Recordemos
que cuando todo el amor se ha concentrado en una sola persona, si esta falta,
el corazón se siente tanto más solo cuanto mayor es aquel afecto. No importa
que se esté acompañado de otras y aunque muchas personas la rodeen de atenciones y cuidados, ese
corazón siente un vacío que nada ni nadie puede llenar.
Dos
son los más grandes amores que pueden existir en una criatura: en el orden
natural, el amor de una madre a su hijo; en el orden sobrenatural, el de un
alma santa a su Dios.
Ahora
bien estos dos amores, llevados a su grado más sublime, los encontramos en la
Santísima Virgen, pero reunidos en un solo ser, en Jesús, su Hijo y su Dios.
Ninguna madre, ni todas juntas, han tenido un amor maternal comparable al de la
Madre de Dios. Ningún santo ni todos juntos, incluyendo aun a todos los
ángeles, han amado a Dios como la Santísima Virgen.
Y
con esos dos amores, los más grandes después del Amor divino, María amó a
Jesús: ¿podemos entonces imaginarnos el vacío y la soledad del Corazón de la
Santísima Virgen al perder físicamente a su Hijo, además Dios verdadero?
Todo
sufrimiento es una privación, pero una privación de algo que amamos. Cuando
amamos a una persona, el dolor consiste en que de una o de otra manera la perdemos.
Todos los sufrimientos se compendian en la muerte, en la muerte moral o en la
muerte física: unos la preparan, la acompañan otros o son consecuencia de ella.
Toda pena nos hace morir un poco; por eso el Apóstol decía: "… algo de mí
muere todos los días". Y toda muerte es una pérdida, una separación, una
soledad.
En
resumen, el dolor se puede medir por el amor que se profesa a la persona amada
que se pierde, de la que es preciso separarse. De aquí también que todo dolor
sea en el fondo una soledad, que se puede medir por el amor al ausente.
De
estos razonamientos podríamos concluir que la Soledad de la Santísima Virgen
fue un dolor inmensamente más grande que el de toda criatura, aun incluidas
todas juntas; porque no hubo ni puede haber criatura cuyo amor sea más grande
que el suyo.
El anciano Simeón le anunció a la Santísima
Virgen que una espada traspasaría su Corazón. Esa espada era sin duda la Pasión
de su Hijo, Pasión interna que duró toda su vida, Pasión exterior que duró unas
quince horas, pero que prepararon ambas su muerte. Y la muerte de Jesús fue la
Soledad de María.
La
huida a Egipto. Amenazado de muerte el Niño de Belén por Herodes el
sanguinario, María y José huyen con el Niño para salvarlo de la muerte. Sin
duda que María tuvo noticia de la orgía de sangre inocente que cubrió de luto a
Belén. En cada uno de aquellos niños sacrificados veía una imagen anticipada de
la víctima del Calvario, de aquel tesoro que llevaba en su regazo y que un día
tendría que perder. Y en cada incidente del camino, era natural que temiera
encontrarse con los esbirros de Herodes que le arrebatarían a su Hijo y le
darían la muerte ante sus mismos ojos.
Ahora
esta Soledad de María, es el dolor más grande que criatura alguna ha sufrido.
Ya vimos que la principal medida del dolor la da el amor. Por eso mismo la da
también el conocimiento; porque no se ama sino lo que se conoce, y cuanto mejor
se conoce tanto más se ama.
Ninguna
criatura ha conocido a Jesús como María: lo conoció, porque lo trató
íntimamente durante treinta años; lo conoció por su fe vivísima y por las luces
de los Dones de ciencia, de inteligencia y de sabiduría. ¡Qué contemplación de
los más arcanos misterios de Dios como la de María! ¡Qué contemplación más
profunda y más sublime y más extensa!
Por
eso nadie pudo apreciar como Ella la ausencia de Jesús. Es una misericordia de
Dios que la suma de dolor que hemos de sufrir durante toda nuestra vida no nos
la dé toda a la vez: el dolor humano va siempre como diluido en los instantes
del tiempo. Lo que sufrimos hoy no es lo que sufrimos ayer ni lo que sufriremos
mañana. El dolor de ayer ya pasó, el de mañana no existe todavía.
