embargo, bastan
para trazarnos algunas directrices.
El verdadero amor a Dios casa
perfectamente con la decisión firme que se toma y que, dado el caso, se
renueva.
El vacilante Eneas de Metastasio, al
decir: Pasto de confusión, saber no puedo - ¡oh, funesta duda! - si me voy o me
quedo, demostraba no tener madera de verdadero amante de Dios.
Mucho más razonable era tu compatriota, el
mariscal Foch, quien durante la batalla del Marne, telegrafío; «¡El centro de
nuestro ejército cede, el ala izquierda se retira, pero yo sigo atacando! » Un
poquito de combatividad y de amor al peligro en el amor al Señor no es una
catástrofe. Tú eres de ésas y, por lo mismo, viste en Juana de Arco una «hermana
de armas».
En el Elixir de amor, de Donizzetti, basta
la «furtiva lágrima», despuntando en las pestañas de Adina, para devolver la
tranquilidad y la felicidad al enamorado Nemorino. Dios, sin embargo, no se
contenta con meras lágrimas furtivas. Una lágrima externa le complace en tanto
en cuanto manifiesta que dentro, en la voluntad, hay una decisión. Lo mismo ocurre con las obras externas; le
gustan al Señor sólo si van acompañadas de un amor interior. El ayuno religioso
había hecho estragos en el rostro de
los fariseos, pero a Cristo no le agradaban aquellas facciones demacradas,
porque sabía que el corazón de los
fariseos estaba lejos de Dios. Tú has escrito; «El amor no consiste en los
sentimientos, sino en las obras». Pero añadiste: «Dios no tiene necesidad de
nuestras obras, sino solamente de nuestro amor». ¡Perfecto!
Con Dios podemos amar no sé cuántas
cosas. Pero con una condición: que nadie
sea amado contra o por encima de la propia medida de Dios. En otros términos: el amor de Dios no debe ser
exclusivo, sino prevalente, al menos en la estimación.
Jacob enamoróse un día de Raquel y, para
hacerla suya, sirvió nada menos que siete años, que «le parecieron - dice la Biblia - unos cuantos
días, dada la fuerza con que la amaba» y
Dios no sólo no tuvo nada que decir,
sino que dio su aprobación y bendición.
Otra cosa muy distinta es hisopear y
bendecir todos los amores de este mundo. Desgraciadamente, está tratando de
hacerlo cierto teólogo que, influenciado por Freud, Kinsey y Marcuse, exalta la
«nueva moral sexual». Si no quieren caer en la confusión y el marasmo, en lugar
de prestar oídos a estos teólogos, los cristianos deberán dirigirse al
Magisterio de la Iglesia, que goza de especial asistencia tanto para conservar
intacta la doctrina de Cristo como para adaptarla convenientemente a los nuevos
tiempos.
Ver el rostro de Cristo en el del prójimo es
el único criterio que nos garantiza un amor serio a todos, más allá de
antipatías, ideologías y simples filantropías.
Un jovencito - escribe el viejo arzobispo
Perini - llama una tarde a la puerta de una casa. Se ha puesto el traje de
fiesta y lleva una flor en el ojal. En su interior, el corazón late insistente.
¿Quién sabe cómo van a recibir su chica y la familia de ella la proposición de
matrimonio que tímidamente piensa hacerles?
Abre la puerta ella en persona. Una ojeada
y ¡a ruborizarse tocan!, pero la manifiesta complacencia (no hay tal «furtiva
lágrima») de la señorita le tranquiliza y se le ensancha el corazón. Entra.
Está la madre. Se le hace una señora simpatiquísima; le gustaría abrazarla. Ahí
está el padre, a quien ha visto mil veces, pero esta tarde lo ve transfigurado
de una luz nueva. Después llegan los dos hermanos; brazos al cuello, saludos
calurosos.
Perini se pregunta: ¿Qué le ha pasado a
este jovencito? ¿Qué clase de amores son estos que han brotado de repente como
si fueran hongos? Respuesta: no se trata de amores, sino de un solo amor; ama a
la chica y el amor que le tiene lo difunde sobre todos sus parientes. Quien ama
seriamente a Cristo no puede negarse a amar a los hombres, que son hermanos de
Cristo. Sean feos, malos o pesados, debe el amor transfigurarlos un poquillo.
Amor corriente. Frecuentemente es el único
posible. Nunca he tenido ocasión de lanzarme a un torrente para salvar a un
hombre en peligro; en cambio, muchísimas veces me han pedido que preste algo,
que escriba unas cartas, que facilite unas modestas y nada complicadas
indicaciones. Nunca me he encontrado en la calle con un perro rabioso; sí, en
cambio, muchas y molestas moscas y mosquitos. No he tenido jamás enemigos que
me golpeasen; sí, en cambio, muchas personas que me molestan hablando a gritos
en la calle, poniendo la televisión a
todo volumen o, a veces, también haciendo cierto ruido cuando comen.
