¿Qué quieren los cardenales, un sucesor de
Francisco o de Pedro? Ésta es una pregunta fundamental que debe responderse con
la ayuda de la teología y de la historia de la Iglesia y no simplemente con
ideas personales o de grupos de poder. Es hora ahora de iniciar una
reconciliación interna en la Iglesia, con una clara conexión con toda la
Tradición y no con sus últimos destellos, como ha sido costumbre desde hace
algún tiempo, desde el Vaticano II en adelante. El último Concilio no es el año
cero de la Iglesia, cuando todo comenzó. Se trata de un momento eclesial, un
concilio ecuménico, uno de los veintiún concilios de la Iglesia, con una
peculiaridad magisterial tal que es fácilmente malinterpretada. A menudo se
considera el Vaticano II como si fuera el Concilio de Trento o el Vaticano I, y
ahí es donde radica el problema. Si nos atenemos al término “concilio” y al
hecho de que un concilio es una manifestación solemne o extraordinaria del
magisterio de la Iglesia, entonces el Vaticano II encaja perfectamente con los
concilios anteriores. Pero si se observa su ejercicio efectivo, no hay que
alejarse del nivel del magisterio ordinario (a no ser que reitere una doctrina
anterior), como por ejemplo el de una encíclica papal, para tener una idea. Una
enseñanza por tanto todavía en curso, en su primer nivel y potencialmente
abierta a nuevas adquisiciones o mejoras necesarias.
De esta atipicidad magisterial surge la tentación
de o bien "canonizar" el Vaticano II promoviéndolo a la categoría de
único concilio de la Iglesia,año cero precisamente, en virtud
de un presunto espíritu conciliar (del que Francisco se enorgullecía) o de
tener que tirarlo a la basura porque rompía con el magisterio anterior. Hay que
hacer un atento trabajo de selección y de distinciones teológicas, como se
espera de un pontificado capaz de remendar el presente con la perpetuidad de la
fe, con su “hoy”. No con el pasado como tiempo cronológico, sino con el hoy
como tiempo kairológico: un tiempo que no comienza con nosotros, con el Papa
Francisco, o con un concilio que nos guste más, sino con Jesús y los Apóstoles,
alcanzándonos en nuestro tiempo y superándolo para abrirnos las puertas de la
eternidad. No está claro por qué, pero parece que desde hace algún tiempo se
espera que el Papa sea una caja de resonancia para el Concilio Vaticano II y
nada más. Tal vez algunos papas “postconciliares” (excepto Benedicto XVI, quizá
el único que nunca será canonizado), pero no algunos “preconciliares” (como se
suele denominar al tiempo eclesial). Para garantizar y demostrar la unidad de
la Iglesia, ¿no debería haber una conexión clara con todo el magisterio papal?
¿Por qué tener miedo de citar por ejemplo a León XIII, a San Pío X, a San Pío V
o a San León Magno? ¿Eran papas de otra Iglesia? Es esta división la que
amenaza profundamente la unidad de la Iglesia. Si la Iglesia de hoy no es capaz
de reconocer en la Iglesia de todos los tiempos el único Cuerpo de Cristo, en
una continuidad magisterial entre ayer y hoy, no habrá salida a la crisis de fe
que afecta a la Iglesia de nuestro tiempo. Esta continuidad debe manifestarse
en la única Traditio fidei y la manera más concreta es la que enuncia San
Vicente de Lérins en el siglo V: «quod ubique, quod semper, quod ab omnibus
creditum est»: aquello que es creído en todas partes, siempre y por todos. Ser
parte del único Cuerpo de Cristo, que no comienza con nosotros, sino que viene
de Cristo a través de los Apóstoles, con una sabiduría y doctrina ya dos
milenaria, es lo que da garantía hasta el día de hoy, ayudándonos a superar el
desafío de la polarización entre conservadores y liberales, entre doctrinarios
y pastoralistas, que no es un desafío teológico, sino político. La verdadera
cuestión en juego es la fe o su negación, incluso si está revestida de devoción
por los pobres, los menos afortunados y los migrantes.
Que nadie diga que Iglesia y fe son una
“coincidentia oppositorum” o una “complexio oppositorum” (una forma más
atenuada, pero que siempre tiende a reconciliar los opuestos) para dar un golpe
al aro y otro al barril, contentando a todos y haciendo que la Iglesia siga
adelante aunque el Papa sea vacilante, más atento a los vaivenes de la historia
que a la obediencia de la fe. El máximo no es el mínimo y viceversa. El que
está arriba no puede estar abajo. Hegel, como Nicolás de Cusa, creía en la
síntesis dialéctica de los contrarios, inspirado por Lutero, que había hecho de
Dios y de su contradicción el manifiesto de la humildad de la fe (del
pensamiento incompleto) que se resigna a la impotencia de la razón y a la
incertidumbre de la verdad; de un pensamiento que llega incluso a la negación
de Dios porque en definitiva Él no sería lo que es si no se contradijera en Sí
mismo; No sería misericordioso si no pecáramos. La Iglesia es una sinfonía de
verdad y de amor, no una cacofonía de sonidos discordantes y contradictorios.
No hay coincidencia ni complejidad entre la verdad y el error, entre el bien y
el mal, entre el pecado y la gracia. Lo único que existe es oposición, que en
última instancia es la que existe entre Dios y su enemigo.
Tienes que elegir de qué lado estás.
