El Colegio Cardenalicio ha adquirido una amplitud
insólita. ¡Qué lejos estamos de algunas elecciones pontificias, decididas por
un puñado de miembros de ese protagonista tradicional del momento cumbre de la
vida eclesial! La historia es más que elocuente. No es posible detenerse
demasiado en la búsqueda de modelos. Un solo ejemplo: en el cónclave de 1458,
Enea Silvio Piccolomini –un experto en versos latinos-, desbarató los arreglos
de un ambicioso francés, y sin quererlo ni buscarlo fue elegido él mismo: Pío
II; eran 18 cardenales.
Hoy día, el número exorbitante de capelos rojos hace imposible prever un
nombre como futuro Sucesor de Pedro. Varios amigos me piden que esboce cómo
debería ser el pontificado que suceda al languideciente de Francisco, teniendo
en cuenta la gravísima situación de la Iglesia, disimulada por la propaganda
vaticana.
MITOS PROGRESISTAS
Aquí va el intento. En primer lugar, corresponde
asegurar la Verdad de la auténtica doctrina católica, para superar los mitos
progresistas que la menoscaban, y que el actual Pontífice enarbola como su
agenda. La Luz procede del Nuevo Testamento, en el que se atestigua la
labor apostólica que los Doce –y, sobre todo, San Pablo- transmitieron como un
mandato a sus inmediatos sucesores, y que diseña la organización de la Iglesia,
fuente del cristianismo naciente.
El Apóstol Pablo encomienda a su discípulo Timoteo:
“Te conjuro (diamartyromai) delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de
venir a juzgar a vivos y muertos, por su epifanía y por su Reino: predica la
Palabra de Dios, insta con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con
paciencia incansable, y afanosa enseñanza. Porque vendrá un tiempo en que los
hombres no soportarán más la sana didascalía, sino que según su concupiscencia
se buscarán maestros que les halaguen los oídos, y apartarán su atención de la
Verdad, y se convertirán a los mitos” (2 Tim 4, 1-4).
Continúa San Pablo exhortando, como lo hará luego
la Iglesia a lo largo de los siglos: “Vigila en todo”; es lo que hacía la
Inquisición ante las herejías y cismas. Esta tarea torna gravoso el trabajo de
evangelizar, de cumplir a la perfección el ministerio (diakonía).
Una de las argucias progresistas es descalificar este empeño como si fuera
contrario al Cristianismo. Esta es la confrontación del Nuevo Testamento con la
concepción mundana de la Iglesia, hasta donde llega el extravío del actual Pontificado.
Vale para el caso lo que el pensador danés Soeren Kierkegaard escribía en
su Diario, en 1848: “Justo ahora, que se habla de reorganizar la
Iglesia, se ve claramente qué poco Cristianismo hay en ella”. El mismo autor
califica esa situación como “desgraciada ilusión”.
El nuevo Papa tendrá que encaminar a la Iglesia en
el rumbo que señala aquella exhortación paulina; es lo que hizo la mística
Esposa de Cristo en sus mejores épocas. Es imprescindible reivindicar
la Verdad de la doctrina, que ha sido menoscabada, y preterida por el
relativismo. Los planteos progresistas han dejado a la Iglesia encerrada en
el recinto de la Razón Práctica, cuyo moralismo ha remplazado a la dimensión
contemplativa que es propia de la Fe, y de la propuesta de la plenitud a la que
son llamados todos los fieles, según la vocación de santidad que brota del
Bautismo.
Junto a la recuperación doctrinal deberá procurarse la restauración de la
Liturgia, la cual según su naturaleza ha de ser exacta, solemne, y bella. Esta
consigna se refiere especialmente al Rito Romano, arruinado por la
improvisación que abomina el carácter ritual del misterio litúrgico. El
motu proprio de Francisco Traditiones custodes impone
arbitrariamente lo contrario de lo que Benedicto XVI había reorientado, y del
espíritu de libertad recuperado según el motu proprio Summorum
Pontificum; se hace desear la recuperación de las dimensiones mística y
estética del carácter sacramental de la Liturgia. Los Ritos Orientales están,
asimismo, llamados al afianzamiento de las respectivas tradiciones, superando
el contagio de la desacralización que afecta directamente al Rito Romano.
CELO ILUMINADO
Las tareas señaladas solo podrán llevarse a cabo
mediante el celo iluminado de obispos y presbíteros dignamente formados, según
el espíritu de la gran Tradición católica, que todavía puede hallarse en los
decretos Christus Dominus, y Presbyterorum Ordinis, del
Concilio Vaticano II.
La historia reciente muestra que la imposición mundial del progresismo tuvo
como gérmen la corrupción del Seminario tradicional, mundanizado por una
teología deficiente, y una apertura al conjuro de un
supuesto aggiornamento.
El equívoco se plasmó bajo el pretexto de la evangelización: en lugar de
convertir el mundo a la Verdad, y a la Gracia de Cristo, la Iglesia se
convirtió al mundo, perdiendo su identidad esencial. Con estos criterios
erróneos se formaron varias generaciones sacerdotales. Es preciso revertir ese
proceso de decadencia.
La institución del Seminario es todavía válida; en su momento se han intentado
alternativas que no han obtenido la solución esperada. Una recuperación del
Seminario no implica una copia de lo que éste fue antes del desbarajuste
general. La institución puede adaptarse, ya que no es mala de suyo, a la nueva
situación, y a las nuevas necesidades. Estas han de ser reconocidas con
sobriedad, y discreción, evitando una exhibición que permita al oficialismo
progresista –que no va a desaparecer inmediatamente- activar sus recursos de
proscripción, hasta que el nuevo pontificado se afiance plenamente.
