REGNUM MARIAE

REGNUM MARIAE
COR JESU ADVENIAT REGNUM TUUM, ADVENIAT PER MARIAM! "La Inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios. Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad. Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús. Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro. Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin límites ni reservas." (San Maximiliano María Kolbe)

viernes, 9 de mayo de 2025

HOMILIA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV EN LA MISA DE CLAUSURA DEL CÓNCLAVE

 







Capilla Sixtina

Viernes 9 de mayo de 2025

Comenzaré con una palabra en inglés y el resto en italiano.

Pero quiero repetir las palabras del Salmo Responsorial: «Cantaré un cántico nuevo al Señor, porque ha hecho maravillas».

Y, de hecho, no sólo conmigo, sino con todos nosotros. Hermanos cardenales, mientras celebramos esta mañana, los invito a reconocer las maravillas que el Señor ha realizado, las bendiciones que el Señor continúa derramando sobre todos nosotros a través del ministerio de Pedro.

Me habéis llamado a llevar esa cruz, y a ser bendecido con esa misión, y sé que puedo contar con todos y cada uno de vosotros para caminar conmigo, mientras continuamos como Iglesia, como comunidad de amigos de Jesús, como creyentes anunciando la Buena Nueva, anunciando el Evangelio.

«Tú eres elCristo, el Hijo de Dios vivo» ( Mt 16,16). Con Estas palabras de Pedro, interrogado por el Maestro, junto a los demás discípulos, sobre su fe en Él, expresan en síntesis la herencia que durante dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, ha custodiado, profundizado y transmitido.

Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el revelador del rostro del Padre.

En Él, Dios, para hacerse cercano y accesible a los hombres, se nos reveló en la mirada confiada de un niño, en la mente vivaz de un joven, en los rasgos maduros de un hombre (cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes , 22), hasta aparecerse a los suyos, después de la resurrección, con su cuerpo glorioso. Nos mostró así un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que supera todos nuestros límites y capacidades.

Pedro, en su respuesta, capta ambas cosas: el don de Dios y el camino a seguir para dejarse transformar por él, dimensiones inseparables de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie para el bien del género humano. Confíanoslos a nosotros, elegidos por Él antes de ser formados en el seno materno (cf. Jr 1,5), regenerados en las aguas del Bautismo y, más allá de nuestros límites y sin nuestros méritos, conducidos aquí y enviados desde aquí, para que el Evangelio sea anunciado a toda criatura (cf. Mc 16,15).

En particular, Dios, llamándome mediante vuestro voto a suceder al Primero de los Apóstoles, me confía este tesoro para que, con su ayuda, sea su fiel administrador (cf. 1 Co 4, 2) en beneficio de todo el Cuerpo místico de la Iglesia; para que sea cada vez más una ciudad situada sobre un monte (cf. Ap 21,10), un arca de salvación que navega en las olas de la historia, un faro que ilumina las noches del mundo. Y esto no tanto por la magnificencia de sus estructuras y la grandeza de sus construcciones –como los monumentos en los que nos encontramos–, sino más bien por la santidad de sus miembros, de ese «pueblo que Dios se ha adquirido para sí, para que anunciéis las maravillas de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» ( 1 P 2, 9).

Pero en la raíz de la conversación en la que Pedro hace su profesión de fe hay también otra pregunta: «La gente», pregunta Jesús, «¿quién dicen que es el Hijo del Hombre?». ( Mt 16,13). No es una pregunta trivial, sino que concierne a un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus interrogantes y sus creencias.

¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? ( Mt 16,13). Pensando en la escena que estamos reflexionando, podríamos encontrar dos posibles respuestas a esta pregunta, que dibujan dos actitudes diferentes.

En primer lugar, está la respuesta del mundo. Mateo destaca que la conversación entre Jesús y sus seguidores sobre su identidad tiene lugar en la bella ciudad de Cesarea de Filipo, llena de lujosos edificios, enclavada en un entorno natural encantador, al pie del monte Hermón, pero también cuna de crueles círculos de poder y escenario de traiciones e infidelidades. Esta imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús una persona totalmente sin importancia, como mucho un personaje curioso, capaz de suscitar asombro con su inusual manera de hablar y de actuar. Y así, cuando su presencia se vuelve molesta por las exigencias de honestidad y las exigencias morales que él exige, este “mundo” no dudará en rechazarlo y eliminarlo.

Luego está la otra posible respuesta a la pregunta de Jesús: la de la gente común. Para ellos, el Nazareno no es un “charlatán”: es un hombre recto, que tiene coraje, que habla bien y que dice las cosas justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel. Por eso lo siguen, al menos mientras pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran sólo un hombre y por eso, en el momento de peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van decepcionados.

Lo sorprendente de estas dos actitudes es su actualidad. De hecho, encarnan ideas que podríamos encontrar fácilmente –expresadas quizá en un lenguaje diferente, pero idénticas en sustancia– en boca de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Aún hoy hay muchos contextos en los que la fe cristiana es considerada algo absurdo, para personas débiles y poco inteligentes; contextos en los que se prefieren otras certezas, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder, el placer.

Son ambientes en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio y donde los que creen son burlados, combatidos, despreciados o, como mucho, tolerados y compadecidos. Pero precisamente por eso son lugares en los que la misión es urgente, porque la falta de fe trae a menudo consigo tragedias como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas otras heridas que nuestra sociedad sufre y no poco.

También hoy no faltan contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido a una especie de líder carismático o superhombre , y esto no sólo entre los no creyentes, sino también entre muchos bautizados, que acaban viviendo, a este nivel, en un ateísmo de facto.

Éste es el mundo que se nos ha confiado, en el que, como tantas veces nos ha enseñado el Papa Francisco, estamos llamados a testimoniar la fe gozosa en Cristo Salvador. Por eso también para nosotros es esencial repetir: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» ( Mt 16,16).

Es esencial hacer esto ante todo en nuestra relación personal con Él, en el compromiso de un camino diario de conversión. Pero también, como Iglesia, viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando la Buena Noticia a todos (cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium , 1).

Lo digo ante todo por mí, Sucesor de Pedro, al iniciar mi misión de Obispo de la Iglesia en Roma, llamado a presidir en la caridad la Iglesia universal, según la célebre expresión de san Ignacio de Antioquía (cf. Carta a los Romanos , Saludo). Él, conducido en cadenas a esta ciudad, lugar de su inminente sacrificio, escribió a los cristianos que allí se encontraban: «Entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo, cuando el mundo ya no vea mi cuerpo» (Carta a los Romanos , IV, 1). Se refería a ser devorado por las fieras en el circo –y así sucedió–, pero sus palabras recuerdan en un sentido más general un compromiso indispensable para quien en la Iglesia ejerce un ministerio de autoridad: desaparecer para que Cristo permanezca, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3,30), gastarse completamente para que a nadie le falte la oportunidad de conocerlo y amarlo.

Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tiernísima intercesión de María, Madre de la Iglesia.

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