A tus pies,
siempre a tus pies, Madre, yo quiero estar.
Contemplando tu rostro,
embelesándome en tus ojos,
deleitándome en tu hablar,
dejando mi corazón en el tuyo descansar.
A tus pies,
siempre a tus pies, Madre, yo quiero permanecer.
Que sólo en la dulzura de tu rostro
encuentra descanso mi pobre ser.
Tan sólo en tu mirada se apaga toda mi sed.
Y al calor de tus palabras me siento renacer.
A tus pies,
siempre a tus pies, Madre, enséñame a orar.
A elevar mi corazón al cielo,
abandonándome sin miedo y dejándome abrazar
por los brazos paternales
del Padre celestial.
A tus pies,
siempre a tus pies, Madre, enséñame a creer.
Que la luz de la fe en mí no se apague.
Que la semilla de mostaza en mi alma plantada,
germine y crezca sin que los enemigos del alma
la malogren con saña.
A tus pies,
siempre a tus pies, Madre, enséñame a esperar.
De tus manos maternales,
reciba siempre el preciado aceite
para que mi lámpara permanezca encendida
hasta que el Esposo me venga a buscar.
A tus pies,
siempre a tus pies, Madre, enséñame a sufrir.
Que es en tu escuela, Dolorosa,
donde tu Divino Hijo y sus Santos
aprendieron el camino y la ciencia
de perder la propia vida para siempre vivir.
A tus pies,
siempre a tus pies, Madre, enséñame a amar.
Que en mi alma florezca
el dulce fruto de la Caridad.
Que desprenda su suave fragancia,
buen olor de Cristo, perfume de santidad.
A tus pies,
siempre a tus pies, Madre,
mientras dure mi peregrinar,
con la firme esperanza,
de que en mi día final,
me vendrás a buscar, me subirás a tu regazo
para en él descansar toda la eternidad.
Manuel María de Jesús
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