REGNUM MARIAE

REGNUM MARIAE
COR JESU ADVENIAT REGNUM TUUM, ADVENIAT PER MARIAM! "La Inmaculada debe conquistar el mundo entero y cada individuo, así podrá llevar todo de nuevo a Dios. Es por esto que es tan importante reconocerla por quien Ella es y someternos por completo a Ella y a su reinado, el cual es todo bondad. Tenemos que ganar el universo y cada individuo ahora y en el futuro, hasta el fin de los tiempos, para la Inmaculada y a través de Ella para el Sagrado Corazón de Jesús. Por eso nuestro ideal debe ser: influenciar todo nuestro alrededor para ganar almas para la Inmaculada, para que Ella reine en todos los corazones que viven y los que vivirán en el futuro. Para esta misión debemos consagrarnos a la Inmaculada sin límites ni reservas." (San Maximiliano María Kolbe)

domingo, 26 de enero de 2014

XV ANIVERSARIO


El 25 de enero del año 1999, en la Archidiócesis de Santiago de Compostela, recibía su aprobación canónica como Asociación privada  de fieles la Fraternidad de Cristo Sacerdote y Santa María Reina.
Coincidían en tal fecha tres importantes y significativas celebraciones: la Fiesta de la Conversión del Apóstol San Pablo, el Año Santo Compostelano y el  último Año de preparación para el Gran Jubileo del año 2000, año dedicado a "El Padre celestial".
Quienes en aquellas fechas formábamos parte de la Fraternidad comprendíamos que era el Señor mismo quien nos hablaba a través de los acontecimientos cotidianos de nuestra vida.
La aprobación canónica fue recibida por todos nosotros como una gracia inmensa, a través de la cual se reforzaba nuestro deseo y compromiso de vivir enteramente al servicio de la Iglesia y de los intereses de Jesús y de la Virgen: servir a la Iglesia y servir a nuestros hermanos mediante la extensión del reino de Cristo por medio del reinado maternal de María en las almas.
La Santísima Virgen nos conducía suavemente y nos ayudaba a redescubrir con novedoso estupor lo agraciados que éramos por nuestra condición de bautizados y miembros del Cuerpo Místico de Cristo.
Ella, con maternal maestría, iluminaba nuestra almas, ilustraba nuestras mentes y enardecía nuestra voluntad, infundiéndonos un gran deseo de corresponder a la gracia inmensa de ser  hijos muy amados de Dios, redimidos y salvados por la muerte de Jesús, y verdaderos hijos suyos.
María nos hacía comprender que nuestra vocación cristiana era un gran don, el mayor de los dones que habíamos recibido, pero al mismo tiempo era también una tarea, un compromiso que estábamos llamados a llevar a cabo en íntima y estrecha unión con Ella.
Fue la Madre quien iluminó en cada uno de nosotros la conciencia de lo que significaba ser hijos de Dios, cooperadores de Cristo y miembros de la Santa Iglesia.  
Con torpes palabras para describir realidades tan sublimes, podríamos decir que nuestra Madre fue grabando a fuego en nuestros pobres corazones dos palabras llenas de vida: hijo y hermano. 
En esto reside vuestro ser y vuestro quehacer, parecía indicarnos con insistencia, en ser  y vivir como hijos y hermanos.
No se trataba de dos palabras, sino de dos realidades que son vida, y cuya vida tenía que desarrollarse en cada uno de nosotros, crecer más y más, para luego propagarse hasta el último rincón de la tierra.
Esta conciencia más clara y profunda de nuestro ser hijos y hermanos fue transformándonos interiormente hasta el punto de condicionar por entero nuestra forma de vivir y la orientación de nuestras vidas.
Sin duda alguna fue María quien nos enseñó a situarnos filialmente ante Dios nuestro Padre amorosísimo y providente, a unirnos enteramente a la Persona de Cristo y a su Oblación de amor, a confiarnos a Ella como esclavos de amor y  abrir fraternalmente nuestros corazones y nuestras vidas a nuestro prójimo.
Nuestra Madre fue haciéndonos ver que sólo había una forma para que nosotros pudiésemos colaborar en su plan y corresponder a esas gracias, que a través de Ella el Señor iba derramando en nosotros. Esa forma no era otra que vivir en unidad familiar, a semejanza de la Trinidad Beatísima y de la Familia de Nazaret, cuyo eje de unidad y de expansión no es otro que la Caridad.
Aquellos primeros años fueron tiempos de gracias inmensas derramadas por Dios en nosotros a través de las manos maternales de María. 
