Como
dice Pío XI en la bula de canonización, muy difícil es bosquejar en pocas
líneas esta figura gigantesca. Nació en Becchi (Casteinovo de Asti – Italia),
el 16 de agosto de 1815, y el mismo día fue regenerado con el agua bautismal. A
los dos años quedó huérfano de padre, que se llamaba Francisco. Afortunadamente
su madre, Margarita Occhiena, inteligente y santa mujer, supo educar a sus dos
hijos José y Juan y al hijastro Antonio como mejor no se podía pedir. Modelo de
madres, su vida merece ser conocida, difundida e imitada.
Desde
la más tierna infancia Juan manifestaba gran despejo de inteligencia, apego a
su propio juicio, tenacidad en sus propósitos, tendencia al dominio sobre los
demás, ternura de corazón, desprendimiento y generosidad. Margarita supo
cultivar lo bueno y cercenar lo malo de todas estas inclinaciones. Ante todo,
fomentó en sus hijos la piedad, una piedad varonil y profundamente sentida,
franca y abiertamente practicada. “Dios nos ve; Dios está en todas partes; Dios
es nuestro Padre, nuestro Redentor y nuestro Juez, que de todo nos tomará
cuenta, que castigará a los que desobedecen sus leyes y mandatos y premiará con
largueza infinita a los que le aman y obedecen. Debemos acostumbrarnos a vivir
siempre en la presencia de Dios, puesto que Él está presente en todo”.
Les
enseñó a amar e invocar a la Virgen Santísima y al ángel de la guarda, y a
apreciar debidamente el tesoro del tiempo.
Pronto
se desarrolló en Juanito la sagrada fiebre del apostolado. Ya a los siete años
reunía a sus compañeros para enseñarles a rezar, repetirles lo que ola en las
pláticas y lo que su santa madre le enseñaba, pacificarlos en sus riñas y
disensiones, corregirlos cuando hablaban o procedían mal, jugar con ellos y
entretenerlos “para ayudarlos a hacerse buenos”.
Juan
Bosco es uno de los hombres que más han “soñado”, es decir, que Dios le
manifestaba en sueños su voluntad y le decía muchas cosas, como a José, el hijo
de Jacob, que precisamente por sus sueños llegó a ser virrey de Egipto; como al
profeta Daniel; como al mismo patriarca San José. A los nueve años tuvo el
primero de sus “grandes sueños”. Bajo la alegoría de una turba de animales
feroces que se truecan en corderos y algunos en pastores, se le indica su
misión en el mundo: educar la juventud, trocar, mediante la instrucción
religiosa, cívica, intelectual y moral, a los díscolos en buenos y perfeccionar
a los buenos. Es el mismo Jesús quien se la asigna, y para que pueda
desempeñarla, le da por madre y maestra a la Virgen Auxiliadora. Para cumplirla,
desea hacerse sacerdote.
Pero
¡cuántas dificultades le salen al paso!: pobreza, oposición de su hermanastro,
burlas, muerte de su principal bienhechor… Mas de todas triunfa con la constancia
y la confianza en Dios.
Aunque
deseara ardientemente hacer la primera comunión, sólo a los diez años – y eso
tan sólo en atención a su gran preparación – se le concede. En esa ocasión hizo
propósitos que fueron norma de toda su vida.
Antes
de poder estudiar regularmente, y durante sus primeros estudios, para ayudar a
pagarse la pensión tuvo que servir como mozo en granjas y en cafés, trabajar de
sastre, de zapatero, de carpintero y herrero, de repostero y sacristán, como
que tenía que fundar y dirigir prácticamente escuelas profesionales y
agrícolas. En todas partes seguía ejerciendo el apostolado. Entre sus
compañeros fundó la “Sociedad de la Alegría” y una especie de academia
artístico – literaria, Y para atraer a los catecismos a chicos y mayores se
hizo hábil titiritero, atleta e ilusionista. Dotado de una magnífica voz y de
un oído finísimo, cantaba y tocaba armonio, piano, violín y algunos otros
instrumentos. Poseyendo una memoria prodigiosa y una inteligencia comprensiva,
además de las asignaturas de los cursos filosóficos y teológicos, estudió a
fondo las literaturas italiana, griega, latina y hebrea, y llegó a hablar el
francés y el alemán lo suficiente para entender y hacerse entender. Todo esto
era una providencial preparación para cumplir debidamente la misión asignada
por Jesús, desde el primer sueño. Estos seguían jalonando su vida, a medida que
se iba acercando el tiempo de ponerla en ejecución.