Que el nuevo Papa se presente a la Iglesia como el
sucesor del apóstol Pedro y no de Francisco, Juan XXIII o Benedicto XVI. El
Papa no tiene el monopolio de una idea de pontificado (y de Iglesia) sino que
depende de lo que le precede: la fe ininterrumpida de la Esposa de Cristo. La
Iglesia precede al Papa en la fe que profesamos porque en última instancia es
Cristo quien precede a la Iglesia y al Papa. Es Cristo quien establece a Pedro
como roca de la fe y así establece la Iglesia sobre la roca inamovible de la fe
y la persona de Pedro. La fe y la persona de Pedro están así edificadas de
manera estable sobre Cristo. Sólo si ponemos de nuevo a Cristo en el centro la
Iglesia volverá a la vida navegando en el mar de este mundo cada vez más
sediento de verdad y de amor. Ubi Petrus ibi Ecclesia, ciertamente, pero
también y siempre Ubi Ecclesia ibi Petrus. Pedro debe estar donde está la
Iglesia para que la Iglesia esté donde está Pedro. La Iglesia es más grande que
Pedro, que cualquier Papa, porque custodia el papado, los santos sacramentos,
la santa doctrina de la fe y de la moral, y así da a cada sucesor de Pedro su
verdadera identidad, siempre que obedezca a Cristo y sea dócil al Espíritu de
Dios.
Sería también tiempo, por tanto, para que el Papa
elegido profesara la fe integral de la Iglesia, rechazando los errores y
corrigiendo las ambigüedades que se han espesado en este último tramo de
tiempo, examinado a la luz de un período más largo en el que ha prevalecido
indiscutiblemente o bien el espíritu conciliar o bien el antiespíritu. Aquí
tampoco hay casualidad. Lo que está en juego no es sólo un supuesto cambio de
paradigma moral, como algunos han llamado la apertura de Amoris Laetitia a la
ética situacional. La oposición visceral a Bergoglio ha dado lugar a una
especie de cambio de paradigma, si bien en una medida muy pequeña, pero con
daño para las almas: ha alimentado un nuevo sedevacantismo confuso y
abigarrado, que no es otra cosa que una especie de hiperpapalismo en el que el
Papa es colocado por encima de la Iglesia, un sobreviviente de un conciliarismo
exasperado en el que el Vaticano II era superior a la Iglesia. Pongamos las
cosas en orden: primero está Cristo, luego la Iglesia con el Papa obediente a
la Iglesia y luego el Concilio al servicio de la Iglesia y nunca superior al
Papa.
Debemos redescubrir la verdadera fe y la unidad en
la fe. Hoy en día parece un bien escaso pedirle al Papa que profese la fe
plena. Hay quienes todavía se burlan de esta petición, pero es la única
solución para la verdadera unidad eclesial. Sin una fe clara y sólida la
Iglesia no puede subsistir. También parece que al preguntar tal cosa uno parece
nostálgico o retrógrado. En realidad, lo que todos necesitamos es esto: un guía
que deje traslucir en su persona al Buen Pastor, Cristo, con un bagaje personal
que no son sólo ideas provenientes de su formación teológica y humana, sino que
es la verdad pastoral y el amor de Jesús como ofrenda a todos los hombres para
salvarse; que es el bagaje de la doctrina católica, en escucha diacrónica de
toda la Traditio fidei. Sólo así no se convierte en piedras, sino en pastus,
alimento de vida, la Sagrada Eucaristía. Y aquí es necesario y urgente un
discurso que se reapropie de la sacralidad de la liturgia que emana de la lex
orandi ininterrumpida de la Iglesia (obviamente no a partir del Misal de Pablo
VI, sino de aquella formada a partir de los Apóstoles y de los Padres con los
grandes Santos). Ya no vemos a Dios porque nuestras liturgias son descuidadas y
a menudo carentes de fe.
Por último, sería deseable no insistir más en un
estilo que varía según el Papa de turno y la doctrina, provocando así una nueva
división entre fe y vida cristiana, expresión más tangible de la división existente
entre la Iglesia de hoy y la Iglesia de siempre. El estilo debe ser católico y
por tanto superponible a la doctrina de la fe y de la moral, aunque siga siendo
accidental y provisional respecto a la fe y a su anuncio. Querer salvar las
cabras de las coles diciendo que en último término “el estilo es el hombre”, el
Papa, y que la doctrina de la fe debe adaptarse al estilo, a las prioridades
pastorales del Papa, significa simplemente subordinar la fe al hombre, la
doctrina al estilo. Así es fácil disolver la fe en un "estilo
pastoral", que diluyendo la doctrina misma se presenta como principio de
acción y nueva mente cristiana, hasta el punto de exasperaciones inaceptables,
como por ejemplo justificar como casi iguales el creer en Dios y ser ateo, tener
fe en Jesucristo y seguir otras religiones. El Sínodo sinodal quiso ser también
un estilo, un modo de ser de la Iglesia hoy. Sin embargo, discutió la doctrina
católica (el sacramento del Orden, el celibato eclesiástico, la homosexualidad,
etc.) con la intención de cambiarla, pero sin mucho éxito. Es inevitable que el
estilo a la larga se imponga como doctrina y que la fe quede relegada a mero
estilo: fe del pasado o de hoy, se oye decir a menudo, depende de los gustos,
del estilo en realidad. ¿Querrá el nuevo Papa remediar todo esto?
Corrispondenza romana
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