Por nuestra parte, pobres vasijas de barro, fueron tiempos de asombro y temor; tiempos de lucha interior, de confianza y de abandono, de escucha y de búsqueda.
Al tiempo que veíamos los brazos maternales de María abiertos para protegernos y abrazarnos, sentíamos el vértigo de lanzarnos tambaleantes a dar los primeros pasos corriendo hacia su regazo maternal.
Desde el primer momento Ella nos hizo ver muy claro que la razón de nuestra existencia como Fraternidad sólo tenía sentido naciendo, creciendo y viviendo en la Iglesia, con la Iglesia y para la iglesia. De esta forma la Madre nos ponía a resguardo de ceder a cualquier tentación de arrogancia o de sectarismo.
Éramos conscientes de que no se trataba de levantar una obra nuestra, sino de entregarnos a Ella y colaborar con Ella para que, a pesar de nuestra pobreza e incapacidad, la Madre realizase su obra en nosotros y a través de nosotros.
Por pura gracia nos fue dado vivir tiempos maravillosos en los que nuestra Madre nos reunía en torno a Jesús Eucaristía. De Ella aprendíamos a adorar, a escuchar, a meditar y a guardar  en nuestros pobres corazones cuanto contemplábamos en las palabras y en los ejemplos de Jesús.
Nuestro amor y nuestra entrega crecía de día en día. Por supuesto que no se trataba de un amor ni de una entrega perfectos, pero sí sinceros y siempre deseosos de una mayor perfección en el amor.
Ser Fraternidad, en torno a María y de la mano de María, suponía para cada uno un deseo ardiente de dar pasos muy concretos en la asimilación de las principales virtudes de nuestra Madre: su humildad profunda, su fe intrépida, su esperanza viva, su caridad ardiente, su oración constante, su austeridad y mortificación, su dulzura y su alegría, su generosidad sin límites y su amor tiernísimo hacia todos sus hijos, especialmente hacia los pobres pecadores, hacia los más pobres y abandonados, hacia los más ignorantes, hacia los enfermos y sufrientes, y también hacia los más pequeños.
Ella nos infundía a cada momento la aspiración a hacer realidad en nuestras vidas aquél propósito y súplica que antes Ella misma había infundido en el corazón de muchos otros hijos suyos: "Madre, que quien me mire a mí, te vea a Ti".
¡Sería imposible relatar cuánto la Madre fue infundiendo en los corazones de aquellos primeros miembros de la Fraternidad!
¡Sería imposible describir la dulzura de su tacto, la suavidad de sus enseñanzas, la atracción irresistible de su presencia en medio de nosotros, la paciencia infinita con que nos sostenía y guiaba a pesar de nuestras torpezas y miserias!
¡Jamás será posible relatar su forma y sus maneras de ejercer con nosotros su ser de Madre Dulcísima y Reina misericordiosa!
El Señor la eligió para ser Madre y Maestra de los redimidos, y aún de todos los hombres.
Todos y cada uno de los primeros miembros de la Fraternidad podemos dar firme testimonio de cómo sólo Ella es la única que nos puede conducir hasta Jesús. Sólo a través de su acción maternal el Espíritu Santo obra en los elegidos el prodigio de asimilarlos a Cristo, conformarlos con Cristo y transformarlos en imagen de Cristo.
La Madre no elige santos, sino pobres pecadores para transformarlos en santos. 
Sólo María es Reina de los corazones, por lo que sólo María, Esposa e instrumento del Espíritu Santo, puede ir moldeando con precisión divina y con paciencia infinita los corazones de aquellos que por medio de Ella Dios llama, reúne, forma y envía.
¡No a nosotros, Señor, no a nosotros sino a tu nombre da la gloria!
¡No a nosotros, Señor, no a nosotros sino a tu Santa Madre María sean dados el honor y la alabanza por los siglos!
En nombre de aquellos primeros miembros fundacionales de la Fraternidad y unido a cada uno de ellos como un sólo corazón y una sola alma renuevo nuestro mayor anhelo y súplica: ¡Somos enteramente tuyos Reina nuestra y Madre nuestra, y cuanto tenemos tuyo es! ¡Haznos enteramente tuyos en el tiempo y en la eternidad, Madre Dulcísima y Reina de Misericordia! ¡Todo lo esperamos de Ti omnipotencia suplicante, Madre de Dios y Distribuidora universal de todas las gracias!
Manuel María de Jesús

No hay comentarios:

Publicar un comentario