En
efecto, cuántos se atormentan con su imaginación inventando penas futuras que
quizá no lleguen nunca, pero que en todo caso actualmente no existen y es
absurdo sufrirlas antes de que vengan, ni tenemos gracia para sobrellevarlas,
pues ese auxilio divino no vendrá hasta que la pena llegue.
Pero
si Nuestro Señor nos descubriera el porvenir y nos hiciera ver de antemano todo
lo que tenemos que sufrir, entonces sí, cada vez que recordáramos esas penas,
las sufriríamos anticipadamente y se amargarían con esta perspectiva las
alegrías de la vida.
Por
ejemplo, si Dios revelara a una persona que moriría muy pronto y de la
enfermedad más repugnante y dolorosa, como cáncer, lepra, etc., y en la mayor
miseria y abandono, su imaginación la haría sufrir más que cuando de hecho
llegaran esos males. Es pues una gran bondad de Dios que nos vaya dando el
dolor en pequeñas dosis, para que nuestra debilidad pueda soportarlo.
No
pasó así con la Santísima Virgen. Desde antes de la Encarnación no ignoraba que
el Mesías futuro sería un "Varón de dolores". Durante su estancia en
el Templo había leído y meditado la Sagrada Escritura y la profecía de Isaías
era demasiado clara.
Cuando la Anunciación, recibió una iluminación
divina que le descubrió el plan de la Redención y su participación en ella como
Corredentora. Así debió ser, tanto por la lealtad y delicadeza de Dios, que
nunca pide a su criatura un sacrificio sin solicitar su consentimiento, un
consentimiento libre y con conocimiento de causa, no a ciegas; porque la
respuesta de María supone este conocimiento. No se dice "fiat" para
recibir una dignidad, un honor, sino para aceptar una pena.
Después,
con la profecía de Simeón, recibió una nueva luz que la hizo penetrar más en el
misterio, así como la persecución de Herodes. En los años de Nazaret, en las
íntimas confidencias de Jesús, era imposible que no fuera éste uno de los temas
principales. Si Jesús habló varias veces a sus Apóstoles de su Pasión, ¿cómo no
lo había de hacer con su Madre Santísima?
De
manera que María no podía ver a su Hijo, sino en el panorama sangriento de la
Pasión: veía sus manos y ya las veía traspasadas; contemplaba sus pies y le parecían
ya taladrados. ¿No lo había profetizado David? Cuando acariciaba sus mejillas,
sabía que las habían de abofetear y de cubrir de salivas e inmundicias; cuando
besaba su frente, quedaba en sus labios el sabor acre de la sangre. Cuando lo
estrechaba en su regazo, presentía que no muchos años después lo tendría
también en sus brazos, pero yerto y destrozado...
Pero
la Pasión exterior se queda muy lejos, como vimos ya, comparada con la Pasión
interna, con la Pasión del Corazón de Cristo. Aquélla fue para Él más bien un
alivio: ¡deseaba tanto sufrir por nosotros! Varias veces expresó este anhelo:
"Tengo que ser bautizado con un bautismo de sangre, ¡y cómo anhelo que
llegue ese día!”. "Con un deseo inmenso he deseado celebrar esta
pascua", la pascua de su Sacrificio y de su muerte.
Y
aunque su Pasión exterior duró sólo unas horas; la de su Corazón duró toda su
vida, desde la Encarnación hasta que expiró en la Cruz. Esta Pasión no es
posible comprenderla, si Dios mismo no la revela. Así lo ha hecho con algunas almas
privilegiadas.
Pero
a nadie se la manifestó como a la Santísima Virgen. Esa fue la espada que llevó
siempre clavada en su Corazón. ¿Podríamos comprender ahora un poco cómo las
luces que tuvo la Santísima Virgen aumentaron inmensamente su dolor?
La
sensibilidad es otra de las circunstancias que hacen sufrir más. Hay que
entender aquí por sensibilidad no sólo la física, sino también la psíquica, lo
que pudiéramos también llamar finura y delicadeza de alma.
Es
fácil comprender que, mientras más sensible es una persona, mayor es su
capacidad para amar como para sufrir; porque tiene una perspicacia muy afinada
para captar todos los detalles, todos los matices de una pena, donde otros nada
ven o casi nada.
