Hay deberes que se imponen a la recta
conciencia de la gente de bien, y en mayor grado a un sacerdote de
Jesucristo. Uno de estos deberes es la gratitud para con aquellos de quienes
hemos recibido en el camino de la vida la ayuda y el auxilio de bienes, sean
estos materiales, y mayormente aún bienes espirituales.
La gratitud es la virtud de los mejores, y
como toda virtud es gracia recibida de Dios. La persona agradecida no se
ensoberbece porque sabe que es Dios mismo quien le infunde ese espíritu de
agradecimiento. Sin embargo, la gracia no destruye la naturaleza sino que la
eleva, y por ello para alcanzar la virtud de ser uno agradecido con Dios y con
el prójimo debe contar antes a nivel natural con un espíritu agradecido, que
también es don de Dios y que por la fuerza de su gracia puede alcanzar el grado
de virtud.
Los mediocres, los raquíticos de corazón,
los soberbios y engreídos jamás serán agradecidos ni con Dios ni con el prójimo
en un nivel meramente humano, y aún menos en el orden sobrenatural.
La gratitud es la virtud que nos lleva a
tomar conciencia de los dones que recibimos cada día, a valorar la generosidad
del que nos los da y a mover nuestra voluntad para corresponder a estos dones,
aprovecharlos, desarrollarlos y ponerlos al servicio de los demás.
Como la gratitud es la virtud de los
mejores lo más frecuente es encontrarse en el camino de la vida con el
desagradecimiento, porque la masa gris y común se mueve entre la medianía
y los bajos fondos del espíritu humano dominados por el orgullo, la soberbia,
la altanería, el desagradecimiento y el encumbramiento del propio yo.
El refranero popular recoge
bien este espíritu cicatero que tristemente se ajusta a la realidad:
"Cría cuervos y te sacarán los ojos"; "Ningún malagradecido siente el favor recibido";"Hacerle
bien al ingrato, es lo mismo que ofenderle";"¿Cuántos enemigos
tienes? Tantos como favores he hecho"; "De desagradecidos está el
infierno lleno".
Vivimos en una sociedad en la que no
tenemos cultura del agradecimiento. Los de mediana edad y los más jóvenes han
crecido mal formados en la contracultura de "mis derechos" sin
reparar en mis obligaciones, entre las que se encuentra la obligación moral de
ser agradecidos con los padres, con los profesores, con los sacerdotes, con
todos aquellos de los que ha recibido algún bien por muy pequeño que sea.
Esta contracultura arrastrada en el propio
corazón al claustro y a la vida sacerdotal se convierte en el más grande
impedimento para que la jerarquía y los superiores puedan contar con
personas generosas, disponibles, desasidas de sí mismas y dispuestas a llegar
al holocausto del sacrificio personal.
De igual modo los fieles se encontrarán
enfrente de adolescentes caprichosos e inmaduros, a pesar de ser entrados en
años, que son el polo opuesto de aquél Corazón manso y humilde de Cristo al que
estos debieran hacer presente en medio de las comunidades cristianas y de la
sociedad entera.
No es cuestión de impecabilidad, algo con
lo que ni el Señor cuenta porque conoce bien el barro del que estamos hechos.
Es cuestión de actitud, de purificación del corazón, de recta intención. Es
cuestión de virtud.
"LA GENTE QUE MUERDE LA MANO QUE LOS
ALIMENTA NORMALMENTE LAME LA BOTA QUE LOS PATEA"
"Hay mucha gente que no sabe agradecer
y que a menudo hacen como los gatos (refiriéndome al animal felino), que tiene
fama de cerrar los ojos cuando le echan comida para no ver quién se la está
echando. La gente que práctica esa forma de ser a menudo dice cuando le hacen
un favor que “esa era su obligación”, o “él me hizo el favor porque le dio la
gana, yo no lo obligué”, porque con esas frases dejan salir su espíritu de
malagradecidos y de ingratitud.
Desde muy pequeño aprendí que “al que a uno
le da de comer, nunca su mano debes morder”. Quienes no saben agradecer es
porque practican la ingratitud como principio negativo. El ser humano debe
tener por norma agradecer hasta a sus enemigos (si es que los tiene), porque
les enseñan que de ellos ya no tiene que cuidarse, sino de los que se dicen
amigos.
El ingrato, el malagradecido olvida con
facilidad los favores y ayudas que ha recibido en el pasado"
El espíritu ingrato invalida e incapacita a
toda persona que aspira a entregar su vida al servicio de Dios, de la Iglesia y
de los hermanos. Bajo capas de apariencia, de las que a veces ni ellos mismos
son conscientes por su propia ceguera y orgullo, este tipo de personas, a no
ser que se conviertan por la purificación del corazón, lejos de ser
transparencia del Cristo humilde, sufrido,
siervo y obediente hasta la muerte de cruz, serán siempre un contra signo de
Aquél y de aquello que dicen querer representar.
El ingrato nunca debe a nadie, sólo a él se
le debe. Nunca piensa en la posibilidad de haber cometido ofensa, si acaso es
siempre el ofendido. Lo último que piensa es en el posible dolor causado a los
demás, y si llegara a pensarlo siempre lo justificaría bajo la excusa de haber
obrado en razón y justicia.
El ingrato es la encarnación misma del
espíritu farisaico contra el que Jesús libró sus más duras batallas y que
finalmente le llevó a su Pasión y muerte.
La ingratitud es el anti-evangelio, el
mayor cáncer que la Iglesia puede sufrir en sus miembros. No es el pecado, como
dice el Papa Francisco, porque pecadores somos todos, sino la corrupción misma,
porque el ingrato jamás admitirá su ingratitud ni se moverá ni un milímetro de
su "falsa razón".
¿Cómo se puede construir la torre de la
santidad y desarrollar el crecimiento de las virtudes teologales y cardinales
en un corazón ingrato por naturaleza y por propia elección? ES DEL TODO
IMPOSIBLE.
El agradecimiento y la ingratitud no parecen
importantes para la mayoría de las personas. Pero Dios ve las cosas de una
forma diferente. La ingratitud es uno de los síntomas de una sociedad y de una
Iglesia en peligro:“También debes saber esto: que en los postreros días
vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros,
vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos...” (2 Timoteo 3:1-2)
"El
hombre desagradecido considera todo como algo que Dios le debe desde su
nacimiento. Su orgullo lo convence de que el mundo existe para su propio uso. El
mismo orgullo que no le permite reconocer el bien de Dios, milita en contra de
reconocer el bien que otro ser humano le da. Existe un impedimento adicional
para reconocer los favores que otros hacen por nosotros: ello nos fuerza a
abandonar la fantasía de que somos auto-suficientes y a cargo de nuestro
propio destino. Nos llama a dar gracias a alguien más; nos obliga a dar
recíprocamente un bien. Por esto nuestra reacción natural es minimizar o, incluso,
negar la importancia de cualquier favor hecho a nosotros".
P. Manuel María de
Jesús F.F.
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