El obispo debería ser el responsable directo del Seminario, aunque ha de
valerse de la colaboración protagónica de presbíteros bien formados, y
preparados para asumir sinceramente la orientación que el obispo desee
implementar en la diócesis.
FAMILIA Y
VIDA
San Juan Pablo II ha legado a la Iglesia un
amplísimo magisterio sobre la familia. Cuando fue pronunciado y -en buena
cantidad- escrito, todavía la “perspectiva de género” no había alcanzado el
protagonismo cultural que adquirió poco tiempo después.
El Papa Wojtyla presenta la constitución natural y cristiana de la realidad
varón–mujer, hijos, como lo más natural del mundo, aquello que es, y, por lo
tanto, debe seguir siendo. Benedicto XVI añade una reflexión sobre el concepto
metafísico de naturaleza.
Este abundante y profundo magisterio debe ser retomado, y proyectado sobre
los nuevos problemas sociales, y culturales.
La Familia fundada sobre el matrimonio ha sido reemplazada por la
pareja, la cual no es para nada indisoluble y, por lo tanto, puede
cambiarse sucesivamente. Omito, ahora, hablar del mal llamado “matrimonio
igualitario”. Ha desaparecido el matrimonio como realidad de valor
civil; el sacramental no implica fatiga alguna para quienes deberían
bendecirlo, como es su deber.
No creo que los novios católicos tengan noticia de que ellos están llamados a
ser los ministros de un Sacramento que se dan el uno al otro cónyuge (si ¡el
Matrimonio es un yugo!).
En estrecha relación con la cuestión de la familia
está el valor de la vida humana; este asunto es un capítulo importantísimo de
la moral cristiana. El
próximo pontificado deberá afrontar una tarea más que necesaria: superar la
herencia negativa del aggiornamento, coronada por el actual
progresismo. Tendrá que rescatar a la teología moral del relativismo que la
tiene secuestrada; en este empeño habrá de resolver el drama de la Humanae
Vitae. Esta encíclica, publicada el 25 de julio de 1968, no fue aceptada
por vastos sectores de la Iglesia: varias Conferencias Episcopales se pronunciaron
en contra; aquellos fueron alentados por la unanimidad del periodismo que
encarnó a la “opinión pública”. Se produjo una gran confusión de los fieles, de
tal modo que muchos de ellos justificaron la práctica del uso de los medios que
la encíclica de Pablo VI declaró objetivamente inmorales. Roma deberá retomar
los argumentos de aquel texto para mostrar su verdad, teniendo en cuenta el
cumplimiento de las previsiones de Humanae vitae.
La crisis desatada por esta encíclica se arrastró hasta el nuevo milenio. El
equívoco produjo una situación análoga con las crisis desatadas por cuestiones
dogmáticas, en los comienzos del cristianismo. El próximo pontificado deberá
desatar ese nudo. La apelación a la intercesión de la Knotenlöserin es
insoslayable. María es, efectivamente, la que “Desata los nudos”. Hay algo de
apocalíptico en el drama de Humane vitae.
El problema del que acabo de ocuparme es un
capítulo de una cuestión mayor: la relación de la Iglesia con el llamado “mundo
moderno”, que no fue resuelto con el Concilio Vaticano II, sino todo lo
contrario, fue agravado por él, víctima de las ilusiones que ocultaron la
difusión de una nueva gnosis. Las doctrinas de Karl Rahner, y Pierre Teilhard
de Chardin, monopolizaron la atención de la teología católica: la teoría
rahneriana del “cristiano anónimo”, y el evolucionismo teilhardiano, que era
una religión, tuvieron una vigencia innegable en el pensamiento cristiano del
siglo XX.
A propósito de esta cuestión de las relaciones de la Iglesia con el mundo
contemporáneo es oportuno recordar que en la preparación del Vaticano II cobró
importancia, y creó expectativas el llamado Esquema 13, un antecedente que se
convertiría en la constitución pastoral Gaudium et spes, texto que
junto con la constitución dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia
fueron los documentos más relevantes del Concilio.
Hay un acontecimiento que explica el tono de cómo
se concibió la cuestión ya mencionada de las relaciones Iglesia–mundo. Juan
XXIII deseaba la participación como observadores de los debates conciliares de
representantes de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
El encargado de hacer las negociaciones necesarias para asegurar esa
participación fue el Cardenal Eugène Tisserant; se llegó a este acuerdo: los
ortodoxos asistirían con la condición que el Concilio se abstuviera de condenar
al comunismo. Participaron efectivamente dos prelados ortodoxos rusos (que
seguramente eran espías del Kremlin).
Este episodio es elocuente para mostrar el espíritu con el cual el Vaticano II
abordó las relaciones Iglesia–mundo. Habría que añadir un ingenuo optimismo,
inspirado desde el comienzo por el Papa Roncalli, quien en el discurso de
apertura cargó severamente contra los “profetas de calamidades”. Claro, era el
“Papa bueno”.
En esta nota he recogido algunos de los problemas que constituyen charcos en
los que la Iglesia se encuentra empantanada. No son los únicos, sino los que
considero prioridades que la realidad actual impondrá a los esfuerzos del
próximo Pontífice. En suma, liberar a la Iglesia de la plaga mortal del
progresismo.
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