Mientras
estudiaba el segundo año de teología hizo pacto con su compañero Luis Comollo
de que el primero que muriera vendría, permitiéndolo Dios, a darle al otro
noticia de la otra vida. Murió Comollo y la misma noche se presentó en el
dormitorio con tremendo aparato, para decir al amigo, oyéndolo todos, que
estaba salvo. De la impresión muchos enfermaron, entre ellos el mismo Juan,
quien dice en sus memorias que “esos pactos no se deben hacer, porque la pobre
naturaleza no puede resistir impunemente esas manifestaciones sobrenaturales”.
Ordenado
sacerdote en 1841, por consejo de su director San José Cafasso, siguió en el
Convictorio Eclesiástico de Turín los tres cursos de perfeccionamiento de la
teología moral y pastoral, y al mismo tiempo estudiaba las condiciones sociales
de la ciudad, del campo y del tiempo en que vivía. Ejerciendo el ministerio en
cárceles y hospitales, y reparando en lo, que sucedía en las calles y plazas,
en los talleres industriales y en las construcciones, le llamó la atención el número
enorme de chicos que, abandonados de los padres, o huérfanos, vagabundeaban,
con evidente peligro de perversión y constituyendo una amenaza social: y
decidió remediarlo en cuanto pudiera. Así concibió la idea de los “oratorios
festivos” y diarios. Pronto la Providencia le deparó la ocasión de empezar. En
la iglesia de San Francisco de Asís – el santo del amor universal – estaba
revistiéndose para celebrar la santa misa, cuando entró, curioseando, un chico
de quince años, albañil de oficio, y pueblerino. El sacristán le dijo que
ayudara la misa y como no sabia, lo riñó y golpeó. Don Bosco tomó su defensa y,
terminada la misa, se entretuvo consolándolo y haciéndole las preguntas que
convenían a su intento. Ignoraba hasta el padrenuestro y el avemaría, lo invitó
a arrodillarse con él ante un cuadro de la Virgen, y rezaron con inmenso fervor
el avemaría. Y, acto seguido, le dio la primera clase de catecismo. Le invitó
para el domingo siguiente. Y el chico cumplió, trayendo otros compañeros. La
obra de los oratorios festivos había nacido y con ella toda la grandiosa obra
salesiana. Aquella oración a la Virgen le dio gracia y fecundidad.
Al
salir del Convictorio se le ofrecieron halagadores empleos en la diócesis. Mas
como no sentía atractivo hacia ninguno de ellos, consultó con su santo director
San José Cafasso. Este le consiguió la dirección del “refugio”, obra para
niñas, de la piadosa marquesa Julieta Colber de Barolo y allí, a su vera, pudo
desarrollar su Oratorio. Como éste crecía sin cesar y a la señora marquesa le
molestaba la algazara de los chicos, lo puso en opción o de abandonar a los
chicos o de, dejar el refugio. Dejó el refugio. Y… se encontró en la calle, con
una grande obra entre manos, sin un céntimo, por añadidura. En sueños, la
Virgen le conforto, Y algunos medios le vinieron. El Oratorio tuvo una vida
trashumante: una plaza, un cementerio abandonado, unos prados. Pero hasta de
éstos tuvo que emigrar. Fue la única vez que sus chicos le vieron triste y
llorar. Mientras paseaba lleno de amargura por un extremo del prado, llama su
atención hacia otro prado vecino un resplandor: ve una grande iglesia y
alrededor de su cúpula este letrero de luz y oro: Hic domus mea; inde gloria
mea: (“aquí mi casa; de aquí saldrá mi gloria”). Por la noche, otro sueño más
detallado le dejó entrever el porvenir y hasta la fundación de una nueva
congregación religiosa adaptada a las necesidades de los nuevos tiempos.
Pudo
comprar el prado. Su dueño, el señor Pinardi, le dio facilidades. La
providencia le mandó bienhechores y cooperadores. Edificó una casa y una
capillita.
