Viernes 9 de mayo
de 2025
Comenzaré con una palabra en inglés y el resto en italiano.
Pero quiero repetir las palabras del Salmo Responsorial: «Cantaré un
cántico nuevo al Señor, porque ha hecho maravillas».
Y, de hecho, no sólo conmigo, sino con todos nosotros. Hermanos
cardenales, mientras celebramos esta mañana, los invito a reconocer las
maravillas que el Señor ha realizado, las bendiciones que el Señor continúa
derramando sobre todos nosotros a través del ministerio de Pedro.
Me habéis llamado a llevar esa cruz, y a ser bendecido con esa misión, y
sé que puedo contar con todos y cada uno de vosotros para caminar conmigo,
mientras continuamos como Iglesia, como comunidad de amigos de Jesús, como
creyentes anunciando la Buena Nueva, anunciando el Evangelio.
«Tú eres elCristo, el Hijo de Dios vivo» ( Mt 16,16).
Con Estas palabras de Pedro, interrogado por el Maestro, junto a los demás
discípulos, sobre su fe en Él, expresan en síntesis la herencia que durante dos
mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, ha custodiado,
profundizado y transmitido.
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y
el revelador del rostro del Padre.
En Él, Dios, para hacerse cercano y accesible a los hombres, se nos
reveló en la mirada confiada de un niño, en la mente vivaz de un joven, en los
rasgos maduros de un hombre (cf. Concilio Vaticano II, Constitución
pastoral Gaudium et
spes , 22), hasta aparecerse a los suyos, después de la
resurrección, con su cuerpo glorioso. Nos mostró así un modelo de humanidad
santa que todos podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que
supera todos nuestros límites y capacidades.
Pedro, en su respuesta, capta ambas cosas: el don de Dios y el camino a
seguir para dejarse transformar por él, dimensiones inseparables de la
salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie para el bien del género
humano. Confíanoslos a nosotros, elegidos por Él antes de ser formados en el
seno materno (cf. Jr 1,5), regenerados en las aguas del Bautismo y,
más allá de nuestros límites y sin nuestros méritos, conducidos aquí y enviados
desde aquí, para que el Evangelio sea anunciado a toda criatura (cf. Mc 16,15).
En particular, Dios, llamándome mediante vuestro voto a suceder al
Primero de los Apóstoles, me confía este tesoro para que, con su ayuda, sea su
fiel administrador (cf. 1 Co 4, 2) en beneficio de todo el Cuerpo
místico de la Iglesia; para que sea cada vez más una ciudad situada sobre un
monte (cf. Ap 21,10), un arca de salvación que navega en las olas de
la historia, un faro que ilumina las noches del mundo. Y esto no tanto por la
magnificencia de sus estructuras y la grandeza de sus construcciones –como los
monumentos en los que nos encontramos–, sino más bien por la santidad de sus
miembros, de ese «pueblo que Dios se ha adquirido para sí, para que anunciéis
las maravillas de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» ( 1
P 2, 9).
Pero en la raíz de la conversación en la que Pedro hace su profesión de
fe hay también otra pregunta: «La gente», pregunta Jesús, «¿quién dicen que es
el Hijo del Hombre?». ( Mt 16,13). No es una pregunta trivial, sino
que concierne a un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la
que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus interrogantes y sus
creencias.
¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? ( Mt 16,13).
Pensando en la escena que estamos reflexionando, podríamos encontrar dos
posibles respuestas a esta pregunta, que dibujan dos actitudes diferentes.
En primer lugar, está la respuesta del mundo. Mateo destaca que la
conversación entre Jesús y sus seguidores sobre su identidad tiene lugar en la
bella ciudad de Cesarea de Filipo, llena de lujosos edificios, enclavada en un
entorno natural encantador, al pie del monte Hermón, pero también cuna de
crueles círculos de poder y escenario de traiciones e infidelidades. Esta
imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús una persona totalmente sin
importancia, como mucho un personaje curioso, capaz de suscitar asombro con su
inusual manera de hablar y de actuar. Y así, cuando su presencia se vuelve
molesta por las exigencias de honestidad y las exigencias morales que él exige,
este “mundo” no dudará en rechazarlo y eliminarlo.
Luego está la otra posible respuesta a la pregunta de Jesús: la de la
gente común. Para ellos, el Nazareno no es un “charlatán”: es un hombre recto,
que tiene coraje, que habla bien y que dice las cosas justas, como otros
grandes profetas de la historia de Israel. Por eso lo siguen, al menos mientras
pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran sólo
un hombre y por eso, en el momento de peligro, durante la Pasión, también ellos
lo abandonan y se van decepcionados.
Lo sorprendente de estas dos actitudes es su actualidad. De hecho,
encarnan ideas que podríamos encontrar fácilmente –expresadas quizá en un
lenguaje diferente, pero idénticas en sustancia– en boca de muchos hombres y
mujeres de nuestro tiempo.
Aún hoy hay muchos contextos en los que la fe cristiana es considerada
algo absurdo, para personas débiles y poco inteligentes; contextos en los que
se prefieren otras certezas, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder,
el placer.
Son ambientes en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio
y donde los que creen son burlados, combatidos, despreciados o, como mucho,
tolerados y compadecidos. Pero precisamente por eso son lugares en los que la
misión es urgente, porque la falta de fe trae a menudo consigo tragedias como
la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación
de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la
familia y tantas otras heridas que nuestra sociedad sufre y no poco.
También hoy no faltan contextos en los que Jesús, aunque apreciado como
hombre, es reducido a una especie de líder carismático o superhombre ,
y esto no sólo entre los no creyentes, sino también entre muchos bautizados,
que acaban viviendo, a este nivel, en un ateísmo de facto.
Éste es el mundo que se nos ha confiado, en el que, como tantas veces
nos ha enseñado el Papa Francisco, estamos llamados a testimoniar la fe gozosa
en Cristo Salvador. Por eso también para nosotros es esencial repetir: «Tú eres
el Cristo, el Hijo de Dios vivo» ( Mt 16,16).
Es esencial hacer esto ante todo en nuestra relación personal con Él, en
el compromiso de un camino diario de conversión. Pero también, como Iglesia,
viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando la Buena Noticia a
todos (cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium ,
1).
Lo digo ante todo por mí, Sucesor de Pedro, al iniciar mi misión de
Obispo de la Iglesia en Roma, llamado a presidir en la caridad la Iglesia
universal, según la célebre expresión de san Ignacio de Antioquía (cf. Carta
a los Romanos , Saludo). Él, conducido en cadenas a esta ciudad, lugar de
su inminente sacrificio, escribió a los cristianos que allí se encontraban:
«Entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo, cuando el mundo ya no
vea mi cuerpo» (Carta a los Romanos , IV, 1). Se refería a ser
devorado por las fieras en el circo –y así sucedió–, pero sus palabras
recuerdan en un sentido más general un compromiso indispensable para quien en
la Iglesia ejerce un ministerio de autoridad: desaparecer para que Cristo
permanezca, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3,30),
gastarse completamente para que a nadie le falte la oportunidad de conocerlo y
amarlo.
Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la
tiernísima intercesión de María, Madre de la Iglesia.