Ayudar en lo que esté en nuestras manos,
no llevarse mal, ser comprensivos, mantenerse serenos y sonrientes (¡todo lo
que se pueda!); en estas ocasiones, eso es amar al prójimo sin retórica y con
sentido práctico. Cristo ejerció mucho este tipo de caridad. ¡Cuánta paciencia al tener que
soportar las rivalidades que se traían entre ellos los apóstoles! ¡Cuan atento
estaba siempre a animar y encomiar!; «No encontré nunca tanta fe en Israel»,
dijo del centurión y de la cananea. «Vosotros permanecisteis conmigo incluso en
los momentos difíciles», les dice a los apóstoles. Y una vez le pidió por favor
la barca a Pedro.
«Señor de toda cortesía» le llamó Dante.
Sabía meterse en el pellejo de los demás, sufrir con ellos. Protegía, defendía,
además de perdonar, a los pecadores; así hizo con Zaqueo, con la adúltera,
con la Magdalena.
Tú, en Lisieux, seguiste sus ejemplos;
nosotros en el mundo hagamos otro tanto.
Cuenta Carnegie de una señora que un día
sorprendió a los hombres de la casa - marido e hijos - con la mesa bien puesta
y adornada de flores, pero con un puñado
de heno en cada plato. «¿Esto qué es?
¿Hoy nos vas a poner heno?», le dijeron. «No es eso – respondió - ; en seguida
os traigo la comida, pero dejadme que os diga una cosa. Llevo años cocinando,
tratando de variar; un día, un arroz; otro, una sopa; hoy, un asado; mañana,
una salsa, etcétera. Pero a vosotros nunca se os ha ocurrido decir: ¡Qué rico
está esto! ¡Has estado estupenda! Haced el favor de decirme algo; no soy de
piedra. ¡No se puede trabajar sin que a uno le reconozcan lo que hace o le
animen, sólo por amor al arte! »
Puede ser corriente también la caridad
desprivatizada o social. Se produce una huelga justa; puede ocurrir que a mí,
que nada tengo que ver con el conflicto, me sirva de molestia. Aceptar esta
molestia, no despotricar, sentirse solidarios con unos hermanos que luchan por
la defensa de sus derechos, es también caridad cristiana. Poco ostentosa, mas
no por ello menos exquisita.
Gozo mezclado con el amor cristiano. Aparece
ya en el canto de los ángeles en Belén. Forma parte de la esencia del
Evangelio, que es «nueva alegre». Es característico de los grandes santos: «Un
santo triste es un triste santo», decía Santa Teresa de Avila. «Entre nosotros
- apostillaba Santo Domingo Savio - se hace uno santo a base de alegría».
La alegría puede convertirse en caridad
exquisita cuando, precisamente como tú hacías en las recreaciones del Carmelo,
se comunica a los demás.
El irlandés del cuento que muere
repentinamente y comparece ante el tribunal divino, estaba muy preocupado, pues
el balance de su vida era más bien deficitario. Como había cola, se puso a
observar y escuchar. Tras haber consultado el gran fichero, Cristo le dice al primero:
«Veo que tuve hambre y me diste de
comer. ¡Muy bien!, ¡entra en el
paraíso!» Al siguiente: «Tuve sed y me diste de beber». A un tercero: «Estuve
preso y me visitaste». Y así
sucesivamente.
Por cada uno que era destinado al paraíso,
el irlandés hacía examen y hallaba algo de qué temer; ni había dado de comer,
ni de beber, no había visitado ni a presos ni a enfermos. Llegado su turno,
temblaba, viendo a Cristo examinar el fichero. Pero, mira por dónde, Cristo
levanta la vista y dice: «No hay mucho
escrito. Sin embargo, también tu hiciste algo: estaba triste, decaído, postrado
y tú viniste y contaste unos cuantos chistes que me hicieron reír y me devolvieron el ánimo.
¡Al paraíso!»
De acuerdo, es broma, pero subraya bien
que ninguna forma de caridad deja de tenerse
en cuenta o se minimiza.
Teresa, el amor que tuviste a Dios (y al
prójimo por amor a Dios) fue verdaderamente digno de Dios. Así ha de ser
nuestro amor: llama, que se alimente de cuanto haya en nosotros de grande y de
hermoso y que renuncie a cuanto haya en nosotros de rebelde; victoria, que
montándonos en sus alas nos lleve como un obsequio hasta los pies de Dios.
Junio
1973.
Albino Luciani (Juan Pablo I)
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