Pero
aún estaba solo. Propuso a su madre fuera a acompañarlo. Y aquella santa mujer,
que aún en su pobreza vivía como una reina con su hijo José y sus nietecitos,
lo abandonó todo, y se fue a Turín a compartir con su hijo sacerdote la pobreza
y las penalidades, pero también la gloria y las satisfacciones de un apostolado
original y fecundísimo. Diez años vivió allí, siendo la madre de tantos
huérfanos, viendo la proliferación de aquella obra que se consolidó en unas
escuelas de externos e internos y dio origen a varios otros oratorios base de
nuevas obras, hasta el 25 de noviembre de 1856, día en que el Señor se la llevó
para premiarle sus sacrificios y la caridad ejercidos por su amor. Algún tiempo
después se apareció a Juan y le dejó entrever una ráfaga de las delicias del
cielo.
El
Santo levantó una iglesia para sus niños, dedicándola a San Francisco de Sales.
Las visiones o sueños le daban a entender que debía fundar una congregación
religiosa que, aplicando sus métodos, educara a las juventudes, especialmente a
los obreros, y tratara de armonizar las clases sociales, y que los socios
tendría que formárselos entresacándolos de los mismos niños que él educaba. Así
nació la sociedad salesiana, cuyos primeros socios profesaron en 1859 y que fue
definitivamente aprobada en 1868.
En
1865 puso la primera piedra del santuario de María Auxiliadora, y en 1867 la
última. A fuerza de milagros la Virgen se había edificado su casa. El santuario
– basílica es uno de los cuatro o cinco en que se manifiesta más claro y
poderoso el influjo de la Virgen. Con el santuario nació la “Archicofradía de
María Auxiliadora”.
En
1872 fundó la Congregación de las Hijas de María Auxiliadora, con reglas
similares a las de los salesianos. También se fundó la Asociación de Antiguos
Alumnos. En 1875 fue aprobada por la Santa Sede la “Pía Unión de los
Cooperadores Salesianos” o Tercera Orden Salesiana. Por órgano le dio El
Boletín Salesiano.
La
actividad del Santo se desplegaba en todos los campos del apostolado católico.
La prensa le debe multitud de publicaciones fijas y periódicas: hojas volantes,
libros de texto y de. propaganda, colecciones de clásicos italianos, latinos,
griegos, biblioteca de la juventud, biblioteca de dramas, comedias, cantos,
romanzas, zarzuelas, música religiosa. Entre los talleres de sus escuelas
profesionales nunca falta la imprenta. Hasta fundó una fábrica de papel, la
primera que funcionó en Piamonte. Don Bosco es también un gran escritor. Presta
a la Iglesia grandes servicios como diplomático oficioso.
Las
dos congregaciones y la Tercera Orden crecieron fabulosamente. Tuvieron casas
en todas partes. En 1875 inauguró las misiones, cuya primera expedición destinó
a la evangelización de las tribus de la Patagonia y Tierra del Fuego, en
Argentina y Chile.
“Lo
sobrenatural se había hecho natural en él”, según frase de Pío XI. Leía en las
conciencias, predecía el futuro, con la bendición de María Auxiliadora, toda
clase de enfermedades, resucitó tres muertos. Sobre todo en sus últimos años,
las multitudes lo seguían pidiéndole la bendición. Triunfales fueron sus
visitas a París y Barcelona. En sus últimos años edificó la iglesia de San Juan
Evangelista, en Turín, y la basílica del Sagrado Corazón, en Roma.
Aunque
de fibra robustísima, el Señor le purificó con frecuentes enfermedades y
molestias que no lograron debilitar su celo ni aminorar su espíritu de trabajo.
En efecto, Don Bosco “es uno de los hombres que más han trabajado en el mundo”,
como es “uno de los que más han amado a los niños”. Y dejó a los suyos el
trabajo y la piedad como lema.
Murió
en Turín el 31 de enero de 1888. San Pío X lo declaró venerable en 1907; Pío
XI, que le había tratado personalmente, lo beatificó en 1929 y lo canonizó solemnemente
el día de Pascua de Resurrección, 1 de abril de 1934. Es el patrono del cine,
de las escuelas de artes y oficios, de los ilusionistas…
RODOLFO
FIERRO, S. D. B.
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