Una
contraprueba la tenemos en las personas degeneradas por el vicio que han
perdido esa sensibilidad. Un alcohólico, por ejemplo, puede contemplar la ruina
de su hogar causada por él mismo, el hambre de sus hijos, el trabajo agobiador
de su esposa que él explota; y nada de esto lo conmueve. Le pueden decir las
palabras más duras o las injurias que rebelarían a cualquier hombre; él ha
perdido la dignidad, su sensibilidad se ha embotado y nada le hace mella.
No
cabe duda pues que en la medida en que crece la sensibilidad, crece el dolor.
Ahora bien, después de la humanidad de Jesús, ¿qué finura de alma puede
compararse con la exquisita de María? Fue delicadísima, porque fue mujer,
porque fue virgen, porque fue madre, porque fue santa.
La
mujer "bendita entre todas" y prototipo de todas las mujeres; la
Virgen de las vírgenes, de una pureza inmaculada; la Madre en cuyo Corazón pudo
caber un amor que envolvió al Hombre Dios y a toda la humanidad; el alma más
santa donde parece que se agotó el poder de Dios. Por eso fue de una
sensibilidad sin igual. Por eso también sufrió como nadie.
Otro de los motivos que aumentaron su pena fue
el comprobar que su dolor, lejos de disminuir el de su Hijo, lo aumentaba. No
puede haber un hijo bien nacido que no sufra con las penas de su madre, tanto y
más que con las suyas propias. ¿Qué decir de Jesús el hijo más amantísimo que
ha existido?
Además,
aquí era un flujo y reflujo: María sufría por los sufrimientos de Jesús y por
aumentar Ella el dolor de su Hijo. Jesús sufría de ver penar a su Madre y muy
en especial, por ser Él el motivo de las penas de María.
Alguien
expresó: "Que nadie se admire si digo que el dolor de María no tuvo
semejante, que produjo en Ella efectos que no se pueden encontrar en ninguna
otra parte, porque no hay nada que pueda producirlos parecidos.
El
Padre y el Hijo comparten en la eternidad una misma gloria; la Madre y el Hijo
comparten en el tiempo los mismos sufrimientos. El Padre y el Hijo tienen una
misma fuente de felicidad; la Madre y el Hijo, un mismo torrente de amargura.
El Padre y el Hijo, un mismo trono; la Madre y el Hijo, una misma cruz.
Si Jesús tiene la cabeza coronada de espinas,
todas ellas desgarran a María; si le presentan hiel y vinagre, María bebe toda
su amargura; si lo clavan en la cruz, María sufre toda la violencia de ese
martirio.
Así
sus sufrimientos se acrecientan sin medida, mientras que las olas que levantan
chocan unas contra otras en un flujo y reflujo continuos: a tal grado, que el
amor de la Santísima Virgen en esto es más infortunado; porque sufre con Jesús
y no lo consuela, comparte sus dolores y no los disminuye: al contrario se ve
forzada a redoblar las penas del Hijo porque se las comunica a la Madre".
Señalemos
un último motivo - no porque se hayan agotado, sino en favor de la brevedad -
que aumentó el dolor de María. Es indudable que Jesús por ser nuestro Redentor,
Salvador y Santificador, por ser la Cabeza de su Cuerpo místico, por ser una
sola cosa con nosotros, hizo suyos todos los sufrimientos de los hombres en la
sucesión de los siglos. Antes de herir nuestro corazón, hirieron el suyo.
Pues
bien, todas esas penas que se han sufrido y se sufrirán en la tierra María las
hizo suyas por un doble título: por haberlas hecho suyas su Hijo divino y por
ser nuestras, de nosotros que somos también sus hijos.
Como
las aguas turbias al pasar por filtros se purifican, así todo el dolor humano,
al pasar por el Corazón de Cristo y de María, perdieron casi toda su amargura,
porque la dejaron en esos Corazones tan amorosos como dolientes.
Para
darnos una idea de la magnitud del dolor de la Santísima Virgen, por ejemplo,
San Anselmo aseguraba que por grande que haya sido la crueldad con que
atormentaron a los mártires, fue leve, más bien fue nada, comparada con la
crueldad de la pasión de María.
Y
San Bernardino de Sena afirma que el dolor de María fue tan grande que, si lo
hubiera repartido entre todas las criaturas capaces de sufrir, todas hubieran
muerto al instante.
¡Oh
Madre cuánto, cuánto te hemos costado!
Fuente:
“El Martirio de María” de J. G. Treviño, M. Sp. S., de Editorial La Cruz,
